La desesperación

Israel lloró cuando te fuiste, me dijo mamá.

Yo nunca lo vi llorar a papá. Ni siquiera cuando pasó lo de mi hermano.

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Isidro, el tío de mamá, se ahorcó. Mi abuelo lo encontró colgado en la pieza donde dormían juntos. De la misma manera lo encontró papá a Esteban, mi hermano, en la pieza, colgado de una sábana enroscada entre las aspas del ventilador de techo.

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Fue un sábado a la noche. Ese día Esteban tenía planeado ir a una fiesta con sus amigos. Ellos estuvieron esperándolo para ir por más de una hora, hasta que lo llamaron. Atendió papá.

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La sala velatoria estaba llena. Pero yo era el único que hablaba. Mi voz sonaba como la de un hombre mayor. Afuera también estaba lleno. Grupos de dos o tres personas conversaban, negaban. Sorprendía ver la cantidad de autos estacionados en toda la cuadra, y hasta en doble fila. Ni siquiera en la madrugada dejó de pasar gente a saludarnos.

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Mamá antes hablaba siempre de su tío Isidro.

Después de la muerte de Esteban hablaba sólo de él.

Esteban tenía veintidós años.

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Le habían regalado un fiat 600 bordó para sus dieciséis. No tenía carnet para conducir pero los inspectores no lo paraban porque lo conocían a papá.

Al principio Esteban cuidaba ese fitito más que a cualquier cosa. Lo lavaba dos o tres veces por semana. Lo lustraba. Le había puesto un pasacasete con dos parlantes tan grandes que se lo escuchaba a una cuadra. Salía a pasear todos los días después del colegio. También los fines de semana, a la noche. En invierno no se bajaba ni para comer. Le encantaba cómo el calor que salía del motor por un agujero debajo de los asientos traseros lo calefaccionaba. Aunque a mamá eso no le gustaba mucho. Siempre se quejaba del olor a aceite quemado que le quedaba impregnado en la ropa.

Un día dejó de cuidarlo. Después lo chocó y nunca más lo sacó del garaje.

Papá terminó vendiéndolo casi regalado.

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Dos meses antes de que Esteban se matara, una amiga de él se había tirado del hotel más alto de la ciudad. Nueve pisos de caída libre. Una de las personas que la vio dijo que iba sentada en el aire.

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El mismo día que se tiró, la amiga de mi hermano se alojó en el hotel con un nombre falso.

Alejandra Pizarnik, dijo.

En un programa de radio se preguntaban cómo no habían sospechado los de la recepción. Dieron el nombre del que la atendió. Un tal Fabián. Al final, leyeron un poema de Pizarnik que sacaron de Internet.

Mañana
me vestirán con cenizas al alba,

me llenarán la boca de flores.

Aprenderé a dormir

en la memoria de un muro,

en la respiración de un animal que sueña.

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Papá fue al velorio y después al entierro de la chica. Conocía al padre. Contó que las palabras que había dicho, algo sobre lo antinatural que es enterrar a un hijo, lo emocionaron. Esteban también fue. Pero no dijo nada del velorio, ni del entierro ni de las palabras del padre ni de su amiga.

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Desde el fin de semana siguiente a la muerte de mi hermano, una vez por mes, todos los meses, papá se junta a comer con los que eran los amigos de Esteban. Comen asados en el patio y se la pasan hablando de él.

La segunda vez que se juntaron, Juan Pablo, el mejor amigo de mi hermano, contó que Esteban se le había aparecido en su pieza; dijo que se le acercó y le confesó por qué se había ahorcado. Aunque le insistieron, no quiso decirlo.

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Mamá sigue lavando y planchando las remeras de Esteban. Dice que se llenan de polvo.

No sé por qué, si están guardadas en los cajones y la pieza está todo el tiempo cerrada, sólo la ventilo un ratito cuando me acuesto a dormir la siesta, me cuenta por teléfono.

Mamá duerme la siesta en la pieza de mi hermano desde el día siguiente al entierro. Dice que ahí es el único lugar donde no sueña con él.

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El día que instalaron el ventilador de techo, Esteban y yo estábamos sentados en la cama, mirando. El hombre que lo puso, bastante gordo, después de ajustar el último tornillo, se colgó del ventilador y quedó balanceándose durante unos segundos.

Miren, para que no tengan miedo, esto no se le va a caer nunca encima, nos dijo.

Esteban me miró y asintió.

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A mí me gustaba la ropa que usaba mi hermano. Pero él nunca me la prestaba. Creía que si yo me la ponía me iba a quedar con un poco de él.

Y yo no quiero que te quedes ni con un solo poquito de mí, Seba, me decía.

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El mismo año que me recibí de abogado se cumplían diez años de la muerte de Esteban.

Tu hermano debe estar orgulloso, fue lo primero que me dijo mamá cuando me llamó por teléfono para felicitarme.

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Después de diez años, todavía se siguen juntando los amigos de Esteban a comer asados con papá. Ya no van todos. De los nueve que eran al principio, sólo quedan cuatro. Esos cuatro también ya son amigos de papá. Juan Pablo es uno de ellos. Dice que sigue viendo y hablando con mi hermano la noche anterior a los asados, como si Esteban conociera el futuro y viviera en un presente igual al nuestro.

Viene cuando ya estoy en la cama acostado, dice Juan Pablo.

Ya nadie le pide que diga por qué Esteban hizo lo que hizo.

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Creo que papá además se junta todavía con los amigos de mi hermano porque le gusta saber cómo sería Esteban en ese momento: de qué hablaría, dónde iría de vacaciones, cómo se vestiría, etcétera.

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Cuando volví a Paso de los Libres con el título, papá y mamá organizaron una cena para festejar.

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A mis padres la casa ya les queda grande, le sobran habitaciones por todos lados. Sin embargo, cada vez que vuelvo, me gusta dormir en el mismo lugar: la pieza de Esteban. La que va a ser siempre la pieza de Esteban. Me acomodo ahí sin ni siquiera tener espacio para poner un par de medias. Ni en el placard, ni en los cajones, ni arriba de la mesita de luz.

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Mamá desenrolla el diploma encima de la mesa de la cocina y suspira.

Ver tu nombre ahí escrito me pone muy feliz; si lo viera tu hermano, me dice.

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Vienen al festejo cuatro amigos míos que viven en Paso de los Libres: Ignacio, Antonio, Omar, y Renato. También, invitado por papá, viene Juan Pablo. Mientras comemos Juan Pablo comenta que ayer habló con Esteban y que le dijo que estaba muy contento con el hermano menor que tiene, que me manda felicitaciones y que le hubiese gustado mucho darme un abrazo y hacerme la desesperación.

¿Qué es la desesperación?, me pregunta al final.

La miro a mamá pero ella está con la vista en el plato, empujando un hueso de un lado al otro. Como no quiero contarlo, digo lo que todos esperan que diga. Que este título también es de él y que a mí también me gustaría que me dé un abrazo. Lo digo señalando el cielo con el diploma. Juan Pablo quiere decir algo pero no puede.

La alegría se me viene a la garganta, dice.

Todos se ríen.

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Mamá quiere que me quede en Paso de los Libres a ejercer la profesión. Me lo dice cuando todos ya se fueron. Y me lo dice llorisqueando, como si ya supiera la respuesta.

Todavía hay algo espantoso que me puede pasar en la vida, dice, y agarra la pila de platos sucios y entra a la cocina.

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Mientras mis padres duermen la siesta en su habitación, me pongo a buscar una remera de Esteban que a mí me gustaba mucho. La encuentro en un cajón, abajo de todas, doblada de manera perfecta. La última vez que se la vi puesta era negra, ahora está gris. En la parte de adelante tiene la tapa del disco Bleach de Nirvana; es la foto de la banda en el medio de un recital. No se puede distinguir bien a los integrantes, pero sé que el que está delante de todos es Kurt Cobain. La abro, y cuando la estiro en el aire, el polvo me hace toser. Me quedo observándola un rato y es como si lo tuviera de nuevo a Esteban adelante mío. Me saco la camisa mangas cortas, me pongo la remera y me miro en el espejo que está apoyado en la cómoda. Sobre mi cabeza veo el ventilador: las aspas parecen las pinzas de una máquina agarra peluches.

 

De La lluvia cae en todas partes (2014)