Conocí a Florencia cuando recién vino a Buenos Aires desde la provincia. Se hospedaba con su madre, en casa de copoblanos, donde yo iba habitualmente por las noches a jugar a las cartas, luego de casarme. A pesar de sus trece años, y sin motivos que yo asuma, coquetea terriblemente conmigo. Noche a noche, después de la partida de naipes, la acompaño a su cuarto. Miro sus hermosos cabellos, los toco, los huelo, paso mi lengua sobre ellos. Me dice ¡Hasta mañana! Hace tres días se los recoge en una redecilla. De ese modo me impide disfrutar de ellos. Me parece absurdo, pero no digo nada. Hablo con ella diariamente por teléfono. Esta tarde, temprano, al descuido de la conversación, me habla de la red que usa. Yo digo que no me gusta porque me oculta su pelo. ¿Cuándo te la vas a sacar? A ella no le interesa mi opinión, dice. Siempre se atará los cabellos y sólo cuando vea al hombre que quiere se los desatará.
Como mi marido trabaja por la noche, voy luego de cenar a su casa, como de costumbre. Son tres cuadras de la mía. Después de la cena, charlamos. Y hablando de cualquier cosa, Florencia introduce, de pronto, y como sin darle importancia, la explicación que aguardo. No puede peinarse este cabello tan largo. Ya no sé cómo, si no me lo recogiera así, no sé qué haría. Además así tengo menos calor. Duermo con la red también. Explicación que no cuadra con el verano, pero las niñas son caprichosas.
La llevo a su dormitorio luego y asumo la misión de acariciarla. Le acaricio las sienes, las orejas, los bordes de la boca, la frente, la nariz, los ojos, cada pedacito de la cara, la espalda, muy sabiamente, y las piernas, muy furtivamente.
De pronto paso por hábito la mano por la cabeza. Y Florencia dice, en súplica y orden, como tantas noches: Rás-queme un poquito.
Paso suavemente mis dedos entre los agujeros de la red. Al momento, veo su satisfacción. La observo tan profundamente siempre que puedo ver cómo, a mis caricias, se ensancha súbitamente su nariz, como olfateando algo. Un momento; luego la primitiva sensación se hace costumbre y deja de ser fuerte y espontánea. Por eso, a cada instante varío la técnica de mis caricias, o de mi rascar. Con la yema del dedo, levemente con la punta de las uñas, con pequeños golpecitos... Ella conoce cuándo van a agotarse las nuevas sensaciones. Su sensibilidad animal lo sabe y después de un momento se resuelve: Me está hartando esta red -dice-, y la arranca de un tirón. Me da el goce de su pelo. Sabe. Sabe que así renueva sensaciones y me incita a buscarlas.
Yo me muero de deseos de sumergir mi cara en sus cabellos castaños con hebras doradas. Hundo mis dedos con avidez. Los huelo. Los despeino. Los estrujo. Ya no es una mano, sino las dos. El deseo de no hacerle daño es lo único que me detiene en el logro de caricias más íntimas. Ella, coqueta, hunde su cara en la almohada. No puedo ver su expresión, pero de pronto agarra mi mano, la besa y me dice: ¡Hasta mañana!