De “Plena palabra” (2004)
Entre poetas siempre se termina hablando de Juanele.
Es nuestro contiguo interminable.
Casi nadie lo cita de memoria
y casi todos creemos recordar
haber ido a visitarlo alguna vez,
lo cual nos permite atribuirnos el derecho
a cierto aire congénito,
a respirar una orina unánime de gatos
y a descubrir en un ángulo borroso de la cinta
los modos de penumbra de Gerarda.
A cada poeta nos fue dado un mundo con Juanele.
Es la íntima canoa rozándonos la orilla,
la concordante provincia
que nos cala en el cosmos.
Más allá de los bandos,
de las inocencias distintas
y de las salvedades
que uno pueda anotar al margen de las retamas
o las campanillas azules,
entre poetas siempre se termina hablando de Juanele,
de las ascensión de su caligrafía,
de su condición de ángel rielante
sobre el Paraná absoluto,
de su niñez llenándose de alma en un monte de Villaguay,
sin encontrar la vaca,
ay, en los desvíos ya lilas del lenguaje.
Juanele, librado a los poetas,
sube en humo ritual
y une en el viento
las infinitas fogatas fugitivas.