Delia
Volví a ver a Delia en una reunión de excompañeros del colegio. No quería ir; recién me había separado de mi mujer, pero Ariel y Martín insistieron tanto que no me quedó otra.
Delia había cambiado muchísimo. Cuando cursábamos juntos, era una chica sin gracia, callada, una chica que pasaba desapercibida. Tal vez por eso la mayoría de los que estábamos en la fiesta no la reconoció. Lucía un vestido verde musgo que contrastaba perfectamente con su piel blanca. Estaba hermosa. Gracias a mis amigos, hablé con ella toda la noche. Hablamos sobre lo que había sido de nuestras vidas después de tanto tiempo. Intercambiamos números de teléfono para concretar otra salida y, a la semana siguiente, la llamé.
Empezamos a vernos seguido. Íbamos a cenar o íbamos al cine. Las charlas con ella eran muy entretenidas. Me hizo recordar que en quinto grado había obtenido el premio al mejor germinador y que en la secundaria algunos la gastaban porque se llamaba igual que la envenenadora de un cuento de Cortázar.
Delia se vestía de una manera bastante particular, cosa que la hacía aún más linda: siempre en tonos de verde o con estampados florales. La primera noche que pasó en mi departamento, me dijo que al lugar le faltaba vida. No entendí qué quería decirme. “Hacen falta plantas, flores. Esto está muy seco”, me aclaró frunciendo la boca hacia un costado, como si pensara cuáles serían las plantas más adecuadas para ese tipo de ambiente.
Nuestra relación avanzaba de a poco, pero bien, sin presiones. Un domingo me invitó a su casa a comer canelones. Delia seguía viviendo donde se había criado. Aun así, cuando llegué, tuve que revisar dos veces la dirección. La casa, rodeada por una espesa y animada vegetación, desentonaba con las otras casas del barrio. Las paredes estaban cubiertas por enredaderas que solo dejaban ver las ventanas y la puerta. Cuando atravesé el portón, sentí que, en realidad, entraba a una selva y que, de un momento a otro, algún bicho me saltaría en la cara.
Delia me recibió con un vestido celeste estampado con margaritas. Dentro de la casa había aún más plantas y flores por donde mirase. “Te gustan las plantas”, comenté con cierto estupor. Cactus, palo de agua, peperomia, crasas, malamadre, violeta africana, espina de Cristo fueron algunas de las especies que Delia me enseñó, con una pasión que creía no haber visto nunca antes.
El patio trasero, por su parte, era un laberinto de helechos, ficus, aralias, cicas, hiedras, enredaderas, duranta verde, y más. También había flores: alegrías del hogar, begonias, crisantemos, clavelinas… Hasta tenía un sector de las plantas con propiedades curativas (aloe vera, calanchoe, jengibre, manzanilla, ruda y caléndula). Le pregunté cómo hacía para mantener todo eso. Y, cuando me escuchó decir: “todo eso”, me miró como si yo fuera un anormal.
Durante el almuerzo me contó que su abuelo había sido dueño de un vivero, y que todo lo que sabía de plantas se lo debía a él. También me contó que hubo una época en que los vecinos se le quejaban porque tanta vegetación traía muchos insectos, pero a ella no le importó.
Observé con disimulo las manchas de humedad que brotaban de las paredes y pensé cuánto más podría durar la casa en esas condiciones. Delia, sin embargo, se mostraba orgullosa de su hogar, donde la vida brotaba por doquier.
La primera noche que dormí en su casa, abrió la ventana del dormitorio, y la mezcla de aromas del jardín invadió la habitación. En la penumbra, su cuerpo parecía enredarse en el mío con una elasticidad sorprendente.
Al principio no me daba cuenta, pero no pasó mucho tiempo hasta que su casa selvática comenzó a asfixiarme. Entonces, le propuse que pasáramos juntos en mi departamento los fines de semana, y ella aceptó entusiasmada.
Para el desayuno, Delia prefería infusiones de hierbas antes que mate o café. Los días de mucho sol, sus ojos cambiaban a un color verdoso y sus pestañas parecían más largas.
Los domingos recorríamos los viveros de los distintos barrios, donde Delia se tomaba su tiempo para observar cada planta, para tocarla, para olerla, para preguntar por sus cuidados, incluso para instruirme sobre el maravilloso mundo de la botánica. A mí las plantas no me interesan en absoluto; lo que me encantaba era escucharla hablar con fanatismo. Me daban ganas de hacerle el amor ahí mismo, en medio de tanta vegetación. Con Delia, el fracaso de mi matrimonio había pasado al olvido.
Nuestra relación se afianzaba. Nunca nos aburríamos; nos complementábamos bien. Los miércoles, ella pasaba a buscarme por la oficina para ir a almorzar en alguna plaza cercana. Mis compañeros de trabajo, hipnotizados, seguían el encantador andar de Delia entre los escritorios.
Unos meses después, se la presenté a mis padres. Delia le había llevado a mamá unas petunias blancas de regalo. Papá me felicitó por lo hermosa que era mi nueva novia. Durante el almuerzo, la charla se concentró en la mejor manera de incursionar en paisajismo y sobre el cuidado de las plantas orientales, que estaban tan de moda. Yo hubiese querido que habláramos de otras cosas, pero mis padres me miraban impresionados por esa mujer.
Todos me decían que no habría otra mujer mejor que Delia para mi vida. Sus visitas a mi departamento también se hicieron más frecuentes, y comenzó a llevarme plantas para mi balcón, cosa que mis vecinos elogiaron. Pero yo soy un desastre con la jardinería, y solo le aceptaba las plantas a Delia para no desilusionarla.
Una tarde después del trabajo, llegué al departamento y la encontré colocando un palo de agua en el rincón del living. Le pedí encarecidamente que no me trajera más plantas, que ya eran suficientes. “Entonces, no te gustan”, se ofendió. Al otro día le pedí perdón con un ramo de hortensias y le pedí que viviéramos juntos.
Al tiempo había suculentas en mi cocina y en mi baño. En el balcón, una pequeña huerta con plantas aromáticas. Ya no tenía espacio para salir siquiera salir a tomar aire. Traté de hacerle entender que un departamento como el mío no daba para tanto. Pero Delia no me escuchaba: traía cada vez más plantas y flores, que cambiaba cuando se secaban. Como ya no había lugar en el balcón, puso maceteros colgantes en living. Decoró el dormitorio con tonos verdes: sábanas, almohadones, acolchado, alfombritas, todo en perfecta armonía con la pasión de Delia por las plantas. Al cabo de unas semanas, tenía en el departamento alrededor de treinta especies distintas de flores y plantas.
No sé si fue por vergüenza o por miedo al qué dirán, pero la cosa es que dejé de invitar a mis amigos. Como tampoco quería recibirlos para mi cumpleaños, le propuse a Delia que fuéramos a un buen restaurante los dos solos. Pero ella me ganó de mano y me preparó una pequeña cena sorpresa con Ariel y con Martín. Sentados en el comedor, mis amigos no hacían otra cosa que mirar atónitos la abundante vegetación que los rodeaba. Cuando se despidieron, le agradecieron a Delia por la cena y sentí que Ariel me miraba con compasión antes de darme un abrazo.
En pleno invierno, aparecieron las manchas de humedad. Me dediqué todo un domingo a limpiarlas con lavandina, maldiciendo el momento en que había dejado que Delia trajera la primera planta. El lunes siguiente, amanecí con broncoespasmo y no me presenté a trabajar por unos días. Delia siguió cambiando las plantas secas o trayendo nuevas especies.
Una tarde de diluvio, quise saber de dónde le venía realmente ese fanatismo por las plantas. Para ese entonces, las paredes chorreaban humedad y el moho había aparecido en las esquinas de mi biblioteca. Recostados en el sofá, que hedía a rancio, escuchábamos la lluvia torrencial. Delia tenía la cabeza apoyada en mi pecho, y de su pelo emanaba un perfume a jazmín. Yo estaba por preguntarle cuando ella se levantó, me besó de tal forma que me excité y terminamos haciendo el amor ahí mismo. La curiosidad, entonces, se me pasó por completo.
Con los primeros calores aparecieron los bichos. El moho ya había destruido todos los muebles. Yo buscaba en internet dónde comprar un juego de comedor nuevo cuando tocaron el timbre. “Los vecinos quieren fumigar el edificio”, me advirtió el portero.
Con el correr de los días comencé a sentirme mal; tosía mucho, los ojos me lloraban, y hasta me costaba respirar. Delia, después de haber probado sin éxito curarme con sus plantas medicinales, me sugirió que fuera a ver un médico. Me diagnosticaron alergia al moho. Esa noche llevé todas las plantas a lo de mis padres y Delia, por supuesto, se enojó. Yo me desquité gritándole que a mí las plantas nunca me habían gustado y que las que había en mi casa ya eran un estorbo. Ella se fue llorando, desilusionada.
La extrañé muchísimo durante las fiestas de fin de año, pero no quise llamarla. Tiempo después, ya no me aguanté, y fui su casa. Le pedí perdón e hicimos el amor como aquellas primeras noches, con los aromas de su inmenso jardín, que entraban por la ventana.
Un sábado, desde mi balcón, la vi venir con una planta. Estaba preciosa, con una solera floreada en tonos morados y con el pelo recogido. Al rato el timbre comenzó a sonar. Sonó varias veces. Sonó una gran cantidad de veces. Yo me quedé todo ese tiempo detrás de la puerta, hasta que le abrí.