EN ENERO LOS DURAZNOS

EN ENERO LOS DURAZNOS rojos y amarillos iluminan el monte.

      El aire es pesado de olores y la luz reverbera en las cosas.

       Es la hora de la siesta.

       Mis pies desnudos pisan la tierra caliente que se mete entre mis dedos, piso las afiladas agujas de pino, atravieso la higuera de hojas verdes,  oscuras.

       Llego al monte de duraznos, una gota de sangre se coagula en mi tobillo y me arden los brazos y las piernas cruzados por rasguños. Me detengo tapando mis ojos con la mano, separo los dedos, dejando un resquicio por donde miro el sol que cae como una rasgada tela con puntas finas que se clavan en mi piel.

       Rodeo cada planta, busco los duraznos más maduros, me siento sobre el pasto ralo y seco, muerdo y el jugo me corre por los brazos, cae sobre mis muslos desnudos, hebras de pelo rubio se me pegan a los labios pegajosos y dulces.

        Me acuesto sobre el pasto caliente, estiro las piernas, los brazos laxos a los costados, toda yo en contacto  con la tierra, pegada a la tierra, mi cuerpo indolente como echando raíces, quieta, mis ojos siguen el vuelo de las abejas, me adormece el zumbido de esas alas levísimas, me arden las mejillas y los muslos.

       Escucho voces mezcladas, algunas llaman a las gallinas que cacarean, mi madre ríe, la recia voz de papá ordena.

       El silencio ha terminado, la máquina se está poniendo en marcha.

       Doblo las piernas, me siento, me levanto, tengo las manos pegoteadas de miel y tierra.

      Entro a la penumbra  de la casa por la despensa, está más oscuro que el resto, tengo miedo, en los estantes, en los aparadores, entre las cajas apiladas, ojos me miran, todo parece tener ojos, siempre que cruzo este lugar y el comedor, me recorre un escalofrío, espero que alguien me ponga una mano  sobre un hombro.

       Lavo más o menos mis pies, las manos, la cara, me recuesto sobre la alfombra de tejido vasto.

       Es enero y yo andaré por allí y seré Alicia entrando a otro mundo por el agujero de mis ojos cerrados.