LA CARNEADA

Eran del dominio de la estancia, de la cual era asiento la ranchada, cuatro leguas de campo, sin división ninguna con los linderos, cuyas haciendas pastaban mezcladas en los confines, separándose sólo a la voz de los cuidadores en olas horas de repunte –la madrugada- o en caso de alguna recogida, acto que casi nunca se repetía en una semana: estancia había por allí, donde los troperos no llegaban sino una vez al año y solamente para ellos se paraba rodeo de extraordinario.
          En  aquellas alturas era tan conocido el alambrado, como lo es hoy una boleada de avestruces o una corrida de pato: por excepción se hallaba gente que hubiera oído hablar de cosa semejante.
          ¿Campo alambrado?...Si eso parecía no solamente una puerilidad sino también una meticulosidad de tendero metido a campesino: el espíritu criollo, creado y formado en la revuelta y el desorden, se revelaba todavía ante semejantes vallas puestas al capricho.
          Dominaba la creencia de que el hombre, como el pájaro, podía cruzar la llanura sin pedir permiso a nadie: el campo es libre, era la fórmula que expresaba este pensamiento, elevado a la categoría de ley en nuestro pueblo.
          Salimos de la casa –el capataz, dos peones y yo- seguidos por una nube de perros de todo pelaje y catadura, silenciosos y reservados como los gauchos con quienes vivían en comunidad: no eran perros retozones y bullangueros, sino reposados y graves, serios, poco expansivos, como cuadra a seres que miran la vida no como un beneficio, sino como una carga pesada.
          El día comenzaba a apuntar y la claridad rosada de la mañana ganaba terreno por minutos: el pasto brillaba con el rocío y hacía ruido de seda desplegada al rozar con el vaso de nuestras cabalgaduras.
          Mis pulmones estrechos de hombre de ciudad se dilataban y absorbían con delicia aquel buen aire fresco y vivificante, que parecía traer consigo el germen de todas las alegrías.
          Llegamos a los confines del dominio: las vacas pastaban diseminadas en la vasta llanura, quebrando con sus colores variados aquella monotonía del verde en todos sus matices y gradaciones, que castigaba la vista como una obsesión.
          Los peones se abrieron –marcharon una a la derecha y otro a la izquierda- seguida cada uno por los perros que les eran familiares: aquellos que se creían de más mérito, los más encumbrados ante su propio criterio, formaban la corte del capataz y quedaron con nosotros.
           Pronto oímos los gritos de los peones interrumpiendo el silencio del campo, que pesa sobre el ánimo y lo invita a uno a la meditación, a la absorción en sí mismo: el capataz a su vez lanzó un alarido terminado por una nota aguda, era la señal; comenzaba la recogida.
          Las vacas, hasta entonces impasibles, empezaron a moverse hacia el centro del campo apartándose voluntariamente de las del vecino, que las miraban como diciendo no es con nosotras la cosa y seguían filosóficamente su almuerzo, apenas interrumpido; las de la estancia, se movían obedeciendo a la voz de la costumbre y sobre todo, quizás, al miedo de los perros que las conocían y se encargaban de repetirles con sus ladridos y mordiscos, que ninguna vaca debe ser reacia al mandato del amo, ni desoír su voz cuando la llama al rodeo.
          Los toritos nuevos, orgullosos y altivos –como buenos jóvenes- se resistían de repente a la influencia de los perros: se empacaban, se daban vuelta hacia ellos y los desafiaban escarbando el suelo con aire bravío, mientras ensayaban la postura de una cornada furibunda.
          Los perros, acostumbrados a estas paradas falsas, a estas cóleras –simples y sencillos estallidos de un amor propio pueril y de una vanidosa altanería- los atropellaban despreciativos, saltando para agarrarles las orejas y con un buen mordisco enseñarles a conducirse con decencia y compostura.
          Nosotros galopábamos detrás de las filas de vacas que, al trote, y estimuladas por los ladridos y los gritos, se encaminaban hacia la parada habitual, que ya conocían –el rodeo- que no se diferenciaba del resto del campo, sino por ser un peladal circundado de cardo y abrojillo.
          De repente alguno de los perros la emprendía con una vaca que, cuidadosa de su cría, era algo más remisa, o con algún novillo corpulento que orgulloso de su apostura marchaba con menos premura y más coquetería: no faltaba un peón –ganoso de lucirse ante mí como jinete y mozo diablo- que les enderezara el caballo y con una pechada y dos o tres rebencazos, les curara sus veleidades revolucionarias.
          Llegamos al rodeo: allí, la hacienda comenzó a arremolinarse, mientras el capataz, al paso de su caballo, se mezclaba entre ella, la estudiaba, la penetraba con su ojo observador y perspicaz.
          Buscaba no solamente una ajena en buenas carnes –pues allí, según lo observé, todo el mundo era cuatrero y nadie carneaba de lo suyo sino en caso muy excepcional-, sino también algún animal abichado a quien fuera necesario darle vuelta la pisada para curarlo.
          Luego que el capataz encontraba uno, miraba donde pisaba , se bajaba y con el cuchillo daba vuelta la huella que había quedado impresa sobre la tierra humedecida: nadie le hubiese demostrado que este remedio no volteaba la gusanera que roía la carne viva.
          Al fin se hizo la elección: una vaquita overa, de buen aspecto, y que el capataz guiñando un ojo me dijo:
         -Esta no nos ha de apagar el juego!...Tiene más grasa que chaquetón de gallego! 
          Movimientos combinados de capataz y de los peones, la sacaron del rodeo y, flanqueada, la comenzaron a arrear hacia la casa.
          Poco antes de llegar a esta, la vaca quiso volverse; ya era tarde: un lazo zumbó en el aire y la ancha armada, atraída por el peso de la argolla, vino a caer sobre las aspas, cerrándose sobre la frente.
          Quiso huir y se sintió presa; corrió sobre quien la sujetaba, y no pudiéndole alcanzar , se volvió y a la disparada trató de cortar el lazo con un tirón en que emplearía toda su fuerza y todo el peso de su cuerpo, cayendo a muerto.
          Todo fue en vano!
          El enlazador le conocía el juego y su caballo también; el tirón no surtió efecto pues caballo y jinete aflojaron en el primer empuje y pasado él, la cuerda se estiró como si fuera de goma, el caballo empezó a avanzar paso a paso, un poco encorvado, la barriga hinchada por el esfuerzo y la vaca comenzó a ser arrastrada.
            De repente se puso de pie, resuelta, y atropelló al jinete, llevando sus astas bajas como para alzarlas en un momento dado y traspasar a su rival; un segundo lazo silbó en el aire y allí quedó, inmóvil, como clavada.
            Dos fuerzas se la disputaban; no podía avanzar ni retroceder: se tiró al suelo.
          Los enlazadores, desapiadados, se reunieron y comenzaron a tirar en el mismo sentido, arrastrándola.
          Un ancho surco en el suelo fue la última huella de su resistencia.
          Llegados a un lugar aparente, los enlazadores se abrieron uno a la derecha y otro a la izquierda, quedando la vaca en medio: un comedido corrió de la casa con un cuchillo en la mano y, tomando al animal de la cola, le cortó los jarretes con dos tajos seguidos y certeros.
          La vaca, pisando con los garrones quedó en pie y empezó a balar con tono lastimero; los perros, que se habían quedado rezagados, comenzaron a llegar y a acercarse silenciosos, esperando el torrente de sangre humeante que no tardaría en caer y que era su manjar favorito.
          De repente el balido se enronqueció: el degollador prosiguió ahondando la herida y un momento después los lazos se aflojaron, él se hizo a un lado, teniendo en la mano teñida en sangre su cuchillo filoso y la vaca cayó al suelo, pesadamente, después de un último esfuerzo para levantarse.
          Un temblor convulsivo agitó sus miembros y quedó inmóvil.
          Empezó la operación de desollarla; el capataz, hombre más práctico, fue quien se encargó del matambre, que era de honor no llevara un solo tajo, indicio de que el cuchillo había tropezado o temblado el pulso: no era un chimango quien había sacado aquella achura, sino un hombre!
          Pronto no quedó en el lugar de la carneada otro cosa que el charco de sangre coagulada, conservando en su superficie la huella del hocico de todos los perros de la casa, la cabeza con los ojos vidriosos, el cogote y las panzas, cuyo sebo vendrían a picotear los caranchos y las gaviotas.
          Los perros, repletos, satisfechos, dormían la siesta, comenzando una plácida digestión, acostados en hilera, que se extendía hacia la casa, empezando con los más haraganes por orden perfecto de jerarquía.
          Entretanto en la cocina se oían las risas de los peones y de los matreros, mis invitados de la víspera, que mateaban, mientras que en el fuego chirriaban las achuras favoritas, que serían muy pronto el desayuno de sus estómagos, jamás repletos.
          La hacienda comenzó a salir del rodeo, se acercó a la casa, atraída por el olor de la sangre, baló con tristeza sobre los despojos de la que fue su compañera y luego, poco a poco, fue perdiéndose, allá, en la llanura verde y solitaria.