La sonrisa manuscrita

Primer premio en el Certamen Literario Provincial "Alfredo Veiravé", 2020

Por cuarta vez en lo que va del año estoy internado en el mismo hospital, en el mismo tercer piso y con los mismos médicos. Dicen que no pueden dar con lo que tengo. Podría ir a otro lado, probar con otros especialistas. Todo el mundo me aconseja lo mismo, incluso la doctora Ortega, que ayer por la tarde me dijo:

 ̶̶ Si tiene la posibilidad, vaya a Buenos Aires. Conozco una clínica que  ̶̶ estuve a punto de interrumpirla, pero justo en ese momento una de las enfermeras entró buscando a la doctora y salieron corriendo. Dejaron la puerta abierta. El paciente de la habitación 118 había empezado a morir.

Si todavía no me fui es porque acá hay una enfermera. No la que acabo de mencionar; otra. La que vino y cerró la puerta que la primera había dejado abierta y me sonrió, cómplice, como si mi enfermedad fuera un acuerdo secreto entre los dos. Tiene más que un aire a Josefina. En cuanto a lo físico bien podrían ser primas o hermanas, lo cual no me sorprende para nada porque mucha gente se parece a ella. Me refiero a ciertas sutilezas, como a la ambigüedad, sospecho premeditada, al interactuar conmigo.

Ayer a la noche volvió a mi habitación y le pregunté por el enfermo de la 118. Llenó el pecho de un suspiro casi alegre, como quien recuerda un amorío que no llegó a darse.

̶̶ Murió. Otro que se me muere  ̶ terminó diciendo.

            Al salir, arrimó la puerta sin soltar el picaporte. La manija se mantuvo inclinada y el sonido de la cerradura tardó en llegar. Estuvo unos cuantos segundos del lado de afuera, pegada a la puerta y sabiendo que yo lo sabía.

̶̶ Josefina  ̶̶ dije como rezando y el picaporte cedió.

 A Josefina la recuerdo cada noche desde mi primera internación. Tiempo atrás, cuando era un poco más joven, la recreaba todas las noches. Un trabajo plástico que un día abandoné y que, pensé, nunca más retomaría.

 La conocí cuando apenas había terminado su peor invierno. Golpeaban de calor las primeras semanas de aquel octubre nunca lejano y ella seguía usando un lloriqueo de bufanda que prolijamente doblaba hacia adentro. Tenía más abajo el corazón, casi en el ombligo; el pecho siempre frío y la camisa mal prendida.

 Todo en ella sucedía a la intemperie, como si no existiera la posibilidad de que un techo se sostuviera sobre su cabeza. Sabía desplazarme hacia afuera y afuera se hacía lo que ella decía. Si yo reprochaba tal o cual cosa, terminaba masticando la culpa con las muelas del fondo. Ejercía un poder raro sobre mí, como si hubiera nacido el mismo día que yo.

            Empezamos viéndonos en las plazas, pero ni las estatuas, ni los canteros, ni los canillitas aguantaron mucho tiempo. En seguida trasladamos nuestros encuentros a mi casa de aquel entonces, un departamento húmedo y poco amueblado en la planta baja de un edificio céntrico. Las menos de las veces llegamos a tener sexo y una de esas veces me dijo:

  ̶̶ Entre mis piernas estuvieron muchos chicos que ahora son adultos. Uno ya murió, y capaz algún otro también, ¿entendés? No quiero verte tanto porque vas a envejecer, no es que el tiempo pase ni nada. Las cosas llegan, nada más.

 No contesté nada porque su reflexión me pareció ridícula o al menos muy corriente, pero los demás me intimidaban, sobre todo el muerto. No tenía sentido, pero en ese momento imaginé que ella lo había matado.

             En otra oportunidad la escuché soltar un suspiro en el baño, largo y hondo, hasta la última astilla de aire. Apenas salió, entré yo. En el espejo noté un pequeño círculo empañado que velozmente se deshacía por los bordes. Había estado mirándose de cerca, tanto como para estampar el cristal a la altura del beso y que yo lo encontrase.

̶̶ ¿Te diste cuenta?  ̶̶ preguntó cuando salí.

Respondí que no. Ya estaba hecho.

            No hablaba mucho, era una tipa callada. Nada de timidez, simplemente eso, no hablaba mucho. Siempre supuse que esa era su manera de cultivar el abandono, la inminente distancia que manipulaba y soportaba tan bien. Sin embargo, cuando hablaba, lo hacía en coherencia insoportable, con esa irresponsabilidad de mierda que tienen las figuras geométricas.

̶̶ A veces me canso de pensar tanto en mí misma –me dijo en una ocasión. El cuerpo entero le bostezaba.

̶̶ ¿Y entonces? –pregunté con inocencia.

̶̶ Y entonces busco alguien para que haga lo mismo.

̶̶ No sé si entiendo  ̶̶ respondí. Lo entendía todo.

̶̶ Alguien que piense en mí. Me da igual lo que piense, si es bueno o malo, mientras que lo haga. Siempre encuentro alguno.

            Antes de fin de año la vi por última vez sin saber que no iba a volver a verla. Me contó que estaba leyendo un libro y mencionó los cuatro elementos. Nada de eso me importaba, yo la miraba mientras pensaba que, seguramente, la noche anterior había estado con otro y que ese otro sí estaba vivo. Ese otro se parecía tanto a mí que logré perdonarla. Volví a la realidad. Todo sosteniendo una sonrisa exagerada, caricaturesca. Asentí con la cabeza sin escucharla realmente, como un turista que recibe indicaciones en otro idioma y no interrumpe por timidez o respeto. Mencionó que mi elemento era la Tierra, al igual que ella, pero ¿acaso no se le confundían las alas con aletas? O viceversa. Claramente aleteaba en tierra firme, pero ¿cayó del aire o salió del agua? Se despidió de manera rara, con la innecesaria retórica de quien se excusa. Sospeché que nunca más iba a verla, sin embargo, se fue con un después te hablo que, por así decirlo, dejó la puerta abierta.

 Desde ese entonces y durante mucho tiempo la imaginé casi todas las noches. A modo de collage reunía todos los fragmentos de ese después te hablo que nunca fue y le daba forma al recuerdo.

 Ahora intento hacer lo mismo, animarla, hacerla hablar. Con bastante esfuerzo logro dejarla parecida a como era. Los pedacitos más blancos los pongo en la cara y algunos rosados en las mejillas. Los ojos aparecen solos y la cosa toma color, recreo su mirada vespertina y la imagen se torna sepia. A la altura de la boca le escribo una sonrisa. La misma que le inventé una vez, garabateando con el índice, en el espejo empañado.

 Hace unas horas entró la doctora Ortega, parca, como siempre. Yo exageré mi buen humor, no me sale otra cosa. De todas maneras se lo agradecí internamente. No me hace bien recrear a Josefina. No en este momento, me faltan colores acá. En fin, vino para avisarme que me van a cambiar de habitación.

̶̶ Lo vamos a pasar a la 119  ̶̶ dijo mirando una planilla por encima de los lentes.

̶̶ 118 -corrigió la enfermera ̶̶ . La cama ya está lista.

 Mientras espero que vengan a buscarme el picaporte sigue tirando hacia abajo. Si no supiera lo que está pasando diría que en cualquier momento se va a caer la puerta. Entre esta habitación y la otra hay un muerto de distancia. Desconozco si eso es mucho, poco o suficiente. Tal vez estoy exagerando, pero si es como creo, entonces ese muerto también tiene dueño.

  No sé en qué momento entró la enfermera ¿Acaso estaba desde antes que llegue la doctora y no me di cuenta?

 El camillero está viniendo para acá, el chirrido de las ruedas se siente cada vez más cerca. Dejo esta cama tal cual estaba y me llevo la puerta. Vuelvo a la planta baja del edificio céntrico, al departamento húmedo y poco amueblado donde una vez, entre las piernas de Josefina, las cosas empezaron a llegar.