Texto leído en la presentación de "Resonancia de las cosas" de Marcelo Leites, en el Café Montserrat de Buenos Aires, el 22.10.09
Un mapa sin raíz firme
Objetos, cómo son los objetos en la vida cotidiana, rinden lo poco que pueden rendir, cada uno sujeto a su actividad, a su ciclo, animado de su tarea, que es su ser: dejarse llevar por el flujo de las cosas en el río, el ciclo de la lombriz , el instinto, la persistencia; rostros iluminados por la alquimia de un disco que gira; llegar al claro del bosque; tirarse al agua en la pileta: el pensamiento es la confusión del fondo sin límites; el emerger un equilibrio de lo cotidiano (esto sucede en una pileta de natación, hay que aclararlo, y es esto un énfasis especial en la funcionalidad de lo que vemos, en la familiaridad que les da el uso a las cosas: la señora que se queja del pataleo, el cartel en una pared del natatorio).
Los tres árboles sin el aura de Juan: veamos este breve poema: no hay aura, apenas una sospecha debida a la inclinación de un sauce. Al aura no se lo ve, sino que se lo supone o se lo presiente en un gesto del árbol, se diría. El árbol es la primera escala de lo vivo, ese límite entre cosas y seres donde se dibuja la posibilidad de un ser en todo lo que existe. El árbol es esa conciencia difusa, es inteligencia.
Segunda parte:
Ahora las miniaturas, o imitaciones: estos poemas breves no son haikus formalmente, ni son esas concentraciones de sabiduría
que se espera de los aforismos; ni sentencia ni señal:
Sólo un aire de enigma en lo sabido: se escucha el sonido de los rieles del tren, señal de mal tiempo. Una nueva y apenas perceptible señal.
En la tercera parte, las constelaciones, los "invisibles lazos" que unen a la especie, "la casa, la madera el fuego serán la materia" de sostén, pero esto, si uno puede cantar de amor fuera de la casa.
Los objetos comienzan a presentarse como símbolos de nuevo: esta magnífica alusión al construir afuera para tener cobijo y leña, es un punto de reflexión en el libro: cada objeto podría ser un caleidoscopio, cada brizna el universo, según el canon panteísta oriental, en el que se funden el microcosmos con el cosmos aun habiendo mencionado simplemente las cosas, aludido a un lugar; cosas en función. Parece aparecer la conciencia de que esas cosas siguen siendo palabras, que hay una celebración más allá de ellas, una vida a celebrar, pero que antes que nada se celebra, en ausencia de nosotros: el iris de unas pupilas, las mariposas, una lejana media luna y el vuelo blanco del viaje parecen delimitados y parecen una misma cosa. ¿El hablar verdadero está en el oír el silencio de los otros?
De nuevo un silencio, más allá de toda sabiduría, después del poema al padre, que ha sido un maestro, con el que es necesario encontrarse para hablar las palabras que se dejaron de hablar cuando las palabras eran un abrazo interminable.
Hemos dejado de ser niños, dice el poema de Leites; y con ello, parece decir, hemos comprendido que las palabras son historias mínimas en un mapa que no tiene raíz firme.
De modo que: ya está bien de retórica, ¿eh?, dice el poeta.
El libro entonces recupera la memoria -en Navidad olía siempre a pintura fresca- y apuesta a que la nostalgia ilusoria restablece alguna conexión con lo que fue, y ahora, con las astillas de la mesa, que son a la vez metáfora del yo astillado y objeto otra vez, ahora “cargado de humanidad” -diría Rilke- y de universo.