De la caja plana del camión
bajan como en un copamiento militar
decenas de gitanos a la playa:
las mujeres y los niños al agua
corriendo entre las lonas
los hombres al muelle, bajo los sauces
a tomar cerveza del pico con los pantalones
arremangados y las camisas abiertas.
La euforia penetra como el miedo
en el ruido casero del verano
–arenas doradas sobre el río
cada uno ejerce: el calor, los jugadores de vóley
el olor a bronceador, los cuerpos trabajados
sombreritos mojados en las cabezas
la cantina y badbunny saturado–.
El desprecio comenzó a crecer
desde el instante en que la trompa
asomó en la loma polvorienta
y se hizo patente cuando se zambulleron vestidas
pero al salir del agua las gitanas
jóvenes con la ropa traslúcida pegada
lo que hubo fue electricidad.
Tantos años de pulir un modo de ser
litoraleño en occidente, ¿para qué?
La excursión duró lo mismo
que las quilmes apenas frescas en el muelle
y al silbido de un petiso, todos arriba.
A veces la poesía es como ese momento en que se deja
de escuchar el motor pero todavía se ve el camión
y tal vez recién ahora comienza este poema
porque lo primero es una anécdota tangible
y cuando los gitanos desaparecieron
la tarde ya estaba trastocada
pero el espesor es difícil de nombrar
y lo que quiero decir creo que es esto:
al lado de una rama que parece una víbora
siempre hay una víbora.
De A los techos (Borde perdido editora, 2020)