Es verano. Florencia abre su camisa de muchacho para mostrarme su nuevo corpiño.
-¿Le gusta? –me pregunta.
Mi edad me autoriza al cinismo:
-No, no es transparente.
-¡Ah, si es por eso…!
Y con ademán rápido -¿y habitual?- se desnuda un pecho y lleva mi mano hacia él.
No la deseo, en ese momento, pero acepto su piel y su carne y anoto, dentro del episodio, su sonrisa satisfecha y vencedora.
Ésta es Florencia, que ingresó dos veces a mi vida para desquiciarla y se quemó y nos quemó con su fuego. Por mi parte, tal vez, bien merecido.
Florencia me trataba de usted, vos sabés, Alfredo.
Desnuda sobre la cama, con sus pechos espaciados y redondos, sí, como los de la Maja de Goya, me decía cuando yo mal me defendía de su capricho:
-¿Y usted se va a perder todo esto?
Como caracterización de un tipo psicológico, la expresión parece bastar. No obstante, había más inocencia de la que pensamos en lo que la Niña decía y hacía. Y no creas que es el cariño que me dicta estas palabras sino la observación a distancia, que ahora resulta fácil.
Al decir inocencia quizá me refiero a sinceridad. Florencia se veía realmente valiosa y deseaba que yo la quisiera. Pienso que a vos te odiaba, o que recelaba de vos porque te ubicabas fuera de ese ámbito físico en el que ella se manejaba conmigo.
Con vos yo me quedaba callada y escuchaba; con ella ponía el máximo de mi ingenio y prodigaba mis charlas en afán de suscitar admiración. Además estaba el deseo. Eran dos mundos diversos e irreconciliables. En el medio se movían, a su vez, otros seres.
No, yo no estaba dispuesta a perderme todo aquello, por supuesto…