Recorrió otra vez el galpón y la casa, aunque sabía que ya no quedaba nada. Tres días antes había cargado en el destartalado carro colón (decía “colón”, no “colono”, ni “chata rusa”, como decían otros) los últimos trastos que, en un principio, por inservibles, habían decidido dejar, pero que, después, a pesar de que su mujer insistiera en que no valían la pena, él se había empecinado en llevar. No porque, en verdad, pudiesen tener alguna utilidad, sino porque -aunque se negara a reconocerlo- le permitían esgrimir una razón para volver. Una razón para los otros. No para él, claro. No para él y, acaso, tampoco, ahora, para su mujer. Porque ella no había hecho preguntas esta mañana cuando lo vio ensillar el tordillo, ni había hecho preguntas cuando lo vio montar y salir al tranco, apenas, como si, en realidad, se fuera a recorrer el campo…
La casa le pareció más grande y más fría. Ahí, bajo sus pies, había estado la cama y ahora sólo quedaban cuatro círculos en el piso, cuatro baldosas medio hundidas, liberadas del peso que alguna vez fuera feliz, que muchas veces fuera feliz… Y ese clavo, que asomaba en la pared sosteniendo un rectángulo vacío, durante tantos años había sostenido la imagen de San Isidro Labrador y las espiguitas de trigo, renovadas cosecha tras cosecha, custodios fieles de esos ensueños que se sembraban al voleo y que, alguna vez, parecieron tan claros: la tierra abierta, las semillas, una espera de lluvias, el campo dorándose bajo el sol al alcance de los ojos, y esos atardeceres y el cielo tapándose de estrellas… Y ahora sólo un clavo en la pared…
Respiró hondo, se llenó el cuerpo y el alma con ese olor solitario, ese olor como quedado y perdido, y al ir a cerrar un postigo de la ventana que daba al sur que, seguramente, se había destrabado con el viento, vio que estaba empezando a llover.
Salió a la galería. Por ese lado, la casa era más el campo. Sólo tenía que elevar, apenas, los ojos por sobre el cerco de arvejillas, y ahí estaba, extendido, a sus anchas, solamente interrumpido, aquí y allá, por unas parvas, por el bosquejo ilusorio de una trilladora, y más allá, muy más allá, por las manchas casi azules de las arboledas.
No pudo resistir a la tentación de entrar en la cocina. Si en la galería la casa era más el campo, en la cocina la casa era, en verdad, la casa. En la cocina la casa había estado siempre más cerca de todos. No necesitó cerrar los ojos para ver, en un rincón, la cesta repleta de choclos y zapallos, unas trenzas de ajos colgando de un tirante y, en el centro, la mesa, la mesa elemental y los dos bancos largos que las hijas convertían en potrillos o en ese tren que habían visto, una vez y desde el carro, pasar interminablemente por el pueblo.
Volvió a la galería. Ahora la lluvia se había vuelto intensa y resonaba sobre las chapas de zinc. Creyó ver la fiambrera colgada en el naranjo. Estaba oscureciendo.
Junto a la cerca, fiel, inmóvil, indiferente a la lluvia que el viento hacía más fría, su caballo aguardaba, como el compañero de celda que, silenciosamente, comparte con el condenado la noche previa a la ejecución. Estaba oscureciendo. Se palpó, como un pensamiento, el cuchillo en la cintura; se hundió el sombrero hasta los ojos, miró la sombra de los corrales vacíos, la sombra, más espesa, del palenque inútil, solo, y la sombra del galpón como metiéndose presurosa entre los árboles.
Al tranco, cruzó la curva larga del callejón. Al tranco, el paraisal con la tapera de los Montenegro, y al tranco, el molino de los Bressán… Una legua y media. Tres más faltaban para el pueblo. El pueblo que, durante años, sólo había sido el Registro Civil para anotar las hijas, la Cooperativa, que nunca había entendido bien qué significaba, pero que siempre le recibía las cosechas; alguna vez, la feria ganadera de la Rural, y una vez al mes, dos a lo sumo, el Almacén de Ramos Generales de los turcos… Eso era el pueblo. Pero ahora resultaba que también era un colegio y una casita blanca en una calle sombreada de eucaliptos…
En el silencio de la noche, los cascos del tordillo retumbaron en las maderas flojas del puente “de las cruces”. “Una legua”, pensó. La lluvia, cada vez más tupida y helada. Sólo él y el tordillo y la noche. Sólo la lluvia. Una sombra adentro de la lluvia.
La generosa luz del almacén de los turcos, como un perdón, le salió al paso. Un trago fuerte no le vendría mal, antes de atravesar todo el pueblo hasta la calle sombreada de eucaliptos. Se apeó. Arrimó el caballo al resguardo de un paraíso y entró sacudiéndose la noche y la lluvia, y acomodándose el sombrero a manera de saludo.
Desde atrás del mostrador, Abraham levantó una mano, sin despegar los ojos de la libreta que sumaba y del platito con pasas de uvas que estaba comiendo desde hacía medio siglo… En la mesita del rincón, dos rezagados, sin testigos, entre largos silencios, conversaban un truco.
Cuando terminó la suma, Abraham le arrimó un vaso y una botella de caña. Al primer trago no lo sintió. Ni al segundo. Pero, poco a poco, se fue desentumeciendo… El turco le convidó un Fontanares. Hacía tiempo que había dejado el vicio, pero las cuatro leguas y media bajo la lluvia, y atrás la casa vacía y el galpón quedándose entre los árboles y los corrales desiertos y la tranquera que cerró por costumbre, en el vano de la noche, bien valían aceptar ese gesto sencillo del afecto. Fumó. Tomó otra caña… y otra… y recordó que, todavía, debía atravesar todo el pueblo, pero se le dio por pensar, también, que con la lluvia iba a granar lindo el maíz, y soñó cosechas con rindes increíbles y se vio en la Cooperativa entregando quintales y quintales…
-¿Así que vendió el campo?- preguntó Abraham.
Pero esta vez era él el que sacaba cuentas, viendo bolsas y bolsas y más bolsas…
-Va a granar lindo el máiz- dijo, entre sueños.
La mesita del rincón ya era sólo eso: una mesita en el rincón, y al turco le costó aún un par de cañas más poder convencerlo de que ya era una buena hora para irse a dormir, y tuvo que ayudarlo a montar el tordillo que, al escaso reparo del paraíso, aguardaba inmóvil, como tantas otras noches parecidas, pero infinitamente diferentes, a su jinete, a su otra parte, para entrar a la lluvia, para ser en la noche.
-Va a granar lindo el máiz- repitió, todavía, tratando de torcerle las riendas al tordillo… y la cabeza se le fue durmiendo en el pecho, buscando taparse de la lluvia…
Soñó que cruzaba por el puente “de las cruces”, por el molino de los Bressán, por la tapera de los Montenegro.
Ya estaba aclarando y había dejado de llover, cuando el tordillo se detuvo frente a la tranquera cerrada.