Afecto y distancias de la mirada/Paralaje del decir
Por Analía de la Fuente
Leído el 04-07-24 en el Centro Cultural de la Cooperación de CABA en la presentación de Astronomías para nictálopes.
Astronomías para nictálopes es la compilación de más de 30 años de la ardua labor poética de Juan Meneguín. El libro es exigente desde el punto de vista de su quehacer: desde sus primeros versos puede apreciarse la calidad del oficio (no sólo por los giros lingüísticos y las estrategias para renovar el ritmo y asombrar la sintaxis sino también por el lenguaje específico que se utiliza para aludir, por ejemplo, a detalles de hechos históricos puntuales, a fenómenos naturales, a especies de la flora y la fauna de distintas geografías nacionales o a mecanismos internos de diversas máquinas). Además de eso, el libro sabe y nombra quiénes son los destinatarios de su trabajo. En el título mismo de la antología hay dos nociones fundamentales: la distancia y la noche. La primera es la gran separación evocada por la idea lejana de lo astral y su vínculo con el misterio del espacio exterior al que podemos acercarnos a través de elucubraciones teóricas pocas veces verificables. La noche, desde esta perspectiva, es un recorte cuidadosamente seleccionado del día, el tiempo cíclico en el que solo algunos de los potenciales lectores vamos a exprimir nuestros sentidos para apuntar con ellos al descubrimiento. Meneguín sabe que su libro no es para cualquiera, y, amablemente, nos lo avisa. He ahí la primera de las claves de lectura que integran la propuesta.
Luego está el dictamen del cuerpo textual. En el interior de la obra son 5 las series que componen el cosmos, la primera y la última, Kernel panic y Astronomías para nictálopes envuelven de algún modo a las otras 3. Y lo hacen como anillo o cobertura, como introducción y cierre en tono apocalíptico. Allí están inscriptas las circunstancias de nuestra era, que no son otras que las de la convivencia de avances científicos (cyborgs, drones, nociones interestelares) con males que hemos sido incapaces de evitar bajo el lema del progreso y la racionalidad (aguas y tierras contaminadas por el glifosato, aire irrespirable, organismos que se extinguen o malforman, mutaciones macabras…). Lo irreparable invade el espacio de los poemas que son diatriba y plegaria a la vez, y de ese modo, no faltan en su cadencia invocaciones de estilo homérico que oscilan entre la Musa escrita con mayúscula, deidades y libros sagrados de culturas antiguas, o poetas enormes de tradiciones ancestrales y modernas (Tu Fu, Maiakovski). En el panorama ofrecido están también las grandes proezas de la comprensión y acciones humanas, como la MIR o séptima estación espacial de larga duración, habitada de forma permanente a lo largo de 13 milagrosos años. MIR es la utopía, además de una palabra rusa que designa la paz. Entonces, frente a la polisemia polifónica, cada aspecto de lo cotidiano puede ser un refugio, la mirada extrañada de la voz poética percibe y comparte que todo es en definitiva maravilloso, recuerda y se repite que somos una parte ínfima (intrascendente y necesaria) de la materia en la que las galaxias poseen su propio lenguaje de luz y sombra.
En el centro del libro, entre las series ya nombradas, un modo de volver al origen y viajar a la semilla resplandece en Una canción para el verano, Cuando mi padre comía flores y Autobiografía de un retrato. Los tres encadenamientos conforman el epicentro de este universo. La trova se retrotrae a la niñez y juventud del poeta: así ocurre por ejemplo en la visita reiterada al taller del tío Oscar, 50 años atrás, y, como resultado, en el retrato de un adolescente cuyos anhelos perviven. El tiempo real del bastidor trasciende las edades. En el corazón de la antología somos partícipes también de escenas familiares, de nacimientos, muertes y resurrecciones: entran a escena “madre con vestido floreado, padre ferroviario y hermano con triciclo más alto que sus piernitas, casa cuadrada, frente ladrillo vista, crédito hipotecario, heladera Siam”. “Samsara” es el nombre del poema que tras esa introducción repasa distintas décadas de una vida, para culminar en el momento del vagido primigenio: 8 páginas, 281 versos de un inventario real maravilloso propio de las mejores líneas de nuestra patria grande.
Volviendo a la unidad de este trabajo, en la disposición de las 5 series podemos intuir o fantasear que la tríada central es un alcázar inalienable, la fundación de un credo que se yergue frente a los embates de las puertas, dantescas, de entrada y salida del libro. Si el clima infernal oprime al núcleo, a la biografía encriptada del poeta y sus afanes, el núcleo se expresa y se extiende, se observa y se repite como un mantra, como una coraza dispuesta a ninguna renuncia.
A lo largo de las casi 200 páginas de poemas es fácil dejarnos conducir por el halo de la voz lírica (modesta, omnímoda), la que canta es una voz que se sitúa consciente en cada contexto, observándolo todo, para masticar y masticar y devorar con placidez las precisiones de la luz sobre los cuerpos de la materia, desde su percepción sutil y robusta, aguda y tenaz. Es a través de los sentidos, acaudillados por el ojo hambriento de comprensión, que el poeta logra recrear sus mundos y otorgárnoslos en ofrenda sagrada. Todo es palpable en el decir. La quietud y el silencio son aliados en este arte. Es la mirada la que permite excavar en la lengua y dejar una huella. Hay un eros prístino en la actividad atenta del ojo. El yo poético sabe, confía, se ha concentrado lo suficiente, ha ejercitado la lentitud para un entendimiento hondo, auténtico. Su mirada es una obrera tenaz en la usina de sus tesoros, y sus tesoros son milagros que atestiguamos los lectores porque Meneguín nos está enseñando a mirar.
El mérito de los versos de Astronomías para nictálopes es haberse acercado delicadamente a cada hábitat en que el poeta estuvo presente, en un aquí y ahora valiosísimos e inextirpables. Su escritura lejos está de ese grado cero de la enunciación que tantos buscan, porque en ella cada surco reverbera en la memoria, cada samskara, es un momento a honrar en el continuo de los tiempos interminables de la dicha. En esta poética se derrumban las nociones de tiempo y espacio, Meneguín es capaz de sentarse en el acantilado de Kuiper y, desde allí contemplar, a distancias siderales su hogar, nuestro planeta, esa esfera celeste y flotante que, en su órbita, repite una y otra vez el giro perpetuo y bienaventurado sobre sí mismo, meciendo los colores de su Concordia natal. Meneguín sabe que todo ha sido posible, porque todo le ha sido otorgado.