Sobre Fuego amigo, de Horacio Lapunzina
Diego E. Suárez
Dice el autor de Fuego amigo en la introducción que lleva por título “El fuego abrazador”: “Estos relatos vuelven y regresan desde la memoria, desde mi pequeño resplandor de sucesos intervenidos para tornarlos luego verosímiles [más adelante reafirmará: “ya sabemos que la verosimilitud en lo literario es todo”]. Y es, sí, un fuego amigo –dice–, un fuego que me abraza, un deseo de reunión en rueda para contarles y contarme lo que necesito inventar una vez más para que suceda.” A continuación, agrega: “También suele decirse en la jerga militar que el fuego amigo es aquel que tiene como blanco a su propio bando. Me gusta esa imagen para estos escritos: los disparos son aquí necesarios para derribar lo construido, quizás (...) para enterarme de lo que soy y voy siendo en lo que dejo escrito.” Llama cordial y plomo autodestructivo, el claroscuro de este Fuego amigo, por lo menos desde la vivencia del autor.
Horacio Lapunzina (Ramos Mejía, 1963) se crió en Posadas y vive desde 1990 en Paraná, donde ejerció el periodismo cultural y se dio a conocer como músico. Este libro es su primera publicación de cuentos y relatos.
Las palabras que citamos nos recuerdan el inagotable debate acerca de la frontera entre lo autobiográfico y la ficción. No cabe duda de que Lapunzina opta por el camino de un realismo que por comodidad podríamos denominar “basado en hechos reales”. Sin embargo, eso no alcanza para que se consuma la experiencia literaria. Debe haber algo más que “hechos reales”. Paul Ricoeur ha dicho que la vida es un relato en busca de narrador, es decir, de alguien que componga la trama que será completada por otro: “el proceso de composición, de configuración, no se acaba en el texto, sino en el lector, y bajo esta condición, hace posible la reconfiguración de la vida por el relato.” Por suerte, el “inventar” de Lapunzina no se agota en sí mismo individualmente, sino que se transforma en un “coinventar”, ya que estos relatos que “vuelven y regresan desde la memoria” lo hacen desde una memoria común. No importa que de los trece cuentos del libro doce estén narrados en primera persona (el último es el único en tercera, acaso –retomando la metáfora pistolera– como tiro de gracia al narrador protagonista). La voz que vertebra estos relatos resuena como voz colectiva por dos aspectos: el dialecto y la referencia epocal. Del primer al último cuento asistimos a la transformación del personaje central, el narrador protagonista, que consigue así un estatus novelístico de Bildungsroman. Dicha transformación está signada sobre todo por la conversión lingüística: el habla como moneda de cambio en el cruce de fronteras internas. Por ejemplo, en “Caballos y motores” leemos: “Llevo el mojarrero y las miñocas en la lata”. ¡Cómo una sola palabra puede condensar un territorio: “miñocas”, así llamadas en Misiones y más conocidas en el resto del mundo como “lombrices”! Pero sucede algo más: dicha territorialización por el dialecto acarrea una cosmovisión, o mejor dicho el sentipensamiento de una región, aquí asociada a la infancia –“nuestra verdadera patria”, diría Rilke– y a un pueblo (esto hace que el realismo de Lapunzina trascienda lo meramente costumbrista). A medida que avanzamos en la lectura y nos desplazamos de lo barrial y abierto a lo urbano y cerrado, este sentipensamiento va desdibujándose a causa de la estandarización del habla (pero podemos suponer que permanece, enraizado como una forma resistencia). Por otra parte, la referencia epocal a través de marcas (John Player Special), grupos musicales (Supertramp, Porsuigieco), nombres de revistas (Corsa), cassettes e incluso ciertos estereotipos ya caducos –los rastis y los autitos de cartón como “juego de maricones”–, también nos remite a una memoria compartida, a un pasado común. De eso se alimenta la escritura: no sólo de literatura, sino de todo aquello que forma parte de la cultura de una época.
El jujeño Héctor Tizón se autodefinía como un “ejemplar de frontera”. Una de las virtudes de Fuego amigo –aparte de las señaladas por Rolando Vitas en el “Prólogo”– es, justamente, la de poner en palabras la ontológica fronteridad mesopotámica con un amable tono discursivo y musical, retribuyéndole al colectivo lo más profundo de sí.