VILLA URQUIZA


Sólo las plantas

permanecen.

Las rosas del abuelo anarquista

ordinarias pero fieles,

y el jazmín en cuya tierra yacen

las cenizas de la dueña de casa.

En este jardín desatan

su dulce furia los tacos de reina

con sus hojas que aguardan complacidas

las gotas de rocío.

Las cañas de ámbar

preparan para marzo

sus manojos perfumados,

y el heliotropo languidece

como todo lo que fue

en este mundo verde de Villa Urquiza.

 

Hace diez años que doña Cecilia

fue sorprendida por la muerte,

pero la flor de nácar

todavía luce

desde la alta ventana de la cocina.

De vez en cuando alguien la riega

o baja la maceta hacia la lluvia,

pero ella no necesita del agua

para dar su mínima flor,

gozo de momentos antiguos.

Sus hojas carnosas

miran pasar el tiempo

en el patio vacío,

sin otros habitantes

que una pareja de gatos ansiosos.

 

Una anciana va de pronto hacia el fondo

a tender la ropa

o a cortar jazmines para el retrato

de la cómoda.

Esa anciana es la niña del monopatín

y ese es el único pasaje del día

por el patio.

Sólo esa voz escuchan las hojas

cuando la anciana habla

para sí misma.

Y a veces canta.