El pañuelito celeste aparece entre las páginas de un libro de yerbas medicinales, bien aplastado y con sus dobleces marrones por la tierra y el tiempo transcurrido. Treinta y tres años no es chacota. Entonces tenía 31 años, ya no era una jovencita que no sabe lo que quiere y sin embargo no lo sabía, o mejor dicho, lo sabía. Los muertos por la calle frente a la Secretaría de Prensa, los ataques de los nacionalistas de la Alianza a nuestros no tan inocentes "35" en las solapas, la cesantía de opositores, los exiliados, me estaban diciendo que la cosa iba en serio y aunque no era la primera vez en la historia que esto sucedía, pues ya hay escenas de deportados en ruinas antiguas, para nosotros sí era la primera vez. Había que tomar partido y lo habíamos hecho: en contra de este coronel desenfadado cuya figura comenzaba a imponerse con toda audacia y precisión. Acaparaba muchos cargos en el gobierno y desde ellos le era fácil manejar a su antojo los hilos...
Un papelito agregado al pañuelo aclaraba las cosas para mi padre. Él lo había guardado también entre las páginas del libro. El papelito decía: "Este cuadrado de género celeste nos entregaron en la marcha de la libertad para que lo agitáramos. No tenía dobladillo, yo se lo hice y te lo mando". Nosotros nos incorporamos en Callao y Corrientes, pero la marcha había comenzado en Congreso, en una hermosa tarde de septiembre, dos días antes de la primavera. Qué hermosa primavera aguardaba al país si conseguíamos que las banderas democráticas fueran las únicas banderas. Un gran cartel era el símbolo de nuestras convicciones: "Basta ser hombre para amar la libertad", decía. Una gran bandera que hombres y mujeres llevaban como un camino celeste y blanco era el paradigma de la unión. Era imposible sustraerse a este acontecimiento, a esta marcha que marcaba nuestra voluntad de afirmar un mundo de ideas liberales ante quien había dicho: "La paz es un ideal imposible y la guerra constituye el estado normal de la humanidad". Esto en medio de cientos de profesores destituidos y estudiantes presos, en medio de diarios confiscados y de numerosos exiliados que habían reunido sus fuerzas en Montevideo y nos impulsaban a pronunciarnos en esta marcha para defender la Constitución y la libertad.
El clima de la calle es de fiesta, nos encontramos entre conocidos, se ven empleados de tienda, oficinistas y abogados que hemos visto alguna vez en alguna parte, en cursos, en trámites, en liquidaciones, en reuniones de célula. Es nuestro mundo, el mundo porteño que se extiende desde Congreso hasta Santa Fe y desde el bajo hasta Callao. En ese perímetro trabajamos, hacemos las compras, armamos nuestras salidas y paseos de los sábados, cuando partiendo también de Corrientes y Callao caminamos hacia el bajo para recalar en nuestra milanesa napolitana de Corrientes Once. Pero aquí marchamos en serio y con otro rumbo: el de conseguir que cesen las violaciones de la Constitución y que se llame a elecciones por un gobierno civil de unidad nacional. Se ve gente de tobillos finos y zapatos de Avenida Alvear, señores de raya impecable y otros que no la tienen tanto, pero todos sonreímos de hallarnos juntos y marchar.
Seguimos por Callao hasta la Recoleta. En las esquinas se agregan nuevos grupos, de los balcones saludan agitando banderas, aplaudiendo cuando reconocen a algún líder político, o a algún artista de cine, radio o teatro. Todos marchamos con la seguridad de que a través de nuestra unión de clases, de fuerzas, de partidos, el fascismo de Perón será derrotado. Van brazo a brazo los conservadores con los comunistas, los democristianos con los socialistas, los demoprogresistas con los radicales. Se vive la emoción de un país democrático que va a librarse por fin de militares y mandones. Si los militares lo sacaron a Castillo con el que culminaba el proceso del conservadurismo, o sea del fraude y del acomodo, nosotros, si hay una elección limpia, lo vamos a sacar a este coronel que con el cuento de la limpieza -viejo cuento de fascistas- quiere poner patas arriba todas las instituciones y que además convive con una fanática mujercita de la farándula que cree llevarse todo por delante.
Ahí vienen repartiendo trozos de tela celeste y blanca, pequeños cuadrados que nos dan a los que marchamos del brazo y sonrientes todo a lo ancho de Callao en esta tarde de primavera.
Nosotros agitamos con entusiasmo los trozos de tela, haciendo nuestra la metáfora de un bosque de banderas. O pañuelos, porque en este caso se trata de pañuelos. El calor humano es grande, la marcha nos envuelve, las consignas del Partido Comunista cantan en nuestros labios, consignas respetuosamente argentinas como para vencer la desconfianza de los demás que nos acompañan, de nuestros conocidos enemigos de ayer, pero hoy somos todos uno; la salud de la República lo quiere. ¡Cuánta gente! Pero no se esperaba menos porque nuestro país, nuestra ciudad democrática por excelencia, se guía por la Constitución del 53, que respeta en la letra los derechos de todos. Menos mal que como en el 53 no había huelgas, no ha sido necesario modificar ningún artículo para propugnar o rechazar el famoso derecho. De eso mejor no hablemos en esta tarde, porque todos los gobiernos que han habido desde 1916 en adelante se las han arreglado muy bien para reprimir, sin ley que los avalara, todo movimiento de fuerza de la clase pobre, obrera, de esa que aquí en las filas lleva camisa ajada, algunos echarpes al cuello y que nos permiten sentirnos como todo un pueblo. Como todo un pueblo a nosotros que nos vestíamos a crédito pero estábamos contentas, pertenecíamos a la bien considerada clase media, comprábamos los jabones en James Smart, los pullovers en La Scala, zapatos en Los Angelitos, como todas las demás congéneres. No nos perdíamos estreno, y del brazo por Corrientes en nuestros sábados libres creíamos participar de un mundo privilegiado donde nuestros conflictos sentimentales y nuestras charlas literarias nos daban piedra libre para sentirnos únicos.
Ahora, tomados del brazo, el 19 de septiembre de 1945, poníamos en el aire de Buenos Aires nuestras consignas, seguros de que el empuje de nuestras filas habría de detener la violencia y la impunidad que comenzaban a reinar en las calles porteñas.