Esta novela, llena de poesía, vuelve al pasado para recordarle que no existe, el acto poético no tiene pasado. Y Magdalena lo sabe. Entonces escribe, le pide prestada la voz a Julio, y entra al agua, nada el río, sube al árbol, pela las naranjas, las olvida, se queda en esa casa del pueblo que parece una madriguera o una isla donde hacer pie. La casa del naranjo parece un álbum, postales de una vida común. Y el naranjo es incómodo, como la familia. ¿Qué es ser padre cuando hay madre? El hijo aprende a despedir, para dar la bienvenida. Pero cuál es la casa, dónde se queda el hijo que pega el salto y se transforma. El río es un lugar que nos pone contentos, dice. Y vuelve la silleta, el sol del verano, la arena y ese ruido del agua que sostiene, cuida, existe, como un mar debajo de la casa. Esta novela preciosa construye una casa en el mismo gesto con el que la suelta.