El humo de los trenes penetraba
las paredes de las casas,
el corazón caliente del ladrillo,
el revoque tibio
y andaba por el mate amargo
como un cáliz con ángeles dormidos.
Llegaba el humo hasta las bocas,
bajaba hasta el alma
o subía
hasta los ojos
o entre las arrugas de la vieja gente
hacía su nido, su pétalo celeste.
Yo andaba detrás del humo de los trenes
con mi niñez corriendo,
agazapado
para apresar el canto oscuro de las vías,
la desenfrenada
soledad de los vagones.
Están siempre los trenes recorriendo
un metálico círculo,
una telaraña de carbón
en mi infancia, en mi voz aguda
y alta
como un árbol
de humo, de humo viajero, de interminable humo.
De “Los cielos diferentes” (1983)