A Lucrecia
Libre sonido y vida fugitiva
alienta el ruiseñor entre los pinos
de la tarde. Voy solo, caminando
sendero arriba por una ladera
casi arcádica. Abajo, atardecido,
el Escorial eleva sus alados
torreones de pizarra.
Cernuda lo llamaba “el ruiseñor
sobre la piedra”. Sé por qué. Su firme
arquitectura es aire. Se dibuja
con pureza, se curva suavemente
como el verso final de una plegaria
o la música limpia de este pájaro
(tan literario y sin embargo un pájaro)
que ahora trina en la tarde. Te decía
que voy subiendo por esta ladera,
solo; empinada, serios caserones
o tranquilas casitas la ocuparon
y ya es un pueblo. Subo, fatigado,
la colina, buscándole la cumbre.
No se la encuentro. Es tarde. Todavía
creo escuchar la música del ave
del ensueño, ¡es tan alta! Y todo esto:
el ruiseñor, la senda entre pinares,
el hondo monasterio del Rey pálido
y mi cansado corazón, no tienen
música propia. Se la da tu nombre.
Este mundo es tu espejo. Yo te veo
ausente, yo te sigo
por la pendiente solitaria. Escucho
en el trino fugaz otro sonido
aun más dulce: tu paso que regresa,
tu amor que vuelve a casa...
El Escorial, marzo de 1997