El cantante de rock sostiene con dificultad un porro entre sus dedos. Está enfermo. Su mirada tiene el tímido resplandor de una lejana rebeldía. Ha pedido que sus restos sean cremados y sus cenizas, arrojadas al viento. Las cámaras de televisión enfatizan los estragos del sida. Sonríe a veces y a veces dice cosas incoherentes para colaborar con la leyenda.
Dos meses después, contemplamos la ceremonia. En un paraje solitario de verdes acentuados y cercano al mar, un viento feroz dispersa el contenido de una pequeña urna. Parte de las cenizas atraviesan la pantalla y caen en el living de mi casa. Mi hija las recoge y guarda en una cajita. Por las noches, me cuenta, cuando está aburrida y triste levanta la tapa y escucha. Escucha la voz del cantante, la voz del cantante que canta canciones nuevas, que sigue resistiéndose a la muerte.
De “Las armas que carga el diablo” (1996)