Campo gravitatorio

Cuento premiado en el Certamen Literario Provincial "Entre Orillas"; 2021

 

Me dijo que deje de hacer eso. ¿Eso qué?, pensé.

—Le sacás todo el gas —explicó.

Estaba batiendo la gaseosa. Lo hice sin pensar porque en realidad pensaba en otra cosa, en que no tendría que haber aceptado la invitación. Quedarme en casa hubiera sido más divertido.

—Estás aburrido —comentó Eugenia—, ya sé que te aburro.

Le respondí con dos mentiras y volví a agitar la lata de Coca-Cola.

—Es que me gusta más así, sin gas.

—Sos raro —dijo y levantó una ceja.

Le pedí la contraseña del Wi-Fi y fue hasta el módem. Deletreó con paciencia la clave mientras yo tipeaba en el celular.

—Todo con mayúscula —me dijo después del primer intento y volvió a tirarse en el sofá.

Soltó una risita frente al teléfono y se lo llevó al oído para escuchar un audio. Yo simulé estar usando el mío pero apenas recorrí la galería de fotos.

—¿Te molesta si viene una amiga? —preguntó.

—Para nada —respondí haciéndome la idea de que el bodrio iba a ser más grande.

—La Flaca es re macanuda, te va a caer bien.

Me distraje mirando la primera foto que saqué con este celular. Siempre que me compro un teléfono nuevo saco un par de fotos para probar la cámara y nunca las borro, las dejo ahí como si fueran una conquista. La imagen tenía unos dos años, era en el patio de mi casa y había buena luz. Salía la mesa del jardín y el cenicero de siempre. Ahí, en el borde del cenicero, un cigarrillo blanco a medio fumar. Me puse a pensar de quién podía ser, con quién habría estado que fumase alguna marca de cigarrillo con filtro blanco. Podía ser cualquiera de mis amigos. Incluso podía ser yo, algún pucho convertible de mi ex o la única marca que había en el kiosco. Me entretuve con eso mientras Eugenia esperaba a su amiga y traía otra silla y otro vaso.

—¿Seguro que gaseosa nomás? —preguntó otra vez.

            Le expliqué que andaba en moto. No quería volver a tener otro accidente por manejar con los reflejos dormidos.

—La saqué barata —le dije señalando mi rodilla, en el punto justo donde tuvieron que ponerme un clavo.

            En eso tocaron timbre y Eugenia salió corriendo. Antes de atender miró por la ventanita que daba al frente. Al agacharse el culo le creció como si lo hubiese inflado. Fue un truco de magia profesional.

            Se abrazaron en un griterío.

—La Flaca —dijo Eugenia como si anunciara un descubrimiento y la Flaca me saludó con un beso antes de que yo reaccionara.

 Era una morocha re linda, mucho más linda que nuestra amiga en común, cosa que no era tan fácil porque Eugenia también era linda y tenía un cuerpo fantástico.

            Charlaron entre ellas un buen rato y se dirigían hacia mí para aclarar de qué o de quién estaban hablando. Si tardé un tiempo en entender que estaba de paleta fue porque me entretuve observado a la Flaca y sus tatuajes. En todo el brazo izquierdo tenía escrachados varios ojos de distintos tamaños y colores, globos oculares que flotaban en el espacio tiempo de su piel como planetas.

            Creo que estaba por irme. Un poco por dignidad, porque aburrirse solo siempre es más decente. Entonces la Flaca atendió el celular. Eugenia me hizo una seña que no entendí y se fue al baño. La Flaca cortó enseguida y dijo que tenía que irse.

            —¿Cómo que ya te vas? —dijo Eugenia que justo volvía secándose las manos en la ropa.

            —No puede entrar —explicó fastidiada—. Perdió las llaves y está afuera.

            —La concha de lora —puteó Eugenia mientras peleaba con el encendedor intentando prender un cigarrillo.

            —Voy y vuelvo. Pasame el número de alguna remisería.

            Le pregunté a dónde tenía que ir y me dijo que a su casa, a Las Tres Torres. Quedaba relativamente cerca, unos diez minutos en moto, y me ofrecí para llevarla. Le di mi casco a modo de garantía, en un intento poco sensato de ganarme su confianza. Antes de salir, Eugenia me pidió fuego y, en vez de darle mi encendedor, le ofrecí la llama; un gesto de caballerosidad banana del cual me arrepentí en el acto. Eugenia tuvo que cogotear hasta dar con el fueguito que sobresalía por encima de mi pulgar y la escena fue bastante vergonzosa.

—Me la cuidas —soltó Eugenia y salimos.

La calle estaba desierta y llegamos enseguida. La Flaca era liviana como el aire y tenía buen equilibrio. Claramente sabía andar en moto.

—Espérame un segundo —dijo y me dio el casco.

 Sacó el celular y se lo pegó al oído. Nada. Volvió a marcar y cambió de oreja. Un auto estacionó atrás mío y del lado del acompañante se bajó un gordo. La Flaca guardó el teléfono.

—Si, ya sé, soy un boludo. Las perdí otra vez.

—Acá están, tomá —dijo ella.

El auto soltó un bocinazo escueto y arrancó.

—Chau, gracias —dijo el gordo saludando al auto que se iba—. Es un amigo que me hizo el aguante esperando —explicó.

—Bueno, nosotros nos vamos —dijo la Flaca—. Te llamo cuando vuelva porque me vas a tener que abrir.

—La puta madre —dijo el chabón palpándose los bolsillos—. Mi celular, ¡lo dejé en el auto!

Le dije que suba a la moto, que podíamos alcanzar al auto en un par de cuadras. Se me ocurrió que era una buena forma de impresionar a la Flaca. El gordo aceptó sin pensarlo.

 Casi no le había visto la cara ni sabía quién era pero ahí estábamos, un segundo después, persiguiendo a un amigo suyo que se nos escapaba. Dobló por el boulevard en dirección oeste, pensé que iba a parar en el drugstore de la estación pero siguió de largo. Me acordé que había que comprar cigarrillos y un encendedor para Eugenia. El tipo del auto iba cada vez más rápido según se alejaba del centro y parecía rezarle a los semáforos que estiraban el verde un segundo más. Pasamos por la esquina de la escuela San Martín, donde había chocado la última vez, y caí en la locura que era ir a esa velocidad, a esa hora, y con un desconocido atrás mío. Porque el tipo, encima de que era gordo, me abrazaba con fuerza y podía sentir en la espalda la presión de su panza fofa.

            Por suerte había un solo auto en la calle, pero tenía un motor mucho más potente que el de mi Corven 150. La carrera parecía un nivel secreto del GTA: no tenía sentido pero era peligrosa.

Ya casi saliendo a la ruta, poco después de la rotonda del acceso, el auto aminoró la marcha. Iba frenando todo el tiempo, las luces de stop se prendían y apagaban constantemente en una parodia morse. Habrá sido una de las últimas esquinas de la ciudad, el amigo del gordo terminó parando del todo y de la oscuridad de más allá de la banquina salió una puta vestida de negro. Me detuve a la distancia de una cuadra, en el límite de la discreción. No sé por qué en ningún momento se me cruzó por la cabeza que la mina iba a subir, ¿qué  otra cosa iba a hacer si no? Lo cierto es que cuando cerró la puerta me descolocó. Enseguida la abrió otra vez, supongo que porque no había cerrado bien y necesitó darle con más fuerza. El gordo no decía nada, le vi la cara por el retrovisor y lo noté pálido.

Salí rápido por miedo de que el auto se alejara otra vez. Metí primera y la moto se colgó en una rueda. El gordo habrá estado de lo más distraído, porque no atinó a agarrarse de ningún lado y cayó para atrás. Por mi parte, logré mantener el equilibrio y en un segundo ya estaba junto a la ventanilla del auto. Le hice señas, que espere, que no arranque. Me veía solo a mí mismo en el polarizado hasta que bajó un poco el vidrio.  Antes de que llegase a explicar nada, se escuchó un grito:

—¡Ricardo, te quedás quieto, hijo de puta! —era el gordo, venía corriendo y sobándose el culo.

Estaba agitado y le costaba hablar. Tuvimos que esperar unos segundos para que recuperara el aire y le explicase a Ricardo, su amigo, que había dejado el celular adentro del auto y que lo veníamos corriendo desde Las Tres Torres. La prostituta miraba para otro lado, dándonos tanta espalda como le era posible.

—Bueno, ¿dónde lo dejaste? —dijo el amigo, ya hinchado las bolas.

—Por la guantera, en el asiento, qué sé yo.

            El tipo empezó a revisar por todos lados, nervioso, mientras la mina se corría cuanto podía para no molestar. El gordo lo apuraba con la insistencia de un barrabrava. Entonces la prostituta metió la mano abajo del asiento.

—¡Acá está! —exclamó feliz y saltó la ficha, era voz de hombre.

            El gordo le dio las gracias al travesti y empezó a reírse como un hijo de puta. Lo señalaba a su amigo y quería decir algo y no podía. Lo único que le salía era cagarse de risa hasta ahogarse con sus propias carcajadas. No podés, era lo único que se le entendía.

            De vuelta paramos en la estación de servicio más próxima y el playero, medio dormido, tardó en atendernos. Le dije al gordo que vaya a comprar cigarrillos y un encendedor pero no me hizo caso porque seguía tentado.

            Dejé al gordo en Las Tres Torres, ya me tenía podrido con sus chistes de travestis y bufarrones. Así como a la ida cerró la boca, no paró de hablar y reír ni un segundo a la vuelta. Me saludó con un abrazo, estaba feliz.

—Hacía mucho que no me reía tanto —dijo y se fue.

            La Flaca no estaba por ninguna parte.

           

            Di una vuelta manzana a paso de hombre, como si se me hubiera perdido algo, una mascota, la dirección de una casa, un pariente sonámbulo. Volví a la entrada de Las Tres Torres, sobre la avenida del Casino, y esperé un rato a ver si aparecía la Flaca. También estaba la posibilidad de que volviera el gordo, quizá me veía desde su ventana y bajaba para ver si necesitaba algo, entonces yo le preguntaría por la Flaca. Él había entrado en el edificio de la derecha, de eso me acordaba bien porque lo seguí con la vista hasta que cruzó la puerta. Miré los balcones y noté que había tres con las luces prendidas. Se me cruzó la idea de estudiar la ubicación de cada uno y así deducir de qué departamento se trataba y llamar por el portero eléctrico. Por suerte fue solo una idea y con las ideas yo nunca hice nada.

            Del mismo edificio salió un tipo más grande que yo, entre cuarenta y cincuenta años. No quise mirar mucho para que no desconfiara. Volví a hurgar en la galería de imágenes. Tenía la misma memoria SD desde siempre y nunca la había vaciado. Me quedé en la foto más vieja que guardaba, tenía una calidad de mierda porque la cámara de aquel viejo Nokia no daba para mucho más. Era una selfie sin mucha gracia, todavía no había aprendido a sonreír en las fotos ni a buscar el ángulo adecuado. Fui infeliz en aquella época y con ese celular chiquito. Sin embargo, en ese momento, el recuerdo me trajo cierta felicidad. La nostalgia rastrera de siempre. Pensé en eliminar la foto; quise pero no quise.

            Llamé a Eugenia aunque sabía que no tenía crédito. La voz de la operadora, grabada quién sabe hace cuánto, me ayudaría con el simulacro. Primero habló la máquina y después el hombre.

            —Disculpame —dijo y me buscó la mirada adentro del casco— ¿Te enojás si te pido que me llames un remís?

            Dejé que el silencio hiciera lo suyo y quedé como un pelotudo. El tipo volvió a hablar desde el portón.

            —No sé qué le pasó a mi teléfono, se apagó de la nada —explicaba prendido de las rejas— ¿Vos podrías? —insistió mostrándome un billete de cien pesos doblado por la mitad—. Si no tengo que ir hasta la Estación.

            Le dije la verdad, que no tenía crédito. El tipo dibujó una cara de culo perfecta. Unos segundos atrás me había visto llamando por celular y después resultó que no tenía saldo. Le quise explicar la situación pero, en vez de aclarar, oscurecí. Terminé diciéndole que ya me iba y que pasaba por la Estación, que podía llevarlo. Se negó rotundamente, dijo que no andaba en moto y balbuceó algo más, algo con forma de puteada que no llegué a entender.

            Antes de irme le pregunté si había visto a una chica y describí a la Flaca.

—¿Así de buena está? —dijo sobrándome y volvió al edificio.

 

            De vuelta a lo de Eugenia me crucé con el amigo del gordo. Seguía con el travesti arriba del auto. Me pareció raro que anduviera por el centro, tan lejos de aquella última esquina donde se dio el levante. Tal vez el tipo vivía por ahí y habían ido a su casa, o fueron a un drugstore o al cajero automático. O quizá solo andaban paseando, ¿pasearían los travestis?

            No quise tocar el timbre porque hacía un ruido bárbaro. Miré por el pasillo que comunicaba el frente de la casa con el patio, tal vez Eugenia seguía despierta y con ganas de fumar. Chisté dos veces y después se me ocurrió hacer ruido con el motor.

Resignado, fui hasta el timbre y justo ahí recibí los mensajes de ella. La señal de Wi-Fi llegaba con lo justo hasta la puerta.

            Todo bien?

            Acordate de los puchos

            y el fuego

            ????

            Boludo te fuiste con el gordo y él tiene las llaves

La Flaca quedó en la calle

ESTAS???

Justo estaba en línea y me apuré a escribirle. Le dije que estaba afuera.

Dónde estás?

Yo estoy en lo de la flava

Flaca*

La dejaron sola y me vine con ella

donde estas

??

            Le respondí con una selfie un poco movida y bastante oscura, gentileza de la cámara frontal. En la foto se veía la mitad de mi cara y, atrás, la puerta de su casa. Empezó a grabar un audio pero me fui antes de recibirlo. Decidí que lo escucharía en mi casa, con los auriculares y tirado en la cama. Estaba muerto de sueño.

            Ya en mi habitación, vi que Eugenia había eliminado el mensaje. No le puse nada, se me cerraban los ojos y si tenía algún pensamiento dando vueltas seguro tenía que ver con la Flaca.

 Releí el chat y miré la foto una vez más. Noté que Eugenia había dejado las llaves puestas del lado de afuera. Amplié la foto hasta que los píxeles se quebraron. El llavero era una cosa redonda, blanca y marrón. Me pareció que se trataba de un ojo, de un planeta perdido muy similar a este.