Afuera era primavera. Detrás de las altas rejas negras, blancos, verdes, rojos; y perfume de lilas. Primavera en todos los jardines.
Madame Devisier cumplía cincuenta años.
Como cada aniversario, sus amigas se habían reunido para celebrarlo. Siempre la misma ceremonia: el té a las cinco de la tarde.Como siempre también, habló del hijo y les mostró algunas fotografías de cuando era un niño rubio, de cabellos lacios y ojos claros, parecía un principito de algún cuento de hadas.
Las tres amigas de Madame Devisier eran oriundas del sur de Francia, como ella, y la habían conocido en distintas épocas de su vida. Pero ninguna había visto nunca al hijo.
Esa tarde la anfitriona habló más que otras veces. Contó episodios de la niñez y la adolescencia del niño, retazos de historias extraídas de quién sabe qué lecturas infantiles allá en su Francia natal.
Las amigas asentían complacientes y, de vez en cuando, se miraban entre ellas con disimulo.
Madame Devisier no regresaría jamás de su mundo de sombras. Estaba cada vez peor. Nunca podría salir del hospital
Esa tarde habló del pasado y también del futuro. Su hijo acababa de finalizar la carrera de medicina en Estados Unidos y regresaría pronto. Muy pronto.
Las tres amigas suspiraban con desasosiego y trataban, con piedad, de hablar de otras cosas. Pero la madre volvía constantemente sobre el mismo tema: esa eterna obsesión.
La reunión se celebraba en una pequeña salita del enorme edificio.
Madame Devisier, alta, esbelta, porte distinguido, algo pálida quizás, usaba siempre un guardapolvo blanco y un prendedor en el pecho en el que había hecho grabar con letras doradas: "Doctora Devisier”
Las amigas, acostumbradas a sus excentricidades, ya no se escandalizaban ni alteraban por nada.
−Sí, pronto vendrá −dijo Madame sonriendo tiernamente− Acaso esta misma tarde y trabajaremos juntos en la misma clínica. Un futuro magnífico para los dos, ¿verdad?
Las tres amigas asintieron. Muy pronto se alejarían por el largo corredor del hospital y Madame Devisier se quedaría nuevamente sola con sus sueños.
Se pusieron de pie. En ese instante vieron entrar a un joven rubio, de cabellos lacios y ojos claros. Llevaba una maleta de cuero en cada mano y parecía muy excitado.
−¡Mamá! −exclamó dejando las maletas en el suelo−. Me vine desde el aeropuerto porque pensé que a esta hora estarías aquí.
Enseguida hizo su aparición en la salita una enfermera de rostro severo y cofia almidonada.
−Buenas tardes, doctora Devisier −saludó servicial.
Y dirigiéndose a las tres mujeres:
−Hora de la terapia de grupo, señoras −agregó, con su acostumbrada autoridad.
Y mientras madre e hijo se confundían en un abrazo, las tres amigas de Madame Devisier siguieron dócilmente a la enfermera hasta que sus siluetas se perdieron en el largo corredor del hospital.