Presentación de “La piedra azul” (1991)
(…) “Busqué en el Lapidario de Alfonso El Sabio todas las piedras azules, y encontré ésta:
“De la piedra que tiene nombre quetinee.
Del XXIIIº grado del Signo de Virgo es la piedra a que dicen quetinee. Es hallada cerca del monte Sinaí. De naturaleza es fría y seca y e color de azul, mas no es tinta y tira a oscura. Áspera es de tiento, fuerte y dura de quebrantar, y hay en ella algo de astringencia. Su propiedad es tan que si la molieren ya la mezclaren con zumo de verdulagas y untaren con ella el pergamino que sea escrito, borrase las letras de él de modo que no aparezca allí ninguna de ellas, y el pergamino quedará tan claro y tan limpio como fue de primero, a esta piedra no le hallaron otra virtud sino ésta”
“Yo creo que esta Piedra Azul del libro cumple acabadamente su misión.
Alfaro tiende hacia la belleza psicológica, que hay en nuestra vida íntima, mediante la secuencia de circunstancias virtualmente compartidas. Aviva en nosotros esa “belleza que está en el fondo de nuestra memoria”. Y entonces la Piedra Azul cumple su cometido: borra la escritura del poema y nos deja a solas con nuestro propio encantamiento. Esta escritura, a pesar de su aparente inocencia, es también escritura de palimpsesto.
Urdida la trama sutil y subterránea, el poema emerge con la frescura de una vertiente míticamente campesina: illus tempore, paraíso perdido, edad recuperada, futuro que se halla en el pasado, porque en él solamente fuimos libres y anchos y felices como un panadero de cardos, desobedientes y dorados como el girasol de las banquinas. Y el poeta es el padre que juega con sus hijos, y es el hijo que juega con su padre y le interroga:
“¿O es cierto, padre,
hermosamente cierto,
que los dos fuimos niños al mismo tiempo
y viajamos juntos
en una burbuja azul
por toda la tierra? (El viaje)
O le dice al hijo:
“Ven, toma mi corazón, esta pelota de colores,
y vamos a jugar. Este año es un domingo.” (Paulina)
Eso es literatura entrerriana. Que no es poco. Sólo una hondísima comprensión del río, de todos los ríos, Heráclito incluido, puede dar esa lucidez de comprender, súbitamente, que si miramos corre el agua es porque nuestros ojos corren con ella.” (…)
“Alfaro (…) es capaz de decir contra toda melancolía:
“Qué gusto a luz en todo lo que pasa.
Qué limpia la razón de la alegría.
Lástima que el amor no junte a todos
los que se fueron, los que vendrán un día.
Pero qué linda mañana de otoño, este domingo.
Da gusto caminar sobre las hojas amarillas” (Otoño)
Y no hay melancolía, porque la infancia -no como estadio físico- sino como esfera sicológica, es recobrada como naturaleza aún presente:
“Hoy pudo ser un día como tantos,
pero en m i hombro se asentó una mariposa
y me acordé del campo,
cuando éramos afluentes del linar
y teníamos sombreros y caballos.” (Hermano mayor)
como aire del campo, donde siempre el aire es tiempo, porque trae y lleva soles, nubes, pájaros, tormentas:
“Mi corazón es aire todavía:
sube en la tarde, como un panadero,
y el campo, suavizado de corderos,
lo está tentando con la lejanía.” (Angelus)
Las metáforas, de pura sencillez, se vuelven cosmogónicas, y Alfaro recobra por el fuego:
“La arboleda se acerca a nuestra casa. Se oyen rezos.
Mi madre enciende el fuego, nos da un beso
Y algo asciende hacia Dios en la humareda.” (Angelus)
La recuperación sicológica de la belleza percibida en un campo de infancia, instantáneo y permanente, da la sensación de que Alfaro escribiera como en un estado de meditación, de ensoñación. Nos habla, y sentimos que algo brota. Hace un silencio, y el agua fluye desde un secreto rincón de nosotros mismos. (…)
Miguel Ángel Federik (Villaguay, 1991)