Divisiones interiores

Israel lloró cuando te fuiste, me dijo mamá.

Yo nunca lo vi llorar a papá. Ni siquiera cuando pasó lo de mi hermano.

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El viaje a Buenos Aires fue largo. El más largo que había hecho hasta ese momento. En el colectivo iban varios conocidos míos. Al lado se sentó Javier, un compañero de la primaria. Hablamos sólo de dos cosas: fútbol y música.

Los Ramones son el mejor viaje, me dijo, y se puso los auriculares.

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Papá me había alquilado el departamento desde Paso de los Libres. Era de un viejo amigo suyo.

Es muy lindo; chico, pero lindo, está en un barrio seguro y cerca de todo, me dijo.

Al final, era un pozo. Un segundo piso, interno. Tenía que sacar la cabeza por la ventana para ver un cuadradito de cielo.

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Comencé con las clases en la escuela de periodismo deportivo dos semanas después de llegar a Buenos Aires. Eran a las nueve de la mañana. Muy temprano para mí, acostumbrado a levantarme al mediodía.

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Las materias eran demasiado específicas. Fútbol, tenis, boxeo, rugby. Escribíamos artículos en unas olivetti viejísimas. Al mes papá me compró una nueva. La mandó por encomienda a mi departamento. La usé dos veces.

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Casi todos los días, a eso de las doce y media de la noche, papá me llamaba por teléfono.

¿Estás estudiando?

Papá no sabía mucho qué era eso de estudiar, sólo había terminado la primaria. Y en la primaria no se estudia.

Después me pasaba con mamá para que la saludara.

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La primera y única vez que rendí un examen en la escuela de periodismo deportivo salí mal. Ese día papá llamó a la noche y fue lo primero que me preguntó.

Un ocho, le dije.

Ese es mi hijo, vos sos el único inteligente de la familia.

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Antes de los dos meses ya estaba decepcionado con la carrera. Tenía opciones. Dos.

Una: volver a Paso de los Libres para trabajar en el mismo

lugar que antes ocupaba mi hermano. La otra: quedarme y mentirles.

Elegí mentirles.

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Una noche lo llamé a papá y le dije que iba a dejar periodismo deportivo. Era fines de julio. Se quedó en silencio. Fue un silencio feo. Porque hay silencios feos. Creo que sintió el fracaso como propio. Y yo sentí el fracaso como el de los dos. Después le dije que iba a cambiarme de carrera.

Qué cambiar de carrera ni nada, te venís para acá mañana, y te ponés a hacer lo que hacía tu hermano.

Me voy a anotar en abogacía, le dije.

¿En serio?

Hubo un silencio, pero fue otro silencio, con otro sonido.

Contesté sí a todas las preguntas que me hizo. Corté antes que él.

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Papá quería que fuera abogado porque él hubiese querido ser abogado. Y siempre me ponía como ejemplo al mejor amigo de mi hermano.

Hacé como Juan Pablo y estudiá una buena carrera, que te va a dar trabajo seguro el día de mañana; además ladrones para sacar va a haber siempre.

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El CBC no me costó. Lo terminé en un año o un poco más.

Hice trampa para entrar a la carrera, pero nunca nadie lo supo.

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Todos los sábados salíamos a bailar con mis amigos. Íbamos a las peñas que organizaban los centros de estudiantes de las provincias en Buenos Aires. La cerveza era barata y se llenaba de gente.

Una madrugada, cuando volvíamos de alguna de esas peñas, le pregunté a mi amigo Renato cuál era la mejor forma de morir.

Con gas, dejás abiertas las hornallas y el horno y no te levantás más, no te das ni cuenta, me dijo.

En ese tiempo Renato estudiaba medicina. Se recibió dos años después de que le hiciera esa pregunta.

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Estudié durante ocho años en la facultad que está por Figueroa Alcorta. El primer año fue el que más me costó, aprobé sólo dos de las seis materias que cursé. El segundo año ya me fue un poco mejor. Y los últimos seis, en los que además de estudiar, trabajé, fueron mis mejores años en la carrera.

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Mamá no vino el día que me entregaron el diploma. Estábamos sólo papá y yo. A cada uno de mis compañeros lo rodeaban no menos de diez personas. Se abrazaban, lloraban. Con papá ni nos abrazamos ni lloramos. Salimos de la sala apenas terminó el acto. Como paseando. Le pedimos a un fotógrafo que estaba en el salón de los pasos perdidos que nos sacara una foto.

Una sola, le dijo papá.

La foto está en mi biblioteca, en un portarretrato de plástico símil madera (algarrobo o algo así). Papá me abraza y sostiene el diploma conmigo. Lo agarra de una punta, yo de la otra. Yo me río. Papá no.

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El mismo día que me entregaron el diploma, y antes de que saliéramos a comer, mamá me llamó desde Paso de los Libres. Me felicitó y me habló acerca del camino hecho y los frutos que da el esfuerzo. Le dije que sí para no contradecirla. Antes de cortar dijo que me iba a hacer la primera consulta profesional: si algún día mato a alguien que le tengo rabia, ¿tengo que decirle la verdad al abogado?

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Antes de que papá se subiera al colectivo para volver a Paso de los Libres le dije que iría en breve a visitarlo, a él y a mamá.

Sí, tenemos que festejar todos juntos tu título, me dijo.

Después me saludó desde la ventanilla, me levantó el pulgar y antes que el colectivo se moviera, cerró la cortina.

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Viajé a Paso de los Libres un viernes con la intención de volver el domingo a la noche.

Quedate más tiempo, me dijo mamá el sábado, mientras tomábamos mates en la cocina.

Tengo que trabajar, le contesté.

Me preguntó cómo era posible que mi jefa no me dejara quedarme hasta el lunes, sabiendo que era un viaje largo.

Los jefes son así, le dije para decir algo.

Llegó papá con chipás. Los dejó arriba de la mesa. Están calentitos, dijo y le pidió un mate a mamá.

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Vení: quiero que veas algo, me dijo papá.

Salimos de la casa y me mostró lo que estaba haciendo construir en el terreno de al lado, un baldío donde antes jugábamos con mi hermano. Eran varias paredes levantadas sin revocar y sin techo. Se veía dónde iba estar la puerta del frente y la de atrás, las dos ventanas de adelante y el ventiluz trasero. También cómo iban a ser las divisiones interiores.

No te lo conté porque quería que fuera una sorpresa, me dijo.

Entramos. El piso de tierra estaba húmedo, pero no llegaba a ser barro.

Esta podría ser tranquilamente la recepción, me dijo.

¿Recepción de qué?

Tu madre tiene la esperanza de que pongas tu estudio acá; seguro hoy te lo dice.

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El domingo, mientras almorzábamos los tallarines a la boloñesa hechos por mamá, me llamó al celular mi jefa. Salí al patio para hablar. Me preguntó por la notificación de unas cédulas y por un escrito pidiendo la producción de la prueba que estaba a mi cargo. Le contesté sin convicción. Para terminar hablamos de mi vuelta a Buenos Aires.

¿Querés quedarte allá hasta mañana? Mirá que no hay problema... total después recuperás las horas en la semana, me dijo.

Gracias, pero creo que me voy hoy nomás, le dije antes de cortar.

Cuando volví a la cocina, papá le acariciaba el pelo a mamá y le decía ya está, ya está.

Me senté a la mesa. Intenté seguir comiendo los tallarines, pero no pude. Estaban fríos y hasta parecía que habían cambiado de sabor.

 

De “La lluvia cae en todas partes” (Colección Mulita, 2014)