La albina

Cuento premiado en el Certamen Literario Provincial "Entre Orillas"; 2021

 

—Frená un poquito acá —dice Francisco—. Pará en la banquina, dale.

            Estaciono. Bajo el volumen del estereo. El sol pega derecho en el parabrisas y por efecto de la colisión se forma en el vidrio un sol chiquito.

            El sol chiquito temblequéa al ritmo del motor.

            Francisco es aficionado a la fotografía, no fotógrafo. No permite que lo llamen así y siempre explica la diferencia entre uno y otro. Mete el ojo en la cámara, una Nikon semiprofesional que cuida como oro. Mete el ojo en la Nikon y con la mano izquierda calibra el lente. Lo gira despacio, sutil, para un lado y para el otro, como si fuera la rueda de una caja fuerte. La diferencia es que del otro lado no hay nada. Una foto de mierda que nos hace perder tiempo.

—Apagá el auto —me dice—. Tiembla todo.

El sol chiquito queda quieto y empieza a quemar de a poco. Sin el aire acondicionado en cuestión de minutos va a ser insoportable estar acá adentro. Le digo a Francisco que se apure pero no me da bola. Parece que no solo metió el ojo en la cámara, sino que se metió él entero y ahora es una cámara con un hombre adentro.

Bajo para estirar las piernas y meo mirando hacia la ruta porque no viene nadie. Desde hoy a la mañana que no viene nadie; vamos solos. Hay silencio, calor y una cosa rara en el ambiente. Pero el silencio no es total, se escuchan los disparos de Francisco, uno tras otro. Después viene un sonido medio robótico que captura la imagen y por último un botoneo histérico.

—¿Cuántas vas a sacar? ¿No te sirve una sola? —le pregunto.

—Pará, salame —dice y gatilla otra vez—. Mirá, mirá lo que es.

            Es una estación de servicio de mala muerte, una prueba más de que el tiempo no pasa igual en todas partes. La foto es buena pero no se lo digo porque si no se agranda. Él hace las observaciones, que la luz, la sombra y las partículas de polvo y arena que logró captar

            —¿Te das cuenta? —dice—, es la típica estación de servicio abandonada de las pelis de terror.

            Es cierto, tiene razón. Ahora la miro por la ventanilla y es verdad. Pero me parece que no está abandonada. Me discute que sí, que está abandonada, pero no parece muy convencido. Algo de cierto hay en lo que dice, y es que no sabemos cómo son las cosas en este país, tal vez las estaciones de servicio se habitan de manera diferente.

            Resuelvo la cuestión, mejor echar un vistazo y dejar de discutir boludeces. Mientras tanto aprovecho para jugarle una apuesta a mi primo, que si está abandonada yo pago la cena de esta noche.

No me la acepta el muy cagón.

            Estaciono abajo de una media sombra verde, al costado de lo que parecen ser los baños. Hay un cartel en la pared, supongo que dice Baños, Damas o Caballeros. No puedo entender por qué usan estas letras, tan nada que ver a las nuestras, si hablamos el mismo idioma.

            Francisco baja con lentes de sol y la cámara colgando del cuello. Tiene toda la pinta del turista yankee que se pasea por el tercer mundo. Cuando habla es lo peor, modula un acento capitalino exagerado que se hace odiar. Con el celular le saca una foto al cartel del baño y una app traduce el texto. Sanitarios, dice. Intento memorizar esas letras, la primera es una ese, la segunda una a, la ene después. No quiero decir nada, pero ahora soy yo el que piensa que este lugar está abandonado.

            La puerta de la tienda es un vidrio sucio con un cartelito que cuelga del lado de adentro. Es un cartel de Abierto/Cerrado pero no sabemos qué dice. Hago memoria, intento recordar cómo era la a de Sanitarios pero no me sale. Ya no aprendo. Francisco saca otra vez el teléfono y apunta pero alguien aparece. Es una mujer, nos saluda desde atrás del mostrador.

            Entramos y se prende la luz como si la puerta fuera el interruptor. Adentro suena una música que no pega con nada. La luz pálida de los tubos fluorescentes expande el lugar y descubro que es más grande de lo que parecía. La mujer se va por una puerta que debe dar al depósito o cocina.

 Vuelve enseguida y saluda. Se coloca un delantal color mostaza y pelea intentando hacer el nudo, después lo estira con la mano; las arrugas no se van.

            Es albina. Un rojo lastimero alrededor de los párpados y de la boca es el único color que ostenta. Tiene un gesto primitivo, hay algo de mono en su cara. Francisco le pide permiso para fotografiar el lugar y le comenta de nuestro viaje. En un rato le va a proponer retratarla, estoy seguro. La albina se entera de que no le vamos a comprar nada y se decepciona. Ya no somos clientes, sino una molestia. Pienso en qué puedo llevar pero no se me ocurre nada. Tampoco tengo efectivo en moneda local, tendría que haber cambiado plata antes de salir.

            Francisco busca conversación mientras saca fotos, no respeta su desilusión. Ella responde, sonríe, tiene los labios resecos, partidos. Me doy cuenta de qué es lo que sucede con su cara, es un problema de coherencia entre forma y color. No tiene las facciones indicadas para padecer de una piel tan clara. Lo mismo me ocurriría a mí, criollo con algo de árabe, si me decoloraran hasta ese punto. Con Francisco sería distinto, él ya es rubio y muy blanco, parece mentira que seamos primos hermanos.

            Hay tres góndolas, una heladera, dos mesas con dos sillas y una cigarrera con seis paquetes. Todo está prácticamente igual, vacío y blanco. En el bolsillo pequeño del jean encuentro un billete que no recuerdo haber guardado. Puedo comprar algo, un agua tal vez, pero la heladera está apagada y si la abro va a salir un olor a encierro fatal. Una botella caliente dentro de una heladera da una sensación horrible, como tomar agua fría en una taza de café. Tal vez sea otro problema de coherencia. La mujer me mira, no te voy a comprar agua, me gustaría decirle. Pero algo voy a llevar, todavía no sé qué.

            Finalmente llega la pregunta de Francisco. La albina no sabe qué responder, no entiende a qué viene la propuesta. Es que es difícil de entender por qué alguien de la gran ciudad querría fotografiar a una mujer del interior de otro país. Parece estar de acuerdo, sonríe. Tiene dientes grandes y perfectos pero no tan blancos como su piel. Lo mira primero a Francisco, después a mí y vuelve a mirar a Francisco. Niega, sonríe, asiente. Dice que sí y se sofoca de vergüenza.

            Me incomoda la sesión de fotos así que mejor me voy afuera y los dejo solos. La albina me da un manojo de llaves y me indica cuál es la del baño. Esta es, me dice. Son todas iguales para mí. Al segundo intento doy con la correcta. La luz del baño no anda pero con el sol que entra por la puerta es suficiente. Es un baño chico de un solo inodoro, un mingitorio y una canilla, todo con olor a naftalina. No tiene espejo pero me doy cuenta de que lo tuvo en algún momento, se nota la marca de silicona sobre los azulejos del lavamanos y los pequeños soportes de metal ya oxidados.

            Hay una gotera, la escucho pero no sé de dónde viene. De la canilla no es, claro, la toco y está seca. La abro y tose dos veces. Tres veces. Hace un ruido áspero, una arcada. Salen dos chorros entrecortados y otro más. Ahora sí, sale continuo y firme, con buena presión. Meto las manos y le doy forma al agua. Mojo las muñecas y la nuca. Me doy cuenta de que estoy haciendo tiempo, de que no vine al baño a hacer nada porque hace unos minutos meé en la ruta.

Salgo.

 

            Parece que a la albina le gustaron las fotos. Sonríe sorprendida. Francisco está del otro lado del mostrador, junto a ella y los dos miran la pantalla de la cámara. Él se detiene y hace comentarios técnicos, explica algo referente a la luz y cómo funciona el diafragma. Me muestra la foto, soberbio. No sé quién está más orgulloso del resultado, si la modelo o él. Me adueño de la cámara para ver de cerca la imagen.

            Me sorprendo de verdad. Parece mentira pero de alguna manera logró darle color a esta mujer. Claro que uno se da cuenta de que es albina, pero de todas formas el resultado es asombroso. Francisco me dice que mire las otras fotos, que sacó varias y que las anteriores están mejor. Las paso una tras otra, solo me interesa la primera.

            La albina está contenta y se muestra simpática, sobre todo con Francisco. Dice que por el lugar pasa más gente de lo que parece pero que hoy somos los primeros en entrar.

            —La gente de la zona hace las compras acá.

            Le pregunto si por estos lados vive mucha gente.

            —Sí, en el pueblo —contesta.

            Francisco le pregunta si vive ahí, en el pueblo. Dice que sí y no, que a medias.

            —Durante la semana suelo quedarme acá —explica.

            No digo nada, apenas levanto las cejas en señal de interés. Hay que volver a la ruta y no perder más tiempo. Pero el idiota de mi primo le ofrece las fotos, que si quiere puede pasárselas a la computadora. La albina acepta y enciende la PC. El gabinete se sacude al arrancar, es una máquina vieja, me juego que tiene Windows XP pero no veo la pantalla así que no puedo asegurarlo. Esperamos un rato en silencio hasta que termina de iniciar. Francisco busca y no encuentra el puerto para insertar la tarjeta de memoria. La albina levanta los hombros, no tiene idea de qué es eso.

            —Creo que no tiene —dice—. Voy al auto a buscar el cable.

            Sale y al abrir la puerta suena una campanita que no recuerdo haber escuchado antes. La miro hasta que deja de sacudirse y escucho la puerta de mi auto. El boludo siempre la azota más de lo necesario.

            Vuelve con el cable y lo conecta en la parte de atrás del gabinete. La albina le ofrece una silla pero él no la acepta, prefiere encorvarse hasta quedar a la altura de la pantalla.

—Va a tardar un ratito —dice.

Compro una revista cualquiera que me llama la atención por la imagen de la tapa y unos maníes salados. La albina solo me cobra la revista. Le insisto por los maníes y me dice que no. Saludo y me voy. Atrás mío sale Francisco.

 Al parecer la campanita no suena todas las veces.

 

La ruta nos vuelve a tirar para adelante. Sin curvas, sin gente, tórrida y callada. Dentro de todo el asfalto está bien y puedo pisar el acelerador más de lo que acostumbro.

Francisco prende el estéreo y hace zapping con la música. No lo convence ninguna canción. Es molesto pero no le digo nada porque yo hago lo mismo. Al fin se decide por un tema de Attaque 77 que me gusta mucho. Sube el volumen y enseguida lo deja como estaba antes. Se descalza y reclina el asiento. Queda ahí, medio sentado, medio acostado, con la Nikon en una mano y el celular en la otra.

—¿Viste cuando le pasé las fotos a su computadora? —dice y se le escapa una risa burlona.

—Sí, ¿qué tiene?

—Aproveché y le robé un par de imágenes. Me crucé con una carpeta que decía FOTOS; copié y pegué en mi tarjeta.

—¿Y eso para qué?

—Qué sé yo, para cagarme de risa. A ver qué hay.

Recién me doy cuenta que volvió el sol chiquito. Ahora ocupa el rincón inferior izquierdo del parabrisas. En un rato me va a pegar por la ventanilla del costado. La canción de Attaque 77 está por terminar pero Francisco se adelanta y la pone otra vez desde el principio.

            —¿Por qué hacés eso? —le digo pero no me escucha.

            Quiero hacer un corte prolijo, en diágonal. La idea es poder usar la bolsa de maní a modo de sachet. Uso los dientes y me ayudo con la mano pero termino rompiendo la bolsa y la mitad de los maníes se pierden entre mi ropa y la alfombra del auto.

            Francisco debería reírse pero por el contrario golpea la cámara con cuidado, la sacude. Le quita el lente y lo examina. Saca la batería y vuelve a ponérsela. La enciende y toca todos los botones. Repite el proceso otra vez. Le pregunto qué le pasa pero no me contesta. De los nervios se le cae la batería entre la puerta y el asiento. Mete la mano hasta el fondo y la rescata.

            —No anda —dice pero no me habla a mí.

            —¿Cómo que no anda? —pregunto aunque en realidad no me importa mucho.

            —Está todo blanco.

            —¿Por el visor también?

            Me mira desconfiado pero enseguida pega el ojo derecho a la ventanita de la cámara. Queda un rato ahí, tuerto adrede.            

           

            Finalmente logra despegarse de la Nikon. Está pálido y le cuesta abrir el ojo que mantuvo cerrado durante tanto tiempo. No dice nada y se duerme enseguida con la cámara colgando del cuello. Acaba de anochecer y todavía nos quedan un par de horas en la ruta. No tengo mucho combustible pero según el GPS debería alcanzar para llegar a la próxima estación.

            La cámara se dispara sola y el flash me enceguece por un segundo. Me sobresalto y estrujo el volante. El fogonazo revela el escondite del sol chiquito y lo revitaliza.