EL TALISMÁN VERDADERO

Es necesario armarse de valor para transitar febrero en Concordia. Los hombres se apoyan en los pocos buzones que quedan y sacan un pañuelo que de lejos parece blanco y van secándose la transpiración de la frente, por no secarse otras partes.  Una mujer de mi cuadra que atiende un puesto de frutas había reparado en un hombre, recortándolo de las demás cosas como se recortan las figuras de un modelo para armar, allá por noviembre. Un hombre no tan acalorado como para caminar tan lento, ni tan ansioso por llegar temprano, armado de una vulgaridad a la que la misma vulgaridad teme. En noviembre, ella pensó en cómo un hombre puede ser tan vulgar, ser nada más que eso que se ve y no otra cosa, no tener más atributo que un paso tras otro dado allá en noviembre, cuando las circunstancias se revuelven en el límite del olvido y el porvenir.  En ese entonces, se dijo con bastante convicción, que ella, que venía de lejos, conocería a aquel hombre que también venía de lejos, pero para eso necesitaba volver a verlo. Todo eso sin saber cómo se ve o cómo se busca a quien no se conoce, pero confiaba y su confianza era más contundente que un rayo. Es que la convicción, cuando se la tiene, es como un talismán, pero un talismán verdadero.  Y se prometió, como si fuera una niña con rabia, que no solo volvería a verlo, sino que lo miraría a los ojos y después como vengándose de algo, le sonreiría. Ese hombre pesado como un viento cálido, pensó, romperá la vulgaridad que lo envuelve y me devolverá eso que le daré sonriendo también, libre en esa libertad a la que el pecado teme.
   La mujer estaba muy segura de volver a verlo y, todas las tardes de aquel verano de fuego, preparaba frente a un gran espejo una sonrisa tentadora y abría los ojos celestes bien grandes rogando que el otro no dudara y se hiciera como un moño las ilusiones necesarias e ingresara, como se ingresa a un templo, al mundo de su conocimiento. De todas formas, lo suyo, visto de cerca, asomaba tan vulgar como la curiosidad inútil y tan sospechoso como toda curiosidad.
   Su sonrisa estaba harto ensayada cuando aquel hombre real e inventado volvió a pasar otro día.  Un día de enero, un día fácil de olvidar por parecido a los demás.  Y la mujer, rigurosa como un pájaro carpintero, hizo de su rostro (un rostro hermoso, es verdad) el llamado. Hasta ese momento el hombre era uno de esos que no atienden las circunstancias casuales, sino que caminan hacia adelante pasando como un tren que nunca más pasará, pero al ver una sonrisa, una sonrisa entre tan pocas que se le dirigían sin razón, hizo un alto, no un alto deteniéndose, sino un alto en la gruesa cadena de sus pensamientos.
Entonces, y con vehemencia, cortó los eslabones de su pensamiento con una duda y armó con esa duda una nueva cadena más gruesa de pensamientos y entonces sí estuvo preparado para detenerse, pero no lo hizo.  Siguió caminando con la ilusión de no olvidar nada, de pasar otra vez para corroborar lo profundo de eso que se le daba, algo que se le daba o él creía que se le daba sin pedirlo, así como a veces encontramos una moneda y creemos que es verdadera. Es que en Concordia, nadie hace nada porque sí. Cuando uno mira a alguien y luego le sonríe, es obvio que quiere algo del otro, entonces no puede después echarse atrás y decir: lo miraba porque usted tiene un lunar que me hace acordar a mi abuela. Sin embargo, el hombre hizo de todos sus momentos de caminar un momento y volvió a pasar sin razón por aquella calle calurosa al otro día, porque él también era hombre y como todo hombre quería saber, como si el conocimiento fuera lo único verdadero en el mundo, como si hiciera mucho tiempo que nadie le ofreciera nada, ni él tomara nada.
Pero el momento encontró en otro día otro acto.  La mujer que no dudaba, ni tenía pensamientos como cadenas, ensayó más allá del espejo, en plena calle, su amplia sonrisa, una sonrisa que de verla podría ser de ella y nada más. El hombre, siguiendo todos los cánones previsibles ya estuvo preparado para detenerse y ensayar como se ensaya una comedia algunas palabras. Establecer, como se decía hace unos años, otro tipo de comunicación. Y ella, que también sabía aquello de la comunicación sin palabras y ya no podía echarse atrás, dejó sin embargo que las cosas no fueran corrientes y respondió a esas palabras, unas palabras cargadas de incontables sugerencias, con la risible negativa de las mujeres casadas, logrando en ese momento arribar al punto de inflexión de una historia desconcertante. Una historia que contada con parsimonia en mi casa, en una tarde de lluvia, no causó ninguna buena impresión.