COLGADO DE LOS TOBILLOS (LA HISTORIA DEL GAUCHITO GIL) - CAPÍTULO 2

Todos tenemos una manera de mirar el mundo. Tal vez sólo existan (pensaba él ahora) distintas maneras de mirar el mundo. Él lo había visto siempre de pie. Ahora lo habían puesto cabeza para abajo, ahora estaba más cerca del suelo, más cerca de los pies que de los ojos. Si hubiera sido posible vivir siempre así, imaginaba, tal vez nunca hubiera llegado a ser el que es, el que todos creen que es. Del mismo modo, si él no hubiera nacido aquí, a cinco leguas de este espinillo, si no hubiera escuchado nunca el silencio rumoroso del monte, si no hubiera sentido jamás tanto sol a pique, tal vez su manera de mirar el mundo no lo hubiera llevado a esta tarde final. O tal vez sí, cómo saberlo. ¿No lo hubieran rebelado, acaso, tanta miseria y desigualdad, tanta gente usada para provecho de unos pocos, tanta muerte innecesaria, tanta politiquería ladina?  Porque el mal estaba en todas partes, como la peste.

          -A los gauchos retobados como vos los curamos a lonjazos- le había dicho alguna vez Zalazar. Mejor dicho: la última vez que se cruzaron, en la fiesta de San Baltasar, cinco años atrás. El otro no se había animado a hacer nada a pesar de que en un principio se mostró decidido. Todavía él no era la leyenda que la vida y los rumores habían tejido. Todavía podía caer a cualquier boliche de Mercedes y tomarse una caña paraguaya con el paisanaje. Zalazar tampoco era todavía el jefe departamental, solamente un guerrero astuto y malicioso al servicio de un caudillo de la zona.

- Me han dicho que te andás desbocando – fue lo primero que le dijo en cuanto lo vio en la fiesta – agradecé que no te hago fusilar por desertor.

          Era cierto. Había desertado tres meses atrás. No quería seguir más defendiendo una causa que no era la suya, ni estaba clara para nadie, sólo para los poderosos que se disputaban vacas y tierras y usaban de moneda la sangre de tanto paisanaje inocente.

           Él sabía, como sabían todos, que desertar era un mal ejemplo para la tropa, la rebeldía más alta, el fin de toda disciplina y que ese atrevimiento se pagaba con la muerte. Se era guerrero o cadáver.  Nadie tenía tiempo ni voluntad para revisar estos principios. Ahí estaban desde siempre, desde que é1 tuviera memoria. Así había perdido a su padre y a tres hermanos. Carne de trabucos. Osamentas para los cuervos, tierra y poder para los ricos.

Ahora, cabeza para abajo, él siente que siempre estuvo así, con la mirada invertida. Él miraba lo que los otros no podían o no querían ver. Era más fácil, seguramente, agachar el lomo y bajar la vista. Tener siempre a mano un plato de carbonada, cigarros, caña y entonces pelar el cuchillo cuando el patroncito lo requiriera. ¿Qué más puede pedir un gaucho? Era más fácil hacerse de una hembra o de muchas, después de un combate. A veces, sólo bastaba con tomar por asalto la estancia de un opositor, achurar sin asco a los peones, violar a las chinas y empedarse sin límites y vivar a los colorados o a los celestes o a quien carajo sea. Esto nadie se lo había contado, lo había vivido.­

          ¿Él era distinto de los otros? ¿De qué madera estaba hecho? Había desertado porque no le cabía en el cuerpo tanta desgracia y atropello. Había desertado porque era un gaucho retobado, como le dijo Zalazar. Un gaucho retobado, gracias a Dios, pensaba él, mientras sentía el filo del cuchillo hundiéndose en la garganta.