¿Quién era Hilde von Denken? Nunca llegaré a saberlo. Como mujer de un norteamericano, al igual que yo, frecuentaba los grupos de esta nacionalidad que vivíamos en Lavalle y Reconquista, zona de bares bien propicia a las borracheras extraordinarias de estos extranjeros. Había quien bebía todos los días y a todas las horas, como mi marido. Había quien se permitía la juerga cuando cobraba y dilapidaba entonces su dinero convidando copas a todo un bar. Había yanquis y sureños que disputaban después de cuatro whiskys sobre sus viejos agravios. No hay nadie como la negra que me crió -decía Paul Perry-, pero los demás negros son una porquería. Mi marido asumía la defensa. Hilde siempre callaba. Vivía con un norteamericano de origen alemán y sospechábamos que tenían algo de espías. Aunque poco había que espiar en esa colonia de borrachines. Pero a veces recalaban barcos de la flota de USA y hacia ellos íbamos en busca de marineros para traerlos a casa, como hacían muchos americanos, y convidarlos con un bife bien hecho. Se estaba en plena guerra. Hilde se movía entre todos con su pelo rubio y su hermoso cuerpo de pechos blancos y altos, que yo envidiaba rabiosamente. Se decía que había sido bailarina, que era de buenísima familia como lo atestiguaba su apellido y que había estado casada con un norteamericano que la trajo a estas tierras. Aquí vivía con un nivel más alto que el que teníamos los demás; tal vez Baumann, su marido, tenía más dinero, andaba en negocios de seguros, según se decía.
El viejo Sheridan no pertenecía a la colonia pero se agregaba a ella por comunidad de aficiones alcohólicas. Dirigía un periódico religioso católico llamado The Southern Cross y a veces lo repartía entre los católicos de la colonia, como eran mi marido y su hermano. Ese era otro de los temas que motivaban discusión: protestantes y católicos. Ni el hecho de estar juntos, pero perdidos en un país extraño, amenguaba las peleas. Los católicos habían sido muy agraviados en su infancia, tan segregados como los italianos en las escuelas y en los barrios de las grandes ciudades. Y esto era difícil de olvidar. Cómo, si sos escocés, podes ser católico, preguntaba Loman a mi marido, él que era un irlandés ateo y flaco que peleaba con Sheridan por su fanatismo religioso. Pero Sheridan hacía años que vivía en este país, había sido uno de los primeros futbolistas que jugaron en la Argentina, en el Saint-Andrews, y a veces hablaba con nostalgia de aquellos años o contaba quiénes eran sus amistades encopetadas, de cuando el fútbol se jugaba ante espectadores pitucos, ya que los "ingleses" lo dignificaban todo en aquellos años, aunque fuera pateando una pelota. Hilde von Denken asistía risueña a todos los comentarios y discusiones; todos admiraban su estampa y se disputaban sus brazos cuando se iniciaban los bailes con motivo de algún cumpleaños o recordación del 4 de Julio. Yo la miraba siempre con envidia y admiración, pues hubiera querido ser como esta diosa rubia que por sólo acto de presencia electrizaba a todos los hombres y derrotaba a todas las mujeres. Era de mayor cultura que los demás del grupo, leía, tenía en su manera de arreglarse un refinamiento europeo que las americanas ignoraban por completo. Alguna veces me animaba con ella al comentario irónico o al de algún concierto o lectura que hubiéramos compartido. También se decía que había sido amiga de Brailowsky, pero ¿quién no había sido amiga de Brailowsky, tan famoso por pianista como por sus aventuras sentimentales? Chopin se prestaba, sin duda. Hilde respetaba todos esos valores de Europa y aparecía tan bicho raro como yo entre los salvajes americanos que nos rodeaban. Parecía conocerlos bien y despreciarlos; yo, que me aburría en sus reuniones, porque más de un whisky no bebía, seguía con mis miradas todos sus movimientos para ver a quién le tocaba el turno de caer encandilado, aunque poco se desprendía ella del brazo de su Baumann o de su compañía. Pero Hilde actuaba por simple presencia, como digo, y a mí también iba seduciéndome al punto de que finalmente sólo asistía a las borracherías mensuales por el afán de encontrarla. ¿Se daba cuenta ella? No hay duda, pues me sonreía a menudo o me hacía señas de que fuera a sentarme a su lado cuando Baumann se enfrascaba en alguna charla sobre el curso de la guerra. Las demás mujeres la despreciaban y a su vez la temían; yo, por el contrario, me sentía atraída cada vez más. ¿Qué pensaría de mí? Sin duda que era rana de otro charco, como decimos en mi provincia, y que estaba fuera de lugar en las francachelas, pero también que era una "petite" estúpida y sin gracia, como yo misma sabía que lo era. De todos modos jugaba conmigo como con los demás. Se prestaba pero no se daba. Era la vedette indiscutida y aunque el único interés de las reuniones era beber, si faltaba ella el clima decaía y todos nos retirábamos más temprano. Nadie iba a buscar más bebida en los bares de la vecindad.
Aquella vez sí se trató de ir a buscar más bebida. La reunión se hacía en casa. Otras "damas" no había. Una de ellas estaba enferma y la otra la acompañaba. Al final éramos nosotros cuatro, ella, mi marido, mi cuñado y yo. Baumann se había ido por un negocio y había prometido luego venirla a buscar. Por eso la reunión no se disolvía, esperábamos el regreso de Baumann. John y mi marido salieron a buscar más bebida. Quedamos solas; yo en la cocina, preparando algo de comer. Pretexto para no quedarme frente a frente. Pero tal vez ella aguardaba ese momento y se vino a la minúscula cocina a ayudarme con las cacerolas. "Qué hacés -me dijo tuteándome por vez primera-, dejá eso. Tenés ganas de que te bese, ¿no es así?" Sorpresa y timidez me trabaron la respuesta. Sólo asentí con la cabeza. Se hincó en el suelo frente a mí, con ademán resuelto levantó la pollera, bajó la bombacha y me besó. Y yo esperando con mis labios hambrientos. A partir de ese momento, toda yo fui un ser ansioso, enloquecido, frenético, detrás suyo como un perro tratando de repetir una experiencia que no había pasado de eso, pero que se convirtió para mí en una muestra de sabiduría, de deferencia, de halago, de cariño, de algo diferente de lo que era nuestra vida de grupo humano sin ton ni son. Ella no había bebido demasiado, ella sabía que yo la esperaba, ella había elegido el momento pero luego, al oír el ascensor, se había levantado y vuelto a su asiento, sin otra referencia posterior que alguna mirada de complicidad. Me querías, ahí me tienes, parecían decir sus ojos, yo soy así, cherie. Nunca más logré, sin embargo, encontrarla a solas, nunca más pude siquiera devolverle como ansiaba una torpe caricia mía. Aquel aterrador e inigualado momento se perdió entre tantos otros y me dejó una sed intensa, una violencia diferida y el deseo inalcanzable de recostar mi cabeza entre sus pechos caudalosos y tentadores.
Antes de concluir la guerra Baumann regresó a su país. Ella no obtuvo visa sino al concluir la contienda y marchó una noche cualquiera, sin decir otra cosa que un adiós desganado ante mis ojos consternados y mi pasión sin respuesta