LA VISITA

        El edecán había abierto ya la puerta de la casa de la madre, mientras el hijo continuaba todavía palpándose el cuerpo en bus­ca del arma que hacía años había dejado de llevar. De todos mo­dos, el posible enemigo huía despavorido tragado por la oscura boca de la calle.

        Ya más tranquilizado, se prometió extremar la custodia, sin recordar que él mismo había ordenado despejar la calle no sólo de curiosos sino hasta de guardias y de guardaespaldas. Sin mirar hacia atrás, siguió al edecán que mantenía abierta la hoja de la puerta —indiferente al frío y al viento e impasible ante la arena y la basura que se arremolinaban en el porche— y entró por fin en la casa. No pudo evitar un sobresalto cuando el edecán cerró la puerta de un golpazo para ir a cuadrarse detrás de él con un taco­nazo igualmente violento.
        Un tanto encandilado por la luz y otro tanto cegado por las areniscas, estuvo largo rato restregándose los ojos, sin ver toda­vía a su madre, quien tampoco parecía verlo.
        La madre permanecía sentada, la mirada clavada hacia la dis­tancia. Más allá no sólo de las figuras que habían irrumpido, sino más allá de la puerta y más allá de la calle, como detenida o para­lizada en algún remoto instante de la interminable espera.
        —Mamá —dijo el hijo quedamente cuando al fin pudo verla, estremecido por el repentino temor de que su madre estuviera al borde del colapso.
        Y entonces lenta, morosamente —no sacudiéndose un sueño sino más bien emergiendo de un sueño—, la madre fue irguiéndose hasta quedar apoyada en el respaldo de su silla; indecisa, pare­cía; cohibida tal vez; imposibilitada acaso de moverse. Como fre­nada por su propia emoción.
        Estaban ahí los dos a pocos pasos, juntos al fin después de tantos años; sin que ninguno de los dos osara romper esa pe­queña distancia. Como si el Tiempo verdaderamente interpu­siera entre las vidas un tejido sólido e invisible.
        Y estaba dudando el hijo de que su madre lo hubiera recono­cido, cuando comprendió, al descubrir que su mirada vagaba una y otra vez desde él hacia el desconocido, que ninguno de los dos avanzaría mientras estuviera ahí ese extraño. De manera que, volviéndose de sopetón, dijo enérgicamente:
        — ¡Salga afuera, carajo!
        Y recién después de que la puerta volvió a sacudirse por el gol­pe, madre e hijo avanzaron para encontrarse en el centro de la pieza.
        (Unos años más tarde, cuando tuvo lugar el primer levanta­miento armado contra el gobierno, le correspondería a este mis­mo capitán de aeronáutica redactar la proclama que llegó a trans­mitirse por la emisora con que contaba el pueblo. Dicha proclama no sólo aludía al menoscabo de las libertades y a los incontables atropellos, sino que, sobrepasando la consigna, disertaba exalta­damente sobre el abuso de la jerarquía y el tergiversado concepto de la verticalidad de los mandos.)
        El hijo quedó pues solo junto a su madre, que lo condujo len­tamente hasta el viejo sillón del padre de su primer marido —"del abuelo", como se había dicho siempre en la casa, declinando ella el derecho a nombrar también con ese título a su padre—; sillón que en esa tradición secreta e íntima que toda familia conserva para sí, ocupaba un lugar de privilegio, ya que ligaba los pobres y sufridos años del Sur con un esplendoroso e irreconocible pasa­do; o más precisamente, con un mítico abuelo que parecía vigilar su ostentoso sillón desde la severa incomodidad del daguerroti­po. El hijo, en la infancia, había sostenido con su hermano una larga contienda por el usufructo de esa herencia. Y pese a no ser el primogénito, de hecho había ganado, sentando entre los pocos miembros de la familia la costumbre hecha ley de que a él le correspondía el privilegio de ocupar el sillón. Medio siglo des­pués, cuando él no sólo no recordaba ese derecho sino que ni si­quiera había reconocido el sillón vetusto y de todos modos ahora irreconocible, la madre dejaba firme la sentencia diciéndole:
        —Siéntese. Es el suyo —sin que el hijo pudiera saber a qué se refería.
        Arrellanado pues en su viejo sillón, se aflojó la corbata y se quitó los zapatos, mientras la madre revolvía la casa buscando unas sandalias que no le calzarían. Después se quedó parada jun­to a él, mirándolo.
        —Le cebo mate, ¿quiere? —le preguntó por fin, cuando las dos miradas se encontraron.
        —Bueno. Podría ser —dijo el hijo, consultando furtivamente su reloj.
        —Me lo han regalado los chilenos —agregó, al ver que su madre había interceptado la mirada.
        —Lo quieren mucho, ¿no?
        —Más que los argentinos —repuso él sonriendo.
        —No diga eso, m'hijo: todo el mundo lo quiere.
        El hijo rió esta vez, pero no dijo nada. En seguida agregó:
        —Mi mujer dice que obligue a todos a que me quieran por decreto. Tal vez tenga razón.
        —Tal vez —dijo la madre, más bien por no contradecir a su nuera, a quien prácticamente no conocía, sin estar muy segura de tener que asentir.
        —Gobernar no es fácil —dijo el hijo, apelando por costumbre a una frase que repetía invariablemente cuando sus allegados no podían ocultarle los ecos de un fracaso.
        —Desde luego —lo animó la madre—. Es lo que yo le digo siempre a Amparo.
        — ¿A quién?
        —A una vecina. A una amiga de al lado.
        —Sí. Gobernar es difícil —confirmó sinceramente el hijo.
        — ¿Por qué no deja, un tiempo...?
        El hijo la miró, sorprendido por la sugerencia. Sabía que era inútil buscar el menor asomo de malicia.
        —No se puede dejar. Es como un vicio, pero más difícil.
        Estuvieron un largo rato silenciosos, atareada ella con el ma­te y él estirando concienzudamente los pies hacia el calor de la estufa.
        —Y el campo, ¿cómo anda?
        La madre no pudo evitar un sobresalto.
        —Tenemos que rendirle —se apresuró a admitir, abstenién­dose sin embargo de decirle que el tema, después de cada es­quila, había sido motivo de una discusión con su marido.
        —Está bien, no hace falta. Pero ¿todo anda bien?
        —Sí, claro. Como siempre. Demasiadas ovejas, demasiada sequía. Y el precio de la lana... —alcanzó a murmurar, arrepin­tiéndose.
        —Va a mejorar —aseguró él. Y agregó, con un guiño de complicidad:
        —Pero no lo comente.
        — ¡Descuide! —exclamó la madre, tomándolo al pie de la letra—. De cualquier forma tenemos que rendirle.
        —Déjelo. Por ahora no lo necesito —la tranquilizó él. Para agregar en seguida, con estudiada cautela. 
        — ¿Y su esposo, anda bien?
        La madre volvió a sobresaltarse. Era la primera vez —en las pocas veces que había visto al hijo en todos esos años— que le preguntaba por él. Era como si al fin, más allá del simple asenti­miento, el hijo definitivamente aceptara el hecho consumado de que su madre vivía con el hombre con quien se había casado. No obstante, en su familia a nadie se le hubiera ocurrido nunca pre­guntar por el "esposo" sino por el "marido", y la madre no pudo dejar de lamentar, íntimamente, ese inarmónico matiz.
        — ¡Muy bien! —contestó de todos modos animosamente—. Siempre en el campo. Eso es lo que a él le gusta.
        —Sí —confirmó el hijo, como si lo supiera; casi como si habla­ran de un amigo común.
        —Debe estar por venir —dijo ella, aventurándose; pero el hi­jo no hizo ningún comentario. La madre comprendió que el tema languidecería, y prefirió cortarlo. No sin antes prometerse con­tarle a su marido que el hijo había preguntado por él. 
        —Cambio la yerba, ¿quiere?
        —Bueno, mamá. Como guste —contestó, mirando ahora abiertamente su reloj. 
        —Es temprano —dijo ella. El sonrió ambiguamente.
        —Su hermano, ¿cómo anda? —gritó ella desde la cocina. 
        —Creo que bien. Bien, debe andar —dijo él, bostezando. 
        —El me visita, cada tanto —alcanzó a escuchar el hijo, sin po­der percibir el velado reproche, luchando como estaba con el so­por que comenzaba a invadirlo.
        —Tiene un cargo tranquilo. Para él es lo mejor, si un día me pasa algo.
        —Qué le puede pasar. No diga eso m'hijo —protestó ella des­de la cocina. Pero la protesta llegó sin vigor ni convencimiento, como si por primera vez la madre hubiera percibido que el hijo era de alguna manera vulnerable.
        —Nunca se sabe. No hay mal que dure cien años —dijo el hi­jo, sonriendo.
        —Ni cuerpo que lo resista —coreó ella a lo lejos, y los dos se rieron, como si el viejo refrán preferido del padre los hubiera uni­do más ahora, al cabo de los años.
        La madre tardó todavía un momento. Cuando reapareció con el mate, él dormía profundamente en la misma posición en que se había sentado.
        Estuvo tentada de cruzarle los brazos que pendían incómoda­mente, pero temió despertarlo. Se demoró mirándolo dormir. Sin duda se parecía cada vez más al padre, o más exactamente a la fa­milia de su primer marido, y esto, lejos de ofenderla, era para ella un motivo de alivio. Y no precisamente porque se avergonzara de sus antepasados criollos y mestizos, sino porque demasiadas veces había reconocido esa vergüenza en la tímida pregunta de un interlo­cutor que apenas se atrevía a balbucear en un susurro:
        — ¿Usted, dónde nació...?
        Para descubrir en seguida, en esa misma cara, el regocijado alivio cuando ella, por supuesto, no respondía.
        — ¡En algún toldo pampa! —como sin duda hubiese respondi­do de haber sido cierto.
        Pero si bien ella era lo suficientemente fuerte como para afrontar la culpa de ser criollo en un país donde, después de todo, casi todos lo eran, no podía sin embargo evitar condolerse por esas debilidades del prójimo. De ahí a hacerse cargo de la falta no había más que un paso. De manera que cuando el interlocutor co­menzaba a bisbisear "¿Usted, dónde...?, ya estaba ella sufrien­do, preocupada absurdamente por esa vergüenza que como una fútil peste ganaba cada vez más víctimas. Y porque los hijos no padeciesen ese sutil sufrimiento, se alegraba ella como madre de que no hubieran heredado el color de su piel ni las duras líneas de su rostro.
        — ¿Mucho tiempo dormí? —preguntó él sin mover ningún músculo, con un extraño sobresalto que por supuesto ella no le conocía.
        —Apenas un minuto.
        —Ahora duermo así, como las pulgas.
        —Demasiado trabajo.
        —No, no es eso —negó él, sin agregar nada.
        —Tiene que descansar. Venirse un tiempo al campo —insis­tió la madre.
        —Tal vez —le dijo él, mirándola sin verla, con una mirada preocupada y ausente. Y ella no volvió a insistir sobre el tema, como midiendo por fin el imposible.
        —Me ha esperado, no es cierto —dijo el hijo imprevistamen­te, en un tono velado e intimista que hasta entonces ninguno de los dos se había permitido.
        La madre no pudo decir nada, sofocada por su propia emo­ción.
        —Me ha esperado, ¿no es cierto? —insistió todavía con mucha más vehemencia, posando la mano sobre el antebrazo tembloroso y senil.
        —Y... sí... lo esperaba.
        — ¿Siempre?
        —Siempre. Sobre todo esa vez, cuando usted anunció que vendría.
        — ¿Cuándo yo anuncié?
        — ¡Usted mismo lo dijo! —le recordó, asombrada, la madre,
        —Debía ser mentira —dijo el hijo, en un arranque de sinceri­dad y de fastidio.
        —Pero m' hijo... —pretendió negar la madre.
        —En este oficio siempre se está mintiendo —admitió el hijo, en un tono de disculpa que buscaba ser ligero y optimista. Sin embargo, no consiguió recomponer ese fugaz momento. La madre se entretuvo cabizbaja revolviendo la yerba, y el hijo reti­ró la mano para ajustarse la corbata como en un preludio a la par­tida.
        —Tal vez fuera cierto. Tal vez yo tenía que venir —dijo él rompiendo el silencio que los envolvía—, O tal vez tenía que men­tir —agregó, después de una pausa, buscando la aprobación con la mirada.
        —Está bien, m' hijo —dijo la madre, posando su brazo sobre los hombros de su hijo—. No tiene importancia.
        Después los dos se ensimismaron. La madre lamentaría más tarde ese momento, desperdiciado en quién sabe qué inútiles evo­caciones de un pasado común, en el preciso instante en que el hi­jo estaba ahí a su lado, incomparablemente más real de lo que ella lo imaginara tantas veces.
        El, mientras tanto, atendía por primera vez a la violencia de las ráfagas. Sin poder evitarlo, entrevió al avión subiendo pesa­damente en el oscuro cielo señoreado por la tormenta. Trató de pensar en el viaje que hasta ahora habían hecho, en ese cielo se­reno y diáfano. Trató de recordar todo lo que había pensado de­cirle a su madre. Pero no encontraba las palabras.
        Estiró la mano buscando los zapatos. La madre simuló no verlo.
        —Están ahí, a su derecha —dijo ella por fin.
        — ¿No necesitan nada? —preguntó él mientras se calzaba.
        —    ¿Cómo, m' hijo?
        —Si no precisan nada.
        —No. Nada. Le agradezco.
        —...Dinero. Cualquier cosa.
        —No. Le agradezco. Nada.
        —Su marido, tal vez.
        —No creo. De todos modos, gracias.
        —Mamá...
        — ¿Diga?
        —No dejen de pedirme, si precisan.
        —Descuide, ¡Por supuesto!
        Ella estuvo a punto de pedirle que se quedara más tiempo, pero no sé atrevió. Sí dijo, en cambio:
        — ¿Y no va a comer nada?
        —Me esperan en el aeropuerto.
        Y en seguida corrigió.
        —Tenemos que seguir.
        — ¿Ni un churrasco, siquiera?
        —No insista mamá. Gracias —dijo él inapelablemente, inten­tando no obstante suavizar las palabras con unas leves palmadas sobre la mejilla.
        Estaban parados uno junto al otro, mirando la vacía pared tu­telada casi desde el techo por la severa vigilancia del daguerroti­po. El hijo tardaba en componerse las atildadas ropas, como si no se atreviera a asumir la iniciativa de cubrir los pocos pasos que los separaban de la puerta, mientras la madre se restregaba enér­gicamente las manos a la afanosa búsqueda de una dilación o tal vez de alguna palabra definitiva. Recién entonces reparó el hijo no sólo en las desnudas paredes, sino sobre todo en los humildes y maltratados muebles. Tan maltratados y humildes como hacía años no veía, confinado como estaba en ese nominal y áulico cul­to por la pobreza.
        — ¿De veras mamá que no precisa nada?
        — ¡De veras, m' hijo! —insistió ella, mirando sin ver ese coti­diano escenario.
        Hubo una larga pausa.
        —Mamá...
        — ¿Si?
        —Yo había pensado...
        — ¿Diga?
        —... usted tal vez podría venirse con nosotros...
        —No, m' hijo. ¡No! —desechó la madre moviendo enérgica­mente la cabeza.
        —Probaríamos un tiempo, para ver si le gusta —se entusias­mó el hijo verdaderamente, como estimulado por la negativa.
        —No, no —continuó negando la madre, aunque íntimamente se dejase seducir por la extraña voluptuosidad de las palabras.
        —No me hallaría —agregó, sin dejar traslucir que íntimamen­te había sospechado la imposible aprobación de su nuera.
        —Mi mujer está de acuerdo —mintió el hijo, como si hubiera…
        —Suegras y nueras... —dudó la madre ambiguamente.
        —También podría vivir cerca de Mario —dijo el hijo, como si recién entonces estuviera midiendo sus palabras.
        La madre se mantuvo en silencio.
        —Hay una casa en el Botánico. A usted le gustaría: tantos ár­boles —agregó, sin conseguir que ella hiciera ningún comentario.
        —Con Mario enfrente, calle de por medio —continuó monolo­gando o divagando, atendiendo de nuevo al ímpetu del viento.
        — ¿Así que anda bien, Mario?
        —Sí, anda bien. Muy bien anda.
        —Llévele mis cariños.
        —Por supuesto.
        Al fin se encaminaron hacia la puerta, permitiendo él que el tembloroso brazo lo guiara trabajosamente, mientras intentaba acompasar sus zancadas a ese andar trabado no sólo por los años, sino más que nada por el pertinaz e imposible afán de retenerlo; como si en los tres o cuatro metros que restaban para la puerta —en ese inmedible territorio— pudiera cumplirse el milagro de que el hijo consintiera quedarse un día, una hora, un minuto. Pe­ro la puerta estaba ahí. El estiró la mano, abriéndola decidida­mente y salieron los dos al viento y a la noche.
        — ¡Este era el Sur! —dijo el hijo ambiguamente, como si re­cién lo descubriera, y a la vez como si coincidiera con un remoto recuerdo. De todos modos, la voz fue desordenada por las ráfa­gas, y si eso era una queja entonces fue destrozada y aventada junto a papeles sucios y a las arenas y a las briznas con que llega cargado el viento del desierto.
        —Esto es el Sur —gritó calmosamente la madre, reteniendo aún al hijo por el brazo. Unos metros más lejos, el edecán perma­necía absurdamente erguido como una negra estatua, aferrado o aferrándose a la manija de la portezuela.
        — ¡Gracias por venir! —gritó la madre, apretando más fuerte­mente el brazo de su hijo—. No sabe qué alegría. Todos estos años...  —farfulló, luchando denodadamente contra el viento y el llanto.
        — ¿Esperándome? —preguntó el hijo sin mirarla.
        —Pensando en usted —dijo la madre, soltándolo al fin, como aliviada.
        El hijo ya se iba, cuando recordó vagamente que él hubiera querido saber cómo había vivido todos esos años.
        —Mamá, estos años... —dijo él, titubeando ante las palabras.
        — ¡He vivido feliz! —afirmó sencillamente ella, mientras retrocedía hacia la puerta.
        Y estaba por entrar, cuando alcanzó a distinguir, recortada nítidamente tras la ventana de la casa vecina como si fuese un maniquí apoyado contra la celosía, la inconfundible figura de su amiga fisgoneando lo que sucedía al cobijo de las sombras.
        — ¡M' hijo, venga! —gritó, cuando él llegaba ya hasta el auto.
        — ¿Qué precisa, mamá?
        Ella nada le dijo, sino que lo aferró nuevamente y lo condujo hacia el cono de luz que, saliendo del porche, iluminaba escasa­mente la vereda. Allí lo retuvo, poniendo cuidado en que la luz le iluminara el rostro.
        —Nada. Y que Dios lo bendiga.
        Y dándole la espalda caminó serena, pesadamente hacia la puerta.