-A mí me parece que Ud. debería dejar ya de verse con él -decía Florencia en ese momento-. ¿De qué sirve tanta amistad condensada, tanto amor ya agrio; no me tiene a mí acaso?
-¿Estás celosa? -preguntaba yo-.
-¿Celosa yo? -comenzaba a levantar el tono levemente-. ¡Por favor! Sólo que me parece estúpido verse con alguien con quien no se concreta nada.
Nuestra amistad ella no podía comprenderla. Quien vive a fuego de llama no puede entender el rescoldo, pensaba yo. Pero decía:
-Es claro, para vos todo debe ser concreto.
-Por supuesto, entre un hombre y una mujer, a mí, la experiencia me dice que no puede haber amistad.
-Yo no soy una mujer como todas, vos lo sabes.
-Yo tampoco, pero me pudren los arrumacos sin sentido.
-Entre nosotros no hay arrumacos. Eso es lo que no comprenderás nunca.
-Ni quiero comprenderlo, me parece simplemente estúpido. Y un perdedero de tiempo. Usted me tiene a mí, eso es bastante. ¿O no? -preguntaba.
-Sí, por supuesto -contestaba yo.
Florencia ignoraba todo de mi amistad y ruptura con Angélica, encontraba justo que José se hubiese abierto a tiempo, según yo le había contado, que mi marido hubiera desaparecido luego de su viaje, pero este "sí, por supuesto" que yo le decía no la convencía totalmente. Creía que mi edad me obligaba a una entrega que quizá preveía como no total pero que anhelaba que lo fuera. Era probable que esto se debiera simplemente a un deseo de estabilidad que la urgía en el momento, pero nada más. Estabilidad conmigo mientras yo pudiera financiar las cosas. Después, ¿a dónde llegaría el exclusivismo de nuestro afecto, el egoísmo que a ambas nos movía? En el fondo de las cosas yo no anhelaba romper con nada de lo que poseía y Florencia, en cambio, pretendía echar abajo todas mis estanterías, según me lo había dicho repetidas veces. Es claro que lo que yo poseía era nada al cabo del tiempo, pero en mí siempre había el anhelo de una puerta abierta hacia otras habitaciones, hacia nuevas experiencias. ¿De qué madurez podía hablar yo?
-Con usted es el cuento de nunca acabar -decía ahora Florencia leyendo mis pensamientos-. Nadie la habrá querido como yo, ni la querrá ya nunca.
Yo sonreía y le hallaba razón, aunque me fuera difícil dilucidar los móviles de la aparente devoción de Florencia. Y hago mal en decir aparente; porque en cierta medida y a pesar de sus escapadas constantes en busca de halago aparentaba escucharme -o me escuchaba- como si de mis labios surgiera la verdad.
-Extraeré de usted todo lo que me sea útil -decía otras veces.
-No me vaciaré por eso, sigue cavando sin miedo —decía yo.
-¿De qué hablan cuando se juntan? —insistía ella refiriéndose a vos.
-De la Comisión de la SADE -reía yo para enojarla un poco. Pero como veía que ese poco podría acrecentarse con rapidez, intentaba una explicación más seria:
-¿Cómo podría decirte, querida? Él es como el hilo conductor de mi vida, una especie de cuerda tensa de la que penden ropajes diversos, una especie de horizonte...
Aquí empezaba a empantanarme, no sólo porque no había explicaciones posibles para la perduración de nuestra amistad, sino porque yo sabía que Florencia detestaba las frases en las que yo amaba perderme para eludir aclaraciones cuando me veía exigida a hacerlas.
Ella sólo entendía que había que rehusar ataduras inútiles, que había que vivir el momento con la mayor intensidad posible y para ello confiaba plenamente en su físico, a fin de lograr de quien fuera lo que anhelaba conseguir. Por el momento era yo la elegida y de mí dependía mantener la continuidad prodigando dones, sabiduría, caricias, novedades. En el otro platillo estaba su entrega. Yo comprendía perfectamente que nadie se había dado a mí con la furia con la que ella lo había hecho, con el cariño que me prodigaba, pero sabía también lo precario de ese cariño y lo absurdo de creer en él. Si Florencia se identificaba conmigo por la cabeza antes que por el cuerpo, como yo misma pretendía, esto significaba que la duración de su cariño no era necesariamente muy larga. Tampoco mi cabeza bien puesta -al menos para vos- significaba nada frente a la turbiedad o turbación de mi vida afectiva. Y las infinitas oscilaciones de mis sentimientos indicaban en ella idéntica falta de garantía. Me perdía en reflexiones antes que en respuestas concretas, con la única seguridad de que el afán de Florencia por cortar mi relación con vos no indicaba otra cosa que el segregarme de todos para mejor hacerme objeto de su propio dominio, cosa que yo rehuía como siempre que había sido así.
-¿Hasta cuándo ir al cine con un tipo semejante que todo lo mira con pedantería? -preguntaba Florencia un tanto envidiosa de un mundo que le era ajeno, el mundo del intelecto, al que accedía por golpes de intuición o guiada de la mano por mi propia pedantería.
No pensaba en sacrificar tu amistad, pero para tranquilizarla a Florencia con algo que iba siendo cada vez más cierto, decía:
-Ya verás que Alfredo no me llamará más, que dejará de llamarme cualquier día de éstos.
En realidad yo distanciaba las llamadas, vos no las hacías. Pero yo, como siempre ponía la decisión, siempre la pongo, en manos de los demás.