NIÑOS

La cabeza flotaba en la espuma de tules. Parecida a la de un santo. Y según como se la mirase, parecida a la de una novia envuelta en su velo.

Los ojos dormidos, la boca floja sin dientes ni palabra, las mejillas hundidas con la piel pegada a los carrillos.

Se veía tan independiente, perfectamente recorada, que por un momento penséque estaba separada del cuerpo.

Para poder mirarlo de cerca, Niño Valor y yo nos pusimos en puntas de pie y nos agarramos del borde del féretro con sumo cuidado, temerosos de que el menor movimiento fuese a derramar la muerte y nos salpicase los zapatos nuevos, los zoquetes blancos, las ropas de cumpleaños.

Nunca habíamos visto un muerto de verdad.

Temprano habían despejado el comedor de la hermosa casa de JoséBertoni, lavado el piso, arrum- bado todos los muebles en el dormitorio y quitado los cuadros de las paredes para que las mujeres de las estampas dudosamente orientales no alterasen la sobriedad de la sala. Sólo quedaron en dos hileras de tres, las seis sillas del juego de fórmica.

Era verano.

La manzana quedósin flores. Las vecinas caían abrazadas a los ramos. Rosas, hortensias, malvones. Cubiertos los escotes con la mantilla azul de las glicinas. Oculto el pellejo de los cogotes tras las varitas de retama florecida. Sucias las faldas de hojas y espinas y cabos y pétalos sueltos; el olor de los sobacos mezclado al de las flores y el incienso. Nada excitaba tanto su generosidad de jardineras como un velorio en ciernes.

Enmudecieron todas las radios y televisores de la cuadra, el afilador de cuchillos dejóde soplar su silbato. El runrún de las avemarías salía por las puertas y las ventanas abiertas ganando la calle como una manga de langostas. Hasta los perros fueron mandados a cucha y obligados a callar. Sólo los gorriones siguieron con sus cosas, chillando, apareándose en los cables de la luz y revolcándose en la tierra suelta de la calle.

Se estaba velando a un hombre en lo de JoséBertoni y todos estábamos de duelo.

De cuando en cuando la Cristina, hija del difunto y novia jovencísima de JoséBertoni, se arrastraba hasta el cajón, apenas sostenida por sus fuerzas, y derramaba la catarata negra de su pelo sobre el sudario blanco de su padre. Presurosas acudían las vecinas a sacarla, tironeándola de los hombros, de los brazos, y casi en vilo la llevaban a su silla y le daban cucharitas de agua con azúcar para devolverle el alma al cuerpo.

Estaba preciosa la Cristina con el vestido negro que le prestómi madre y que le quedaba chico. Los pechos grandes a punto de caerse del escote. Era una doliente hermosa y patética: desarreglada la oscura cabellera, las ojeras pronunciadas, brillantes las pupilas arrasadas por el llanto.

Una tensión erótica atravesaba el aire como ocurre siempre en la desgracia. Las tetas caídas y estriadas de las vecinas, de golpe, parecían llenar los corpiños. Se endurecían los traseros como botones de rosa. Goteaban mieles de camatílos muslos. 

 

Niños (2005, Editorial de la Universidad de La Plata)