LA SECRETARIA PERFECTA

El señor Sardá llegó a la oficina más temprano que de costumbre.
Lo acompañaba un joven de porte altivo y mirada penetrante.
La señorita Fernández, parapetada detrás de la computadora, desenterró su cabeza rubia de entre una parva de papeles y levantó la vista, sin dejar de teclear.
−Buenos días, señorita Fernández −saludó el señor Sardá colocando el portafolios sobre el escritorio.
La señorita Fernández siguió tecleando frenéticamente al compás de una música infernal que sólo ella parecía escuchar.
Hasta que, cuando parecía que iba a salir volando con ordenador y todo por la ventana:
−Buenos días, señor Sardá −contestó interrumpiendo al fin su furioso teclear.
El señor Sardá señaló al joven que lo acompañaba:
−Creo que conoce a mi hijo, ¿verdad? −preguntó muy circunspecto acomodándose los bigotes y antes de que su secretaria arrancara otra vez−. Bien, señorita, quería anunciarle que, como me retiraré por un tiempo de esta actividad, he designado a mi hijo Juan Carlos para que administre la Empresa.
La señorita Fernández empezó a pestañear, un tanto sorprendida por la noticia, pero se repuso en el acto:  
−Bien, señor Sardá −respondió cortésmente.
Y se quedó muy quietecita en su rincón, examinando con la mirada al joven.
Juan Carlos Sardá era lo menos parecido del mundo a un gentlemen, a un caballero. Alto, robusto, de enmarañada barba oscura y mirada color cobre, se asimilaba al prototipo del hombre primitivo. No cubría su cuerpo con pieles de animales, claro, pero usaba suéteres peludos directamente sobre la piel, medallones de oro al pecho, pantalones de corderoy y altas botas de cuero como los leñadores.
La señorita Fernández lo había visto muchas veces. Juan Carlos Sardá solía pasear su arrolladora estampa por las oficinas de la fábrica; además participaba en las comidas de camaradería que ofrecía el directorio al personal de la Empresa. Todas las secretarias lo conocían. Y todas suspiraban por él; lo llamaban “el Irresistible". Sí; todas suspiraban por él; menos la señorita Fernández. Y ahora, súbitamente, el superhéroe se convertiría en su jefe.
Sonrió, un tanto divertida ¿Podría, en adelante, permanecer invulnerable a los encantos del devastador hijo del señor Sardá?
Y bien. Ya era un hecho. Él estaba allí. Y seguramente se encargaría de dar vuelta todo patas arriba en el primer minuto de su gestión.
Suspiró, resignada. Pero reconoció que, después de todo, era un mal necesario. La Empresa se hundía. Alguien debía salvarla. Y allí estaba mister Atlas para cargar con el fardo sobre sus espaldas.
El nuevo director se hizo cargo inmediatamente de sus funciones.
−Señorita Fernández −dijo− habrá algunos cambios en nuestra Empresa −y luego agregó con una amplia sonrisa− Volveremos al telar y la rueca.
−¿Al telar y la rueca, señor Sardá? −replicó extrañada la señorita Fernández.
−En efecto, señorita −respondió el flamante ejecutivo sin dejar de sonreír− por ejemplo, a partir de mañana no habrá más ruidos ensordecedores en nuestra oficina; no más de veinte o treinta decibeles. Por lo tanto, la correspondencia se hará manuscrita…
La señorita Fernández pestañeó varias veces ¿Trescientas cartas diarias manuscritas? Pero, educada para secretaria; solo respondió:
−Sí, señor Sardá −y se tragó el suspiro, porque, donde manda capitán como dice el refrán.
−Segundo: desde ahora impondremos un nuevo sistema de pago. Y de cobro. Se acabaron los papeles −continuó el Hombre de las Cavernas−. Basta ya de papeles contra papeles para respaldar otros papeles. ¿Ve usted esto? −agregó mostrándole una bolsita de gamuza que extrajo de su bolsillo− es oro; oro, ¿comprende? he recorrido las arenas auríferas del mundo buscando pepitas de oro. Aquí están. Así, pues, en vista de que los acreedores ya no aceptan nuestros cheques, pagaremos con oro; averigüe la cotización y entrégueles el metal. Y en adelante, señorita Fernández, todo el oro de nuestra Compañía pasara por sus manos.
A continuación, guardó la bolsita de gamuza en la caja fuerte y se fue a recorrer la fábrica.
La señorita Fernández siguió pestañeando mucho tiempo.
−¡Todo el oro de la Empresa pasará por mis manos! −exclamó entre satisfecha y asustada.
Instantes más tarde abrió la caja fuerte y después de extraer el metal empezó a pesar las pepitas de oro, algunas tan pequeñas que se le perdían entre los dedos. De tanto en tanto acariciaba con deleite el reluciente metal y sonreía complacida.
−Bello −susurraba− no hay metal más bello ni más codiciado por los hombres.
Pero en su mirada no habrá codicia alguna. Sólo admiración, la admiración con que se contempla una obra de arte.
Hacia el mediodía, Juan Carlos Sardá regresó de su recorrida. Revisó su agenda. Hizo algunas anotaciones en un papel.
−Señorita, posiblemente hoy reciba estas llamadas para mí –dijo entregándole el papel en el que había anotado varios nombres de mujeres−. A las tres últimas, invénteles algo, no sé, lo que se le ocurra. Únicamente atenderé a la primera
−Bien, señor Sardá −respondió circunspecta la señorita Fernández.
Y le puso a cada nombre el número correspondiente.
Antes de las seis de la tarde había realizado en el teléfono más malabarismos que un prestidigitador.
 Las ocho de la noche. La jornada de trabajo llegaba a su fin.
La secretaria y su flamante y revolucionario jefe estaban terminando sus tareas.
En ese momento irrumpió en la habitación una hermosa joven morena envuelta en pieles, perfumes y joyas.
−Oh, querido −dijo abrazando efusivamente a Juan Carlos Sardá− me desocupé temprano porque el desfile de modas terminó antes de lo previsto ¿Vas a demorar mucho?
Entretanto, la señorita Fernández, ajena al parecer a cuanto ocurría a su alrededor y semisepultada entre los papeles, seguía manipulando su computadora.
Después del prolongado saludo, Juan Carlos Sardá, mientras se desprendía suavemente de los brazos de la joven morena, murmuró incorporándose:
−Espérame un momento en el hall, Virginia, por favor,
Guardó unos papeles en el cajón del escritorio, lo cerró con llave y guardó el llavero en el bolsillo de su pantalón.
−Por hoy hemos terminado, señorita Fernández −dijo dirigiéndose a su secretaria.
La señorita Fernández dejó de teclear.
Juan Carlos Sardá descolgó su abrigo del perchero, desenchufó a la señorita Fernández y echó llave a la puerta de la oficina hasta el día siguiente.