Marc Solo

Está solo Marc, desde hace un tiempo ya. Y hoy lo vi triste.

Lo saludé de lejos cuando llegué. Esquivé el alambre con los wranglers que se secaban al sol y me acerqué a la casa. Aníbal miró todo en silencio, tomando mate, como siempre, y al verme venir se paró.

¿Cómo anda, Don? Me saludó. Igual que siempre. Yo no soy ningún don, pensé. No soy tan viejo, ni soy la cabeza de una influyente familia italiana. Pensé en Brando acariciando el gato blanco. ¿Cómo anda, Aníbal? Le contesté. La mano callosa y grande envolvió la mía, flacucha y suave, y apretó con una fuerza inconsciente. El campo y la ciudad ahí mismo, en un apretón de manos.

Miré para atrás pero Marc ya no estaba. Capaz se fue al galpón, pensé.

¿Quiere un mate? Ofreció el viejo. Sacudí la mano, levantándola apenas. No, Aníbal, muchas gracias. Estuve tomando hasta hace un ratito, antes de venir. Mentira. La yerba que usaba el viejo era en exceso amarga y puro palo. Una porquería. No pareció cambiarle mucho que le aceptara la oferta o no. Se cebó y tomó igual.

Era de mañana, temprano. En el campo no se escuchaba nada. La estancia estaba sucia, desordenada, descuidada. Había visto tiempos mejores. Aunque nada parecía fuera de lugar, estaba todo hecho una mugre. Aníbal con lo suyo era obsesivo, con el resto no. Los jeans siempre bien lavados, así le tocara lavar a mano. Desde que lo conocí se vestía de cowboy, a pesar de que fuera el cuidador de un campo en el sur de Santa Fe. Siempre ropa de jean. Cintos con hebillas anchas y adornadas. Sombrero también, por supuesto. Ahora el invierno pisaba fuerte, así que también tenía puesta la campera de jean con corderito. Siempre igual. Desde que tengo memoria al menos.

¿Cómo anda...? Pregunté, y señalé con la cabeza para el lado del galpón. Y... Contestó a medias Aníbal, y chupó la bombilla. El ruido del mate fue el resto de la respuesta. Asentí. ¿Cómo se debe sentir perder a todos los que te rodean, a tus hermanos? Pensé en Michael y Freddo. ¿Cómo pudo?

Adentro de la casa estaba todo igual que afuera. Cambiaban las ramas por las telarañas, las hojas por la tierra. El olor a encierro se palpaba. Traté de pensar hacía cuántos años no entraba ahí. No pude. Mitad olvido, mitad nostalgia. En verdad por todo. Miré las habitaciones. Estaba todo igual pero distinto. Más chico, más viejo, más sucio.

Aníbal se quedó parado en el comedor, al lado de la puerta, mate en mano, termo bajo el brazo. Había dejado el sombrero en el sillón. El pelo como el monte a la mañana, blanco como la helada, corto y encrespado. Corte de milico, diría él mismo. Las entradas se le habían pronunciado desde la última vez. Hasta el bigote tupido había emblanquecido. Siempre me pareció que tenía cara de pato flaco. Le sonreí al volver al comedor. Más por no saber qué decir que por otra cosa. Seguí mirando, revisando, buscando no sé bien qué. Caminaba para que al menos mis pasos cortaran el silencio.

Volví afuera. Vi a Marc saliendo del galpón. Desde que murió Mateo anda así, como sin rumbo, dijo el viejo siguiéndome hasta después del alambre de donde colgaban los jeans. Y más después de la Cordelia. Pensé en Lear y su hija, abrazados en el páramo. ¿Cómo pudo? Asentí, enmudecido.

Lo vi pasarme el mate sin mirar. No quería pero tomé igual. Amargo y frío como el invierno en campo. Creo que me quedó fría el agua, dijo el cowboy. Más o menos, le resté importancia. Lo voy a charlar un rato, le dije y señalé hacia el galpón. Pensé en cuando mi actividad favorita era ir hasta allá, subirme a las máquinas, jugar a que eran naves, creerme Han Solo. Intenté recordar si era de hecho así el dato de que, antes de Harrison Ford, la primera opción había sido Al Pacino. No me imaginaba a mí, Han, sin cara de Indiana. Siempre había sido igual. Aníbal me cebó otro, rápido, antes de que me alejara. Gracias, rechacé, levantando la mano.

Corté campo hasta la tranquera que dividía los terrenos. Marc también estaba viejo. Caminaba lento, miraba el suelo. No se acercó en seguida. Fingió que buscaba algo entre el pasto. Siempre le costó abrirse, demostrar.

¿Cómo estás, loco? Le dije, pero no me hizo caso. Perdón por tardar tanto en venir. Nada. Dio unos pasos más y volvió a mirar al galpón. Pero ya no había nada ahí. Ni las máquinas. No había Mateo, no había Cordelia. Nada ni nadie. Miré esos ojos grandes y redondos suyos, tan hondos. Lo entendí sin mediar una palabra. Entendí la soledad del campo. Entendí el no hay nadie, nada.

¿Qué pasa, loco? Endulcé la voz, o intenté. Abrí los brazos, invitándolo. Se acercó. Me apoyó la cabeza en el hombro y descansó ahí. ¿Qué consuelo podía darle? Mis palabras no iban a revivir a nadie. No podía hacer aparecer el cuerpo ágil de Mateo, su correr veloz, el movimiento eléctrico de su cola peluda y sus ladridos de felicidad. No podía traer de nuevo los balidos de Cordelia, que lo llamaba cada vez que lo perdía de vista, y lo venía a buscar casi corriendo, preocupada como una madre. No podía ayudarlo a recrear la foto donde los tres dormían juntos, amontonados, entre las máquinas del galpón.

Tenés la cara llena de rosetas, loco. ¿Dónde te estuviste revolcando? Le dije, acariciando el hocico enorme y sacando algún que otro abrojo floral. El flequillo blanco era una maraña. ¿Dónde está tu cepillo? Le pregunté como si pudiera responderme. Busqué. El clavo estaba solo ahí, clavado en el tronco al lado de la puerta. No había cepillo, nada. A saber dónde había ido a parar. Busqué con la mirada a Aníbal, no estaba. Debía haber entrado, ido a buscar algo. Volví a pensar que lo de Mateo había sido su culpa. Me siguió y después no volvió, dijo, creí que se había quedado jugando por ahí. ¿Y no lo buscó? ¿No lo llamó? ¿Cómo pude encontrarlo yo, muerto al lado de la ruta, dos días después, doscientos cincuenta kilómetros después? ¿Cómo pudo?

Lo de Cordelia había sido distinto. Aunque para Marc era lo mismo. Yo al veterinario podía creerle. Hasta él se había angustiado. Por ella y por Mateo. ¿Pero Marc? Él seguía relinchando, llamando en vano.

Con unas rosetas menos, el caballo dio unos pasos hacia atrás y se alejó. Le acaricié la cabeza, la crin, el cuello, y se fue, pisando pesado, blanco, moteado, viejo, sucio, como nunca lo había visto. Pensé en el abismo de esos ojos negros. En lo que buscaban y no estaba más. Lo miré irse solo. Pensé en los que ya no están, en mí, que estaba ahí por ellos.

Volví hasta la casa. El cowboy se apersonó otra vez. Me voy, Aníbal. Bueno, don, ¿ya vio todo? Todo lo que quería ver por lo menos, le contesté. ¿Y qué van a hacer? ¿Habló con sus hermanos? ¿Van a vender? ¿O cómo arreglan para la sucesión?

La verdad no sé, Aníbal. No sé.