EL AMERICANO HABLA

 

         No consigo saber si estar casado con ella me hace feliz o no. La conocí como una muchacha atractiva y liberada, que salía con amigos los fines de semana. Parecía y es sencilla y sensata. No es difícil adaptarse a convivir con ella y puedo decir que nunca tuve una casa tranquila para vivir, como ahora. De niño conocí sólo peleas de clanes, peleas religiosas, en las que nuestro hogar resultaba desquiciado por llantos, moretones, muebles rotos y dientes saltados. Ir a la escuela a fines de la Primera Guerra y siendo católicos de origen significaba la exclusión constante de los juegos con los niños protestantes y sólo nos sentíamos cómodos en la vecindad de los italianos que observaban los mismos ritos. Nos protegíamos mutuamente entre irlandeses, italianos y escoceses del mismo credo, pero de igual modo las reyertas con los otros niños eran diarias y nos sentíamos segregados y pospuestos. Así crecimos los nueve hermanos. A las mujeres se las respetaba un poco más, sobre todo si eran atrayentes como mis hermanas, pero los cinco varones tuvimos que arreglarnos como pudimos; el trabajo escaseaba cuando fuimos jóvenes y no teníamos posibilidades de equiparnos con estudios para mejorar nuestro estándar. Fuimos jornaleros, camioneros, obreros de fábrica, comiendo bien, vistiéndonos decentemente, pero sin sobresalir en nada en un país donde todos los días era necesario sobresalir. Johnny se fue de casa y atrás suyo, y del colorido y móvil mundo en el que ingresó, me fui yo. Era el novedoso mundo del circo, de los parques de diversiones, donde con su motocicleta empezó a corretear ---en el cilindro de la muerte desde jovencito, mientras Vincent se abría hacia el lado del cuello duro siguiendo estudios que todos le costeábamos. Ni siquiera Johnny se negaba a contribuir, ahora que ganaba dinero, pues la solidaridad con la familia se mantenía firme. Esto hizo que Vincent se salvara, ingresara en una compañía petrolera y huyera de nosotros hasta volverse legendario en un México de novela del que jamás regresó. Todos los demás seguimos pataleando en la pobreza ya que si Johnny y yo, que entré a colaborar con él, ganábamos bien, también despilfarrábamos a diestra y siniestra con cenas y bebidas, mujeres y espectáculos. Particularmente Johnny, pues yo me mantuve tímido y silencioso sin que nada pudiera arrancarme a mis odiosos recuerdos de infancia. No me creí un hombre atractivo, aunque aquí en Argentina mi figura, por contraste, resultara llamativa. No tengo barriga, no como casi tallarines, me desayuno con huevos y panceta como allá, té y pan negro. Mi cara es naturalmente colorada, mi pelo enrulado, mis hombros y espaldas anchos, pero la ropa no me luce porque no parezco planchado como Johnny, que siempre está impecable, aun con sus fabulosas borracheras. El se emborracha cuando cobra, yo bebo cada hora pero me mantengo en pie bastante bien. Pienso que ella no se da cuenta. En este país soy un extranjero, por eso tal vez pienso que los nativos no se dan cuenta. Otra cosa pasa con los americanos que encuentro en el bar de abajo de la Alianza Libertadora. Americanos y algunos aventureros argentinos que los frecuentan para lograr pequeños beneficios. Todos saben hasta dónde da mi cuero. Yo soy un americano pobre. Este país me interesó de entrada; aquí la vida es fácil y los argentinos no se aplastan entre ellos para conseguir algo. No hay disciplina, se charla mucho y hasta la pobreza es menos sórdida que allá, particularmente en el pueblo de mi suegro con sus vacas apacibles, sus cerdos piojosos, sus caballos, las gallinas y las plantas que florecen durante todo el año. Aquí no se dan cuenta de lo que tienen. Hubiera querido hacer algo y quedarme. Pero no pasaba de buenas intenciones y esta sensación de incapacidad y fracaso me hacía beber más. Me sentía perseguido; no era el americano que todo lo puede con su dinero. Frente a ella resbalaba en su cordial indiferencia. No quería estar conmigo. Parecía como si mi presencia nocturna le hiciera cerrar los ojos con fuerza, negárseme sin violencia. Todo su ser parecía encerrarse con ahínco. Su respuesta era siempre pasiva, cediendo a la necesidad. No se entusiasmaba nada más que con la política, los estudios o las comidas que preparaba. Y cumplía la rutina de la casa con un afán ordenador que en la mía no había existido. A veces esto me ahogaba y huía hacia lo de mi hermano, que vivía en otro piso de la misma casa. Volvía borracho, por supuesto. Ella esperaba con una especie de resignación. Las noches que yo no estaba hubiera querido verla. Estar en mi trabajo de motociclista acrobático y estar viendo lo que ella hacía en mi ausencia. Tal vez lo más auténtico suyo, lo que no me daba ni yo sabía conseguir. Lo que busqué en ella no lo he logrado: una mujer para la cama, sin problemas. Recibí en cambio una vivienda ordenada y una familia extraña que no se pelea, la comida y algunas salidas de domingo juntos de las que vuelvo sediento y con sueño. ¿Es eso ser feliz?

 

 

          II

 

          Es una tarde de primavera, tibia pero ventosa. Me parece imposible que un barco pueda estar tan junto a la dársena y que apenas una escalerilla lleve a ese otro mundo. La ropa de mi marido cabe en una valija; él la sube a zancadas, es fuerte y ágil, por eso piensan que andará bien en el barco aunque nunca haya sido marino. Pero ha conseguido trabajo y se marcha. Ambos disimulamos nuestro contento; él sabe que no me verá más, ni evadirá más, como de costumbre, mis miradas de reproche; sabe también que ya nunca tendrá una mujer como ésta, inteligente y responsable. Pero sabe, asimismo, que su vida no tiene otra salida que aceptar este trabajo en un petrolero que va hacia Inglaterra. Del otro trabajo lo han despedido por alcohólico. A mi vez pienso que cesará con él la hipocresía y esto me da ánimo y hasta alegría. Podré recobrar mi libertad conservando visos de casada y no quiero preguntarme mucho sobre lo que puede traerme el porvenir.

          Todos los norteamericanos que nos rodeaban se han marchado o se han muerto. Comprendo la nostalgia de mi marido, que algunas noches huye de casa en busca de charlas con extranjeros, con otros paisanos. Ahora podrá estar entre hombres, beber sin zozobras, escuchar su propio idioma en otros labios. Promete llevarme en la primera oportunidad: los dos sabemos que será muy difícil. Hace falta dinero. Además el petrolero va a Inglaterra, de allí a USA y luego regresa, si es que no va a otra parte más lejana, pues nada es previsible cuando se viaja sin apuro en un barco de este tipo. Mi marido se acoda en la borda; está de campera y camisa abierta, es fuerte, ya se siente más libre. Yo desde la dársena sonrío, maldigo el viento que me despeina, lo miro, pienso en otra cosa. Nada más absurdo que este esperar indefinido. No puedo subir al barco porque no se permiten mujeres a bordo. Ni en casos de despedida, como es el nuestro. ¿Qué sienten las mujeres de los marinos que por un lapso de tiempo quedan libres de sus maridos? No lo dudo que un gran alivio temporario. Hacer lo que a uno se le antoje. Y, sin confesárselo, debe de ser lo mismo por ambos lados. De esto no tengo dudas, pues extiendo nuestro caso al de las demás mujeres. ¿Cuándo la unión de pareja estará desprovista de imposiciones? ¿Quién soy yo para preguntarlo, que procuro en cierta forma imponerme con el juego del suscitar? Bueno, ahora es mejor que no me haga preguntas y atienda a mi marido, como pareja perfecta que se despide por un largo tiempo. De verdad que no sé cómo son estos mecanismos, de modo que me limito a sonreír y a hacer recomendaciones sobre el frío o el calor, las imprudencias y los excesos. De otras mujeres no le hablo pues sé que ninguna me sustituirá, al menos en lo que yo tengo para dar. Y si de la cama se trata, no me preocupa, en ese aspecto cualquier cosa puede sustituirme. Cualquier cosa digo, tal la convicción que tengo sobre los atractivos que ejercen influencia sobre hombres como mi marido, al que nunca he visto mirar a otra mujer por la calle ni hablarme de ninguna bien construida o atrayente. Más bien en ese terreno es un niño que aún no sabe elegir.

          Se siente de pronto una pitada enérgica que suena en mitad del barco. Levantarán la escalerilla, dice mi marido; soltamos amarras. Por última vez extiendo mi mano, antes de que el barco comience a separarse. Al tiempo que lentamente se va apartando del muelle suena la sirena con ferocidad. Cuidate, cuidate, sigo diciendo, gritando sin que me oiga y sin que otra cosa se me ocurra. La sirena cesa. Él se ha puesto muy serio. Nos hacemos adiós con la mano. Tal vez también él, como yo, se seque una lágrima. No lo veo ya; el barco se empequeñece al entrar al río y una vez más su sirena imperiosa anuncia que se va. Que se va para mí, lo pienso y lo sé, definitivamente. No recuerdo ya el nombre del barco. Cuando vuelve a Buenos Aires, al cabo de tres meses, mi marido no figura ya en la lista de tripulantes. Ha desertado en Nueva York, dejando toda su ropa a bordo, su piel sudamericana. Un corte final y esperado. Recuerdo sí que esa tibia tarde regreso al diario y llamo a Alfredo por teléfono para salir. En nuestra charla no hablo para nada de su partida.