EL HECHO

 

          Nunca supe bien, en realidad, cómo sucedió, aunque me cansé de leerlo en los diarios donde todos nuestros nombres estuvieron mezclados. Pero no pude tener tu versión directa, ni la de ella, por supuesto.

          Felizmente vos te recobraste y pudiste regresar al "seno del hogar". No dudo de que allí tus explicaciones habrán sido plausibles. ¿Por qué no? ¿Acaso otra cosa que amistad podía decirse de lo nuestro? Es esa amistad lo que he perdido junto con el cuerpo de Florencia. Sé que tuviste razón en tu defensa física y que, a pesar de todo, trataste de mejorar, con tu alegato, mi posición moral realmente indefendible. Florencia no tenía compostura. Sólo su ceguera, su neurosis, pudieron llevarla a agredirte, a intentar matarte. Sólo un "funesto azar" pudo hacer que en el forcejeo el tiro le estu-viera destinado. Si así no hubiese sido, de todos modos, estabas para mí perdido. Todo iba a cesar entre nosotros, aunque el escándalo se hubiese evitado. Y esto es lo que me duele tanto como la muerte de Florencia; no poder seguir siendo para vos la misma de siempre, la misma que te inspiró la dedicatoria aquella tan elogiosa, tan halagadora. Ahora realmente me he quedado sola, como tantas veces lo deseé. Y puedo decirte como Anny, la de La náusea: "Lo sé. Sé que no encontraré ya nunca más nada ni nadie que me inspire pasión. ¿Sabes? Ponerse a amar a alguien es toda una empresa. Hay que tener energía, generosidad, ceguera... Hay un momento, al comienzo, en que se hace necesario saltar sobre un precipicio: si se reflexiona, no se salta. Ahora sé que yo va no saltaré más".

          Nuevamente, pues, en la vida se dio carambola. Golpeando una de las bolas fue a tocar a todas las otras. No podía ser de otro modo. Y a la orilla de la mesa de juego quedó en reposo el cuerpo de Florencia, tan hermoso, sin duda, como cuando me decía, tendida en la cama: "Venga, arrímese a mí, que quiero sentirme un perrito mojado arrinconado contra su pecho".