Estoy sentada sobre un tronco mirando desde lo alto el río Paraná. Me dicen que el río está crecido desde hace meses y que no ha bajado. En las islas la gente sigue evacuada. También me dicen que el río ya no va a volver a su cauce original, que va a permanecer alto.
Miro el río como paisaje. Ese es mi mal. ¿Cómo mirar el río sin que se vuelva paisaje? Mirarlo como parte de mí o yo como parte de él. Si se volviera indivisible, si no hubiera límites entre él y yo, no habría bordes ni formas que explicar ni entender.
Todas las cosas que le pasan sin que yo me entere. Pienso en los movimientos del agua debajo de la superficie, en los peces y en el barro moviéndose sin que los que estamos afuera nos percatemos. El error quizás es querer ver. En el río no se ve. No yo, al menos. Sólo veo la capa superior del agua que es traslúcida. El resto es oscuridad. Profunda y silenciosa oscuridad. ¿Qué pasará en ese lecho barroso y sedimentado? ¿Cómo se moverán las cosas allá abajo? ¿Qué se escuchará? Me imagino movimientos sinuosos y sigilosos. De repente algo abrupto que se acomoda para que el río retome más cómodo su cauce. Porque el cauce del río no es sólo los bordes sino también el fondo. Nunca pensamos en ese fondo. Si retiráramos el agua ¿qué forma tendría eso? Una forma muerta:sin el agua, esa forma agonizaría, inmóvil y sin carisma.
Miro el Paraná y me dan ganas de franquearlo nadando. Quisiera aparecer del otro lado, correr los riesgos que tenga que correr, aprender a estar ahí, por momentos muerta del miedo, por momentos plena de felicidad sabiéndome parte del río. Esa inmensidad me seduce y me atemoriza.
Miro el río y pienso en el tiempo que el agua lleva corriendo por ese cauce. Me siento nada. Quiero ser el río, pez y barro.