La residencia

Son las once de la noche y desde mi habitación oigo los gritos. Vienen de allá abajo, de la calle, y, aunque estoy acostado en la cama esperando que llegue la hora de dormirme, me levanto y voy a ver quién es. Apenas me acerco a la ventana lo veo. Es un muchacho joven, de no más de veinte años. Tiene el pelo corto y una campera verde que le llega hasta las rodillas. Camina rápido, de un lado a otro de la vereda de enfrente. Está lloviendo sin parar desde la tarde y del cielo caen rayos que iluminan los techos de la ciudad. Pero a él parece no importarle. Sostiene un teléfono celular con la mano derecha, lo acerca a la boca y enseguida lo aleja lo más que puede. Para que no advierta que lo estoy mirando apago la luz y salgo despacio al balcón, en el medio de una absoluta oscuridad.

Debajo de mi balcón siempre pasan cosas: gente que camina, y que no sabe hacia adónde va, que se choca sin mirarse, y que se mira sin saludarse Lo habitual. Pero lo de hoy es bastante extraño.

 

Mi nombre es Ismael Bermúdez. Desde hace cinco años vivo en esta residencia, en el centro de la ciudad. Mi habitación está en el segundo y último piso, es pequeña, mas larga que ancha y tiene unas inmensas manchas de humedad en el techo. En cada una de las paredes hay un cuadro, de esas réplicas baratas de grandes obras que se consiguen de oferta en cualquier bazar. La cama está pegada a la pared y apunta derecho a la puerta. Encima de la cabecera hay un pequeño rosario de madera colgando de dos clavos. Paralela a esa cama hay una austera biblioteca con cuatro estantes, donde hace tiempo no hay libros –los regalé todos-, y sólo algunas fotos y uno que otro adorno descolorido que la hace útil. Al costado de la biblioteca tengo un escritorio enclenque donde escribo cartas que nunca me animo a enviar. Les pongo la fecha, las firmo y van directo a una caja de zapatos que escondo dentro del placard. Entre la biblioteca y el escritorio está el gran ventanal que da al balcón. Desde ahí puedo ver y escuchar todo lo que pasa abajo. Siempre lo hago, a todo momento, de esa manera las horas pasan mucho más rápido. No quiero exagerar, porque casi nunca lo hago, pero mirar desde el balcón es lo que anima mi vida, lo que altera mis pensamientos rutinarios. Además, ése es casi el único contacto que tengo con otras personas. Porque de mi habitación salgo poco, sólo para almorzar o para ir a un hediondo baño de azulejos azules. Y porque, además, la cena me la traen acá, puntual, a las nueve, en una desvencijada bandeja de madera que ya viene de servir a varias personas antes que a mí. Pero hay un día que espero con ganas, el miércoles. Acá lo llaman el “día de contacto”. ¡Qué lindos son los miércoles! Ése, es el único día que me vienen a visitar, y lo comienzo a esperar desde el mismo momento en que José se va. Creo que nunca se lo dije, pero guardo su última sonrisa y su rápido “adiós papá” desde el preciso momento en que termina de decírmelo, desde que veo su espalda atravesar esa oscura puerta de salida.

 

El muchacho sigue allá abajo. El aparato telefónico es tan diminuto que pareciera que habla solo: ¿Por qué me hiciste esto? Decime, ¿qué te hice yo?

Cuando oigo eso empiezo a darme cuenta de lo que está pasando. Ya no son sólo gritos sin significado como había oído antes, ahora los escucho y tienen un sentido, y presiento que no es una simple discusión, como puede ser por un gusto de helado o por la película a ver el fin de semana. No gritó: ¡No, de chocolate!, ni tampoco: ¡Sí, vamos a ver Volver al futuro!

Ahora grita: ¡Y yo pensando todo el tiempo en vos, en que estabas durmiendo, y al final me hacés esto!... ¡No te importa nada! Hace un silencio agarrándose con fuerza los pelos y vuelve a gritar: ¡Estoy muy mal!

Mientras dice eso camina con la cabeza gacha, como mirándose los pies. Con cada uno de esos gritos, más claro me queda. Es evidente que le grita a la novia y que está muy enamorado. Parece que lo han engañado, que le han mentido y que seguramente quieren explicar algo que para él en este momento es inexplicable. Pero a pesar de eso, él la escucha, le deja un espacio para que ella hable, un espacio donde se filtran los truenos y el ruido de las gotas estrellándose en el piso. A pesar de mi aletargada imaginación, yo intento completar ese fragmentado diálogo. Y no sólo me imagino las respuestas de ella. También se me la imagino a ella. Me la imagino tirada en la cama, sosteniendo el teléfono con su hombro desnudo, en bombacha y sin corpiño, retorciéndose el pelo rubio y brillante que todavía tiene olor a shampoo. También me la imagino con la misma edad que el muchacho, o quizás un poquito más chica, de cara blanca y ojos claros. Sospecho que le debe estar diciendo con un tono risueño y despreocupado: Pero no, no es así, mamá quizá no me vio entrar. Te lo juro, che, no seas exagerado, mamá creía que yo no había vuelto todavía.

 

La lluvia sigue. El muchacho está empapado y camina de un lado a otro de la vereda sin soltar un solo segundo su diminuto teléfono. La campera que antes era de color verde, ahora, de lo mojada que está, parece negra.

Y yo sigo pensando en su novia, pero sin sacarle la vista de encima al muchacho. Hasta que en un momento se detiene enfrente del balcón y mira hacia arriba. Creo que me está mirando, que por fin ha descubierto mi secreto, el secreto que ninguno de los que están del otro lado de la puerta de mi habitación sabe. Porque nadie sospecha siquiera qué hago en esa habitación durante el día. Piensan que me la paso acostado, leyendo. Pero no, no saben que me paso la mayoría de las horas mirando por este balcón, elucubrando, viendo a la gente pasar ensimismada, sobreviviendo. Me asusto un poco y retrocedo un par de pasos. Entro y me escondo. Pero no resisto, lentamente comienzo a mirar de nuevo. Ya no está mirando hacia arriba, ahora lo hace de un lado a otro de la calle, como buscando una dirección para echarse a correr. Después de un rato se tranquiliza. Salgo y me paro en el mismo lugar donde estaba antes. Desde acá no puedo ver si llora, y menos con este aguacero que moja hasta los calzoncillos, pero por los gestos lentos que hace y que contrastan bastante con la velocidad de los autos, me imagino que sí, que sus lágrimas ruedan por sus mejillas, camufladas por la lluvia, mezclándose, dulces, al entrar en su boca.

Grita: ¡Esto se terminó, oíste, se terminó!

Corta.

Guarda el teléfono en el bolsillo del pantalón, se sienta en el cordón de la vereda con los codos en las rodillas y las manos colgando por delante. Desde los puños de la campera gotea más agua que de cualquier otro lugar. Los autos comienzan a pasarle muy cerca de los pies y a toda velocidad, iluminándole las zapatillas blancas.

Pasan unos minutos y se para. Da un paso hacia delante, medio tambaleante, y se frena de súbito. Ya está en la calle, casi entorpeciendo el recorrido de los autos. Tiene los ojos cerrados y no para de llover. Con las manos se cubre la cara y los codos se los clava en el estómago, quedando medio encorvado, como si le hubieran dado un fuerte golpe de sorpresa. Las luces ahora le iluminan todo el cuerpo. Yo sigo observando desde el balcón, impávido, no me quiero mover, no quiero perderme lo que en instantes sé que va a suceder.

Lo miro, quiero gritarle, pero no lo hago, y aunque le tenga un poco de temor a eso que todos llamamos destino, decido dejar que todo suceda como creo que está destinado a suceder.

Por la vereda no veo pasar a nadie, como si a todas las personas que diariamente pasan por acá, a esta misma hora, se los hubiera tragado la tierra. Como si se tratara de un complot natural, ese complot natural y fatal al que todos nos someteremos algún día. ¿Será posible? Si no, cómo se entiende que en una de las calles más transitadas de esta ciudad no haya ninguna persona que lo pueda ayudar, que le pregunte qué es lo que está haciendo y que, al menos, lo haga recapacitar. Pero al fin, cuando me doy cuenta que soy el único testigo, decido no seguir mirando. Entro rápido a la habitación y de nuevo me recuesto en la cama a esperar el sueño. Pero tengo el oído y la mente allá abajo, la vista en las manchas del techo, y después en algunos de esos adornos llenos de polvo en la biblioteca, pero el oído y la mente están allá, donde está ese muchacho, solo, a un paso de lo irreversible.

El sueño ni se asoma, y los ojos están tan abiertos que parece que se quieren escapar de la cara.

Hasta que oigo una frenada. ¡Lo sabía!

Cierro con fuerza los ojos, sabiendo que ocurrió lo que tal vez, por dentro, clandestinamente quería que ocurriera. Irrumpen de nuevo un montón de pensamientos. Ya no son aquellos de la novia rubia acostada en la cama retorciéndose el pelo y sin corpiño. Ahora son otros, de remordimiento, como de puntas de lanza pinchándome el pecho. Comienzo a pensar: ¿Por qué no lo ayudé? Quizá sólo era gritarle algo desde este estúpido balcón, desde esta estúpida oscuridad, con esta estúpida boca. Por lo menos para que lo distrajera, que reaccionara y que, aunque no lo soporte, el muchacho me gritara, furioso: ¿Qué se mete en la vida de los demás, viejo de mierda? O a lo mejor, quizá, sólo me hubiese hecho una seña, dándome la espalda y se hubiera ido caminado hacia su casa, sano y salvo. Pero no, nada de eso hice.

 

Un momento después de la frenada se produce un terrible silencio, ese silencio que precede a las grandes tragedias, que sólo traen y atraen fuertes gritos y más gritos. Parece como si todo se hubiera detenido. Yo también me quedo quieto en la cama. Me siento cómplice de lo que ha pasado. No, no me siento cómplice, pensándolo bien es peor, me siento autor, autor responsable y directo de este horrible desenlace. Y como autor que soy tengo que ir a ver lo que provoqué con mi cobarde pasividad. Pero los pies me pesan y estoy como con una terrible fatiga, embotado en la cama. Me cuesta, pero al final junto fuerzas y lo hago. Todo con pausados movimientos, como si la habitación y el balcón estuvieran cubiertos de agua. Salgo y veo las luces del auto que se reflejan de una manera tenebrosa en una calle brillante y de medianoche. La veo distinta, como si no fuese la misma calle de antes. Las luces rojas de las balizas que titilan también le dan una imagen aterradora a la situación. El auto está parado en el medio de la calle. Lo primero que observo es que la puerta del conductor está abierta (oigo todavía al motor en marcha). Después miro delante del auto, donde supuestamente debía estar el muchacho de campera verde. No hay nadie, ningún cuerpo tendido en el piso en una postura extraña. Levanto un poco la vista y al fin lo encuentro, parado en la vereda, contra la pared. Está abrazado a otro muchacho al que no le puedo ver bien la cara, pero que de contextura es muy parecido a José, quizá solamente un poquito más bajo. Ya no hay más gritos. Antes de separarse y de subirse al auto se dan un largo beso en la boca. El muchacho de campera verde se sienta del lado del acompañante. El otro cierra su puerta, toma el volante y salen a toda velocidad. Me quedo mirando como se pierden de mi vista junto a los otros autos.

 

La lluvia ahora está parando de a poco y los truenos ya se oyen a lo lejos. Entro a la habitación y no enciendo la luz, prefiero seguir en esta oscuridad, oscuridad que todavía protege mi secreto. Voy lentamente hacia la cama y me acuesto a esperar el sueño. Intento dormirme cerrando los ojos con ganas, pero no puedo, otra vez oigo gritos. Decido quedarme acostado y no salir a mirar. Enseguida comienzo a pensar en el próximo miércoles y en la visita de José.

 

Abajo siguen gritando.

 

De "Esas nubes" (Simurg, 2009)