De “Las borrajas azules” (2014)
Ya no se ven linares en los campos.
Cuando era niño, pasábamos con tanta naturalidad de un cielo a otro
y las primaveras tenían siempre como una sensación celeste,
como si algo estuviese por revelarse en el color que se posaba sobre los tallos
con tal delicadeza que parecía no terminar de asentarse nunca:
en eso tenía algo de agua también, fluyendo,
pero de una manera apenas perceptible,
como si fuese la transparencia misma, con un tono azulado rielándola, muy tenue,
un azulito como decía mi madre, extendiéndose, expandiéndose,
porque, antes, los linares eran de todo el largo del día.
“¡Y de todo el ancho del alma!”, diría la retórica
con esa desesperación que tiene por hacerse notar.
Pero, de las arremetidas poéticas, ¡líbrense los linares!,
los que antes se extendían desde donde sale el sol hasta el ocaso,
y le daban a la provincia esa luz de cielo haciéndose
al punto de extraviar a las bandadas…
Y ahora con suerte, con mucha suerte, pasando Nogoyá o llegando a Tala,
suele insinuarse alguno, un relieve apenas zarco sobre la tierra,
un dibujito infantil, un cuadradito de 2 x 2 en la foto, desde el auto,
un linarcito -como dice mi mujer- más sentimental que otra cosa…
Ya no se ven linares como antes,
cuando era irresistible pasar con el alma cerquita para ver cómo se reflejaba
y hasta los tordillos volvían celestiales por el callejón, aunque no alados, todavía,
cuando la infancia pasaba con tanta naturalidad de un cielo a otro,
hasta que un día en uno se quedó y no sé en cuál.