“ME INTERESA LA ESCRITURA HÍBRIDA, PORQUE LAS CATEGORÍAS YA QUEDARON VIEJAS”

En esta entrevista, la escritora entrerriana -autora de “El viento que arrasa”, “Chicas muertas” y “No es un río”, entre otros textos- cuenta sobre las posibilidades y límites de una literatura transformadora, sus estrategias de creación y la influencia feminista en parte de su obra.

 

Se sabe que la literatura no es solo una forma de pasar el rato, de entretenerse o abstraerse, aunque también pueda serlo; que no es solo un sitio único para buscar conocimientos y experiencias, aunque también pueda crearlo; que no tiene por qué ser de utilidad ni brindar herramientas para que algo cambie o sea de otra manera, aunque también suceda. En este sentido, y sobre todo cuando ocurre algo de aquello último, ¿cómo crear desde la literatura nuevos espacios, caminos y perspectivas, sin ser propagandístico? ¿Es posible? ¿Cuándo un texto logra introducir en el "campo de lo sensible", al decir del filósofo francés Jacques Rancière, algo nuevo o distinto para que forme parte del universo visible, decible y pensable? ¿La literatura contemporánea conserva su fuerza para irrumpir y transformar?    

Sobre ello y otras cuestiones que se insertan en la temática -el poder de la literatura, los géneros, el canon, la política, la crítica-, conversamos con la escritora entrerriana Selva Almada, quien, a partir de su obra, sus estrategias de escritura, la influencia feminista y sus lecturas, reflexiona acerca de la posibilidad y los límites de la literatura como arte transformador.  

Nacida en el pueblo entrerriano de Villa Elisa en 1973, Selva Almada es una de las escritoras más renombradas del escenario literario argentino. Comenzó estudios de comunicación social en la ciudad de Paraná, pero la curiosidad y vocación literarias hizo que reorientara su perfil profesional. Desde el año 2000 vive en la Ciudad de Buenos Aires y, actualmente, ya cuenta con más de diez libros publicados entre novelas, cuentos, crónicas y otros de no ficción. 

Su primera novela, El viento que arrasa (2012), despertó el interés de la crítica y el público, y fue reconocida con el First Book Award, otorgado por el Festival Internacional del Libro de Edimburgo. Mal de muñecas (2003); Una chica de provincia (2007); Ladrilleros (2013); Chicas muertas (2014); Los inocentes (2020), entre otros, posicionaron a Almada como una de las narradoras más notables de su generación. 

Su obra fue traducida al francés, inglés, italiano, portugués, alemán, holandés, sueco, noruego y turco, y recibió varios otros reconocimientos. Entre ellos, logró ser finalista del Premio Rodolfo Walsh, por Chicas muertas; y finalista del Premio Tigre Juan, por Ladrilleros.

 

-Viviste durante tus primeros años en Villa Elisa, un pueblo de Entre Ríos bastante tradicional, donde tal vez había una suerte de molde en el que tenías que encajar. ¿Pensás que la literatura fue una vía de escape? 

-Sí, creo que la lectura de literatura, durante la infancia y adolescencia, fue para mí una vía de escape. Pero no solo porque viviera en un pueblo pequeño y conservador, sino porque era y soy una persona muy tímida, me cuesta mucho entablar relaciones sociales. Entonces, la lectura era también una especie de refugio. Cuando estás leyendo un libro, no tenés que hablar con nadie. De repente, estar leyendo en los recreos era no pensar en la timidez y acercarme a otras personas. Además de eso, por supuesto, ya me gustaba mucho leer: me parecía el plan más divertido del mundo. Así que sí, era vía de escape, pero también era lo que me gustaba hacer. No había otra cosa en el mundo que me divirtiera más que un libro. Sí es verdad que al leer mucho, la lectura te abre mundos, universos y la cabeza. Puede sonar remanido, pero sabemos que es cierto. Entonces hay un montón de prejuicios, preconceptos o cosas que quizá se creían en el pueblo o muchas de mis compañeras que eran así y que a mí, leer tanto me hacía ver que otros mundos y otras vidas eran posibles y había otras maneras de entender el mundo, de pensar, de mirar. Seguramente, gracias a la lectura, también me volví una persona desprejuiciada. Seguro que sí.  

-¿Qué autores leías?

-Primero leía lo que había en la biblioteca de la escuela primaria. Leía mucho de ahí y eran estos libros que se llamaban de literatura juvenil: Louisa May Alcott, Conan Doyle, todo los libros de la colección Robin Hood y Billiken. Eran los que estaban a mano y los que me compraban mis padres. Después, durante la adolescencia, me hice socia de la Biblioteca Popular Mitre, que era la biblioteca del pueblo, y leía muchas novelas, muchos best-sellers. No eran lecturas canónicas, sino más bien lecturas pasatistas, entretenidas, novelones, policiales, libros como los de Wilbur Smith, Lawrence Sanders, etc. 

-¿Creés que la literatura puede proponer otras perspectivas, otras formas de ser y hacer, sin ser panfletaria?   

-A mí me parece que la lectura misma, el acto de leer en sí mismo te abre sin dudas otras perspectivas. Cuando se lee mucho, se entiende que hay otros mundos posibles, que hay otras miradas. Leer lo que se lea siempre siempre abre la cabeza. Siempre, por supuesto, hay determinados libros que pareciera que están escritos para uno. Es parte de la experiencia de quienes leemos y, seguramente, nos ha pasado más de una vez. Ahora que eso esté planeado por el autor o la autora del libro... Ahí es cuando creo que la literatura se convierte en algo panfletario o didáctico. Y a mí personalmente, tanto lectora como escritora, deja de interesarme; cuando veo que está en primer plano lo que el autor o la autora me está queriendo decir sobre determinados temas, situaciones o asuntos. Porque lo que busco cuando leo no es a alguien me dé directivas de vida, sino que me construya un mundo, que yo me quiera meter en ese mundo, conocer sus personajes, acompañarlos y, en todo caso, sentir que estoy ahí, vivenciando lo que les pasa. Pero no que me diga dónde tengo que mirar o que los personajes me estén diciendo qué es lo que tengo que pensar de las cosas. Incluso coincidiendo. Me ha pasado de leer libros en los que coincido con esas miradas, pero digo: “Bueno, no, dejá de señalarme, de subrayarme”. Eso no me interesa.      

-En ese sentido, ¿cómo es la construcción literaria para dar con cierto tono (realista, transgresor, utópico, etc.)? ¿Va apareciendo de a poco o existe un diseño/plan previo?

-Para mí el tono es la escritura. En mi caso, muchísimas veces, lo encuentro después de escribir la primera página o el primer párrafo. Siempre digo que después de escribir esa primera página o primeros párrafos, tiene que estar el corazón del relato. Entonces, es en lo que más trabajo; pero no si eso después se transforma en algo realista o distópico o en otra cosa. En ese sentido, no me interesan mucho los géneros. Al contrario, me interesa más una escritura híbrida, más que algo que se pueda clasificar rápidamente como un texto realista, fantástico, terror, etc. Me parece que son categorías que, para mí, han quedado un poco viejas. Entonces el tono, en mi caso, no tiene que ver con buscar cierto efecto de algo, sino con esa puerta que se abre a la voz de ese relato. Y esa voz no es solamente el lenguaje, más allá de que todo relato está hecho solo de lenguaje. Me refiero a que no es solo las palabras que voy a usar, sino al relato como un sistema u organismo que funciona de una manera completa y compleja, donde no es solo cómo lo escribo, cómo lo digo, sino también cómo son esos personajes, qué hacen, qué piensan, qué sienten, qué es lo que van a proponer en ese mundo que se abre cuando se empieza a leer un relato. Por lo general, en cuanto a las tramas no tengo ningún plan previo, sino que empiezo por alguna pequeña situación o estado que actúa como disparador y, después, se van construyendo en el transcurso de la escritura. Es como si ese relato o trama se fuera revelando de a poco, como se revelaban antes las fotos de película, que ibas viendo encima del cartón cómo empezaba a aparecer la imagen.       

-En relación con esa estrategia de escritura, ¿hay que empezar con un tema en cuestión o con personajes (u otros elementos de ficción) que nos digan, después, cuál es ese tema?

-En cualquier relato, el tema es lo de menos. A veces viene gente a los talleres y dice que quiere escribir una historia sobre tal tema. Y la verdad es que, a mí, el tema no me importa, me tiene totalmente sin cuidado. Hay que escribir y el tema aparecerá solo; el tema lo detectará el lector o no. Es un poco lo que decía antes: en relación con el tema, cuando está todo tan en primer plano, aquello que el autor o autora pretende decir a mí me aleja inmediatamente. Pensar la escritura desde el punto de vista temático es algo que me aleja, cuando viene como propuesta en un taller e, incluso, en mi propia escritura. Creo que no podría escribir desde y por un tema. No me interesan mucho los temas. Que después uno lea un relato, y vayan apareciendo o detectándose cosas es distinto, porque la escritura, de alguna manera, se va completando también con el acto de lectura que hace cada uno, a partir de su propia experiencia. De hecho, por ejemplo, los lectores (desde los que leen por placer hasta los más especializados como críticos y académicos) descubren cosas en los relatos que yo, muchas veces, no había pensado para nada. Y creo que esa es la idea de la lectura como un acto creativo y como un acto que viene a completar la escritura de otro.      

-Entre muchos de esos temas, has escrito sobre feminismo. ¿Podemos hablar de una literatura feminista en tu obra o es una arista más en el amplio abanico de la condición humana?

-Tengo un libro que se publicó en 2014, Chicas muertas, que es una investigación sobre tres femicidios que ocurrieron en distintos pueblos de Argentina durante la década del ochenta. Las víctimas eran adolescentes, en una época en la que yo también era adolescente. Entonces, el libro indaga un poco en la cultura machista que permite que una mujer sea asesinada, en la trama que se arma a partir de pequeños actos, minúsculos, que están y estaban, sobre todo hace treinta años, muy naturalizados. Y hasta los podíamos mirar con tolerancia, porque así también nos habían formado: a ser tolerantes con este tipo de actos misóginos. Pero también esos actos pequeños y, aparentemente no inofensivos, pero sí tolerados, eran los que terminaban tejiendo esa red que, después, permitía la violencia de género en su máxima expresión, que es el femicidio. Y lo quería contar porque conocí de cerca uno de esos femicidios. Pero más allá de que quería escribir sobre eso, la verdad es que mucho del libro fue apareciendo y revelándose más espontáneamente. Me refiero no tanto de lo que iba a contar -sabía que iba a ser sobre los tres femicidios-, pero fueron apareciendo cosas de mi propia autobiografía que están también en el texto. Así que sí, creo que el libro puede leerse como una obra feminista, aunque cuando lo escribí no estaba muy segura de ser feminista. Es decir, sentía que habían un montón de vínculos entre cuestiones que pensaba y que eran feministas, pero no sabía si yo me podía autonombrar feminista. Sobre todo porque fue hace diez años, pero por suerte los feminismos en esta última década, la visibilización que tienen nos hicieron dar cuenta de que podíamos ser feministas sin marco teórico o feministas espontáneas. En ese momento, sentía que no había leído lo suficiente como para decir que era feminista. Por supuesto que las lecturas y el marco teóricos son muy importantes, pero también hay todo un universo de pequeñas acciones y acciones cotidianas que te forman como feminista, además de las lecturas.          

-¿Actualmente, podemos decir que haya una literatura particularmente feminista?  

-Sí, creo que la hay. Yo no me encuadraría ahí de manera tan rígida, pero por supuesto que la hay, sobre todo desde la teoría y el ensayo, donde aparece más claramente. También desde la ficción. Por ejemplo, El cuento de la criada: un libro que durante el último tiempo volvió con mucho auge. Y claro, es una distopía feminista, o escrita desde una perspectiva feminista, o escrita por una feminista. Pero por mi parte, trato de desmarcarme, porque la verdad es que, en mi caso, soy una escritora y soy una feminista. Prefiero que mis libros se lean como literatura a secas. Después, habrá lectores que vean, que sientan, que lean entre líneas cuestiones más relacionadas con mi vida civil de activismo, de feminismo, de cosas que pienso sobre distintos temas. Pero no me interesa que mis libros estén en un estante de literatura feminista. 

-¿Desde allí, se pone en jaque cierto canon para moldear la regla general? ¿Hay resultados en ese intento? 

-Más allá de la literatura feminista, todo lo que se transforma en canon me parece que, en ese preciso instante en que se transforma en canon, hay que ponerlo en jaque. No comparto esa idea de que un grupo de personas haga un recorte de lo que sería bueno que todos leyéramos. Quizá, porque mi formación lectora tiene que ver más con lo popular, con la curiosidad, con buscar y de no haber tenido mucha guía acerca de qué es lo que había que leer. Entonces la idea de canon siempre me da ganas de patearla cada vez que aparece. Siempre, siempre hay resultados en el sentido de que todo el tiempo hay gente que está leyendo textos fuera del canon. De esta manera volvemos a esa idea de pensar la lectura como un acto creativo. Pero no me parece que esté bueno que el canon de la Universidad esté conformado en su mayoría por escritores varones. Ahí sí me parece importante que se introduzca en ese canon la escritura de las mujeres, de las disidencias. Es algo que tiene que pasar, porque una persona que va a estudiar literatura no puede tener las lecturas sesgadas o leer solo a los varones. De hecho, está sucediendo; bastante lento, pero sucede. No se puede pensar que la literatura argentina o la literatura universal la hicieron solo los hombres. Y en ese sentido, en la lectura como acto libertario, individual, de entretenimiento, etc., todo el tiempo los, las y les lectores se salen del canon y arman sus propios altares, circuitos y recortes. Todo eso, por suerte, convive y ha convivido siempre con el canon.        

 

Tomado de: https://www.cultura.gob.ar/selva-almada-9695/