I
-¿QUE COMO YO, que soy recién llegado al pueblo, se esto que desconocen todos, aún aquellos que hace una buena hilera de años están por el pago?
Lo se porque me lo contó uno de los palitos, el menor. Me lo contó los otros días, delante de unas copas de caña, a esa hora desteñida del atardecer en que todo se vuelve grisáceo. No se si porque el pobre tenía más alcohol de la cuenta en el gollete, o porque debía desahogarse con alguien y nadie mejor que uno como yo, forastero ave de paso, o simplemente, porque quería repartir con cualquiera la responsabilidad de lo que sabía, el caso es que me lo tuve allí, durante horas, diciéndome con una voz que apenitas se oía, la historia esta, la historia del castillo. O del lobizón, si ustedes prefieren, que es lo mismo.
Yo cuando llegué no sabía nada. Mejor dicho, un comedido, al enterarse del viaje, me había anticipado: “ojo con ese pueblo, amigo; mire que tiene un castillo embrujado con un lobizón adentro y todo”. Y nada más. Pero, ahora que se aún aquello que el pago ignora, estoy peor que antes, porque no se que hacer. Al principio pensé en contárselo al comisario; al fin de cuentas, aunque no soy muy creyente, eso de que dos muertos estén desde hace años sin conocer el sosiego del camposanto, no me hace mucha gracia. Después me dije que no era justo quitarle al pueblo ese misterio que lo prestigia, que le da personalidad, digamos. Después me convencí a mi mismo: “No te metas, hermano; haceme caso, no te metas…” Y por esto, por el otro y por lo de más allá, escuché al palito y después de mucho cavilar, me callé la boca.
Dentro de un rato me iré. Para llegar a Gualeguaychú, por el consorcio, pasaré frente al castillo. Tal vez, del otro lado del alambrado, del lado donde siempre caen las sombras, vea al lobizón, convertido en mujer, como dicen esta en estos últimos tiempos, paseando entre la tupida maraña. Lo miraré por última vez, como miraré el pueblo, maniatado por la superstición, o el miedo, o vaya a saber que. Ahora, tal vez, por este silencio mío que guardo nada más que porque si nomás.
II
Claro que el castillo de este pueblo, es un castillo muy singular, sin torres, ni almenas, ni foso, ni puente levadizo. Es, digamos, lugareño: “a la entrerriana”. Lo forma un rectángulo uniforme, compacto y sólido, emplazado en medio de un monte agreste de árboles que apenas dejan filtrar el aire; en una de sus esquinas tiene una habitación de piso alto, ladeada por los vientos y los años, y que remata en un desusado balcón de piedra.
Pero, a pesar de esas singularidades, no se podría decir que la casa esta sea exclusivamente distinta a las otras del pueblo, todas chatas y más pequeñas, ya que, como allí sobra el espacio, paradójicamente nunca hubo necesidad de hacerlas grandes: total, la gente se pasa la mayor parte de su vida afuera, en patios, veredas o campo abierto.
Sin embargo, casi enseguida de haber sido levantada, vaya a saber si por la humedad, o por los extraños rumores que empezaron a correr desde su mismo nacimiento, o por que cosa, poco a poco esta casa comenzó a diferenciarse de las demás, aunque nadie supiera señalar en que o donde residía esa suerte de discrepancia arquitectónica: que rasgos se acentuaron, que elementos nuevos vinieron a integrarse para hacerla así, otra cosa: un castillo.
Tal vez, simplemente, fue esa especie de vejez que la empezó a cubrir casi de entrada, como si para ella el tiempo corriera más rápido o, retrospectivamente, hubiera sido adelantada la fecha de su construcción, hasta tal punto que un día la casa esta, con la misma edad que las primeras del pueblo, pareció centenaria. Ya entonces para la gente, era el “castillo”; o mejor, “el castillo del lobizón”.
Porque el sueño de la casa era Luigi Concetto, el hijo de uno de los iniciales pobladores de la zona, don Carlo Concetto. Por ser garibaldino, el italiano este no trabajó en la construcción de la capilla en que fervorosamente se habían empeñado los inmigrantes recién llegados, sino que se dedicó a levantar el boliche que pusieron enfrente. Y aunque este dato pareciera no tener mayor importancia, en verdad resulta un valioso antecedente, porque, para muchos, aquella lejana actitud paterna “liberal y carbonaria”, tuvo sus consecuencias en los hechos que acontecieron después.
Luigi Concetto era el hijo, entonces, de aquel italiano patriarcal; pero era el hijo séptimo, y los seis que le precedían eran todos varones.
Tal vez este dato, para alguno alejado de la zona, no tenga mayores resonancias, pero para quién este iniciado en el mágico mundo de las cábalas lugareñas, resulta un signo nefasto. Porque el último de siete hermanos varones, siempre, inevitablemente, sale lobizón.
Y así resultó: Luigi Concetto –el Luigi-, según los inmemoriales antecedentes y la más pura tradición, fue lobizón. Aparentemente, claro esta –como auténtico lobizón que era-, llevaba una vida normal. Como los seis hermanos que lo precedían, como el padre que daba el ejemplo, el Luigi limpió los campos, volteando los viejos árboles que se venían abajo entre protestas, como hacen los viejos; y en la tierra liberada abrió surcos y después recogió el grano que la tierra le devolvía, y más adelante volcó sobre los campos manadas de ovejas y tropillas de animales.
También como sus hermanos, el Luigi jugó su partida de truco los domingos, en el boliche, y arriesgó su suerte en una vuelta de taba, y los sábados por la noche se apretó a alguna morocha del pago en los bailes de “Mamá teneme el nene” (que se llamaban así porque las muchachas, antes de seguir a sus fortuitos compañeros de milonga o ranchera, decían precisamente eso: “mamá teneme el nene”).
Pero aún haciendo aquello que hacían todos –sus hermanos y la otra muchachada del pueblo-, aún así el Luigi era ante los ojos de la gente, distinto, como si sobre el, ineludiblemente, pesaran fuerzas oscuras que impidieran su total identificación con ese medio de hombres primitivos y fuertes. Y vaya a saber si fue precisamente por eso, o simplemente porque ya desde antes de nacer, en verdad, extrañas conjuraciones se dieron en su sangre, lo cierto es que el Luigi, poco a poco fue como desprendiéndose de los otros, como haciéndose menos semejante a los demás; más personal, se podría decir, si la gente del pueblo no se hubiera adelantado hace años para señalar el rasgo: más lobizón.
Tal vez todo –la extraña ceremonia del apartamiento-, comenzó con su vieja manía de hurgar en la tierra; o tal vez eso constituyera un signo. Primero fue en el viejo cementerio querandí de Talitas, donde, según la tradición, se amontonaban juntos a los huesos legendarios de los primitivos habitantes del lugar, cacharros y elementos de aquella raza extinguida; después la búsqueda azarosa e inútil de tesoros ocultos, que los viejos entendidos del pago ubicaban en zonas determinadas y precisas, pero en vagos lugares, y que el Luigi, con su sombrero aludo y sus pantalones arremangados a media pierna, y la pala sobre el hombro, recorría, exploraba, indagaba, pulsaba, bajo el sol febril del verano, cuando la gente caía volteada a la sombra de los paraísos, o en los días de invierno en que el paisaje parecía diluirse bajo una mampara de llovizna o resquebrajarse ante el empuje del pampero que golpeaba con furia, señor de vidas y haciendas, feudal caballero criollo.
La gente, que con el tiempo se habituó a las extrañas costumbres –tal vez habría que decir ceremonias-, a que se entregaba el Luigi, y las miraba ya sin temor ni curiosidad, sencillamente como quien corrobora un hecho ya reconocido, nunca dejó de imaginar, entonces si que con curiosidad y temor, las otras cosas, las que se realizarían los viernes a la luz de la luna, o al reparo del cementerio, al filo de la medianoche, o en lo más intrincado del campo –al borde de la laguna, o en el monte de sauces-, y que solo algunos escogidos pudieron atisbar, mientras todos debían, simplemente, conformarse con los remotos vestigios que les llegaban como signos de algo más complejo y terrible: el aullido desolador, algunas noches, desplazándose por el aire sereno, el fogonazo de luces inciertas en la recelosa oscuridad, bultos extraños moviéndose en las sombras, y ante las cuales las mujeres se persignaban, los hombres intentaban el gesto inútil de la mano en la cartuchera, y los niños, más auténticos en su inocente sinceridad, rompían a llorar, desconsolados.
Un día el Luigi se enteró, por un extraño azar, de la historia del monte situado en la cuchilla. La historia era muy vieja, y el se la escuchó por primera vez, en un boliche del Paso de las Piedras, a cierto arriero que venía de Corrientes trayendo un ganado flaco, y lleno de garrapatas, como todos los que de allí aparecían, que sería curado y engordado en los fértiles campos del lugar, para luego seguir hasta los frigoríficos porteños y cumplir esa trayectoria –aún vigente-, que va dejando a lo largo de dos provincias el tendal de penurias y esfuerzos y recoge al llegar los dineros que pararán en las manos de quienes viven del campo sin que les importe nada de el.
El arriero, porque era buen relator, o porque en la espera había tomado más caña de la cuenta o, simplemente, porque en la mirada de el Luigi, atenta y febril, encontró una incitación singular, el caso es que se explayó puntualizando detalles, pronosticando posibilidades, y hasta arriesgó el croquis acerca del lugar en que estaría ese fabuloso tesoro escondido en lo más intrincado del monte, que había pertenecido a quien llamaban todos, por su reconocida profesión, el contrabandista, pero sería de quien diera con el, porque el contrabandista hacía ya más de cincuenta años había caído bajo las manos de dos matreros que precisamente por eso, por el tesoro que se sabía estaba y nunca fue encontrado, lo esperaron un día a la llegada del rancho y lo dejaron después, cocido a puñaladas, al borde de la cuneta donde lo vieron los primeros madrugadores que pasaron por el lugar, y los curiosos que fueron llegando luego, y los delegados de la penitenciaria más tarde, mientras que nadie vio nunca ese tesoro que se sabía estaba aunque se ignoraba donde.
Cuando el Luigi oyó esto, compró aquel rincón, con sus árboles apretados por viejos y salvajes, y los miserables restos del sucucho que había sido del contrabandista, y comenzó allí a levantar la casa que, abrumada por la humedad, maltratada por los años o vaya a saber por que, concluyó vieja y centenaria antes de tiempo.
Para esa época el Luigi ya estaba libre de ataduras, como disponible, digamos para entregarse al extraño designio que los astros le habían señalado. El padre ya había muerto. Lo encontraron un día caído sobre la tierra que había sido como la prolongación de el mismo, con el rostro mirando sin ver, bien arriba, la abrumadora claridad de la luna llena. Los hermanos, uno a uno, tomaron rumbos distintos; algunos hacia el norte, a continuar entre yerbatales la conquista iniciada entre espigas; otro, cansado de las duras jornadas, a Buenos Aires; los demás, quien hacia un lado, quien hacia otro fueron alejándose de ese rincón donde el tesón y la esperanza de un hombre los había emplazado y enseñado a se hombres.
Cuando el Luigi quedó solo, por un momento se sintió deslumbrado por la grandeza de esa libertad que entonces le era entregada. El ya vivía como distraído del mundo que lo rodeaba, pero entonces, desanudado de esa gravitación familiar que, de algún modo, lo ataba a los hombres, se replegó más aún sobre si mismo y redujo su universo al pedazo de monte que había heredado, con animales y todo, junto a la costa del Gualeguay, y al castillo amarrado a ese otro monte que había sido un día del contrabandista y que entonces ya era de el.
Se quedó allá como quien decide una cosa definitiva, como se habían quedado los otros, los primeros italianos y los hijos de ellos en ese pueblo de mala muerte; solamente que ellos –los otros- ni siquiera sabían lo que estaban esperando, y el Luigi sí.
Sin prisa, como diciéndose “no hay apuro”, se entregó a su viejo afán, renovando entonces en la búsqueda del tesoro que era patrimonio suyo aunque no pudiera gozar de el más que de una confusa y apretada esperanza.
Y fue como si el castillo se lo hubiera tragado. En consecuentes días, en noches simétricas e implacables, vapuleó la tierra, desbastó con su pala lo más intrincado del monte, maceró las raíces de los árboles. Afuera, entretanto se intensificaban los rumores, crecían las anécdotas alimentadas por los frágiles vestigios que recogía la gente; al hombre se lo veía hosco, huraño, con la rubia barba crecida, y los ojos ajenos, como de alucinado; en el castillo, por las noches, se advertía una extraña figura vagando bajo la techumbre de las sombras, o se atisbaban luces desconocidas desplazándose en la oscuridad, colándose por los intersticios del ramaje tupido.
El Luigi, así, los dominaba perfectamente: porque no acababan de entenderlo, lo admiraban y temían. Todos, de algún modo, añoran lo mágico, tienen nostalgia del misterio; algunos se asoman a el. El Luigi lo habitaba: ahí afincaba su prestigio.
Para ese tiempo, la gente ya evitaba el acercarse, o simplemente cruzar frente al castillo. Cuando el gobierno dispuso la construcción del consorcio que uniría al pueblo con Gualeguaychú, se levantaron protestas, se reunieron firmas, se alegaron razones, porque esa gente –gobierno, vialidad, políticos-, habían trazado el camino pasando, precisamente, frente al castillo.
Los de arriba, que entendían sobre finanzas, manejos políticos, intereses económicos, pero nada sabían de lobizones, no aceptaron los arduos y efusivos razonamientos de los pobladores; en cambio pareció entenderlas el mismo Luigi, porque desde entonces, la parte del castillo que daba sobre el consorcio fue como borrándose en la pródiga vegetación que lo rodeaba, cada vez más tupida.
Paralelos crecieron, así, los esfuerzos y móviles del hombre, desconocidos por todos, y el arduo laberinto de conjeturas y miedo que la gente elaboraba a partir de los signos o datos inciertos que le transmitían quienes por azar o valentía habían podido acercarse al misterio, y que un día no fueron tan inciertos porque los trajo un muchacho, Abel, el más inteligente del pueblo, que hasta estudiaba en la Normal de Gualeguay y solo iba al pueblo en vacaciones. Y había sido precisamente en época de vacaciones cuando el muchacho este, junto con algunos otros de esa camada del pueblo que ya no eran niños y todavía no llegaban a hombres –aunque hubieran cumplido su escapada hasta la casagrande- hicieron una apuesta, disparatada según las mujeres –“que temeridad, estos muchachos; con los lobizones y las almas benditas no hay que jugar, como con el fuego…”- pero que para ellos era heroica y arriesgada y, aunque no lo dijeron, si lo pensaron: era la hazaña necesaria para reparar los rutinarios días a que los obligaba la monotonía del lugar, o para cobrarse los repetidos sustos que en la infancia no lejana les había dado precisamente el, el Luigi, y que ellos recordaban junto al sabor áspero del aceito de recino mezclado al jugo de naranjas, o la sopa que solo aceptaban cuando les repetía la madre: “Tomá esto en seguida que si no va a venir el lobizón a llevarte…”
La apuesta era sencilla pero tenía la balbuciente grandeza de lo arriesgado, porque, acercarse al castillo en la medianoche de un día viernes para acechar los pasos del Luigi, era tarea que solo podía afrontar quien despreciara la propia vida por corajudo y hombre. Y como de tal se las daba el muchachito este, la medianoche de ese viernes lo encontró agazapado entre los matorrales, con la mano pronta sobre el pequeño cuchillo sustraído al padre y los oídos alertas al eco que llegaba desde el campo y se aplastaba sobre los viejos muros del castillo, como al poco rato se aplastaron los compases nítidos de un golpear discontinuo que venía rodando desde el centro del monte, y que el Abel oyó con la sangre casi congelada en las venas, y que después dejó de oír, no porque los golpes cesaran, sino porque todos sus sentidos quedaron primero fascinados y después detenidos por el horror frente a la figura que descubrió y miró y volvió a mirar y después no pudo mirar más porque, como si su aguante hubiera tocado fondo, se lanzó a la carrera hacia el camino y siguió corriendo, alucinado, hasta que la calle murió de sopetón frente al boliche donde lo esperaban los otros muchachos del pueblo, que supieron entonces por referencias de el, de Abel, lo que el mismo había visto: la figura de una mujer, desorbitada en su estatura, vestida de blanco, con el renegrido pelo hamacándose al viento y una luz singular contorneando el perfil de su cuerpo.
Al otro día todo el pueblo supo aquello que los muchachos conocieron esa noche –el coraje, el Abel, le había durado un momento, pero el cuento del coraje toda la vida-, pero nadie, ni los muchachos ni la gente del lugar alcanzaron lo otro, lo que solo sabía el Luigi, que desde hacia unos meses en el castillo ya no estaba solo porque con el había una mujer.
La trajo de un rancho cercano al rincón donde tenía su ganado. El Luigi la había mirado una vez un día, y después varios veces otro día, y después le dijo: “Juana, te venís conmigo”. La muchacha sabía que alguna vez tenía que irse de allí, porque el rancho era chico y los hermanos muchos, y además, el destino de una mujer es ese, seguir a un hombre. Por todo eso le dijo que si. Después, cuando supo que el lugar donde vivía el Luigi no era un rancho, sino “una casa de material y todo” como se repitió más de una vez, entendió que había hecho bien en seguirlo. Y más conforme quedó, cuando en los meses siguientes, el hombre le contó la historia del tesoro escondido en un rincón del monte que circundaba la casa, y la incorporó a esa fervorosa tarea de rastrear la espesura en que estaba empeñado y realizaba perseverantemente durante noches y noches, para después desaparecer jornadas enteras, porque se marchaba a la costa, para dar una ojeada a su hacienda, o se iba a dormir (y entonces se entregaba al sueño como quien se abandona a la muerte).
Y fue en una de esas ausencias cuando la Juana vio al Chacho Pedreira. Era un resero que llevaba ganado para Ceibas, y que esa noche, justo cuando ya había amontonado la hacienda, y extendió su poncho en el suelo para dormir un rato, vio filtrándose entre la espesura la claridad de una lámpara. Y de puro curiosa nomás se arrimó, primero saltando los alambrado tirantes y firmes que bordeaban el consorcio y después eludiendo los altos yuyales que inundaban el patio y después empujando la puerta que bajo la presión de su mano crujió con ruido de madera reseca, asustándolo a el, que no sabía porque estaba haciendo aquello, y a la Juana, que miró despavorida la figura alta y mandona, y la cara cuadrada bajo el bigote espeso, y los ojos relucientes como la ristra llena de monedas de plata que apretaba su cintura.
La Juana, esa noche, supo que los hombres afuera, aún conversaban, y no se pasaban los días y los días, como el Luigi, sin decir una sola palabra. Supo también que dos ojos oscuros pueden alborotar la sangre y pesar sobre la propia carne aunque ya no estén presentes y sean solo un recuerdo y una esperanza.
Y lo volvió a ver al Chacho a la semana siguiente, cuando regresó de Ceibas, ya sin el ganado, pero con la misma pinta mandona y fuerte; ella lo llevó hasta un rincón del monte, uno de los tantos por donde trajinaba el pobre lobizón, y allí, miró, juntitos, el brillo de sus ojos y el de las estrellas, porque ambos le caían verticales sobre su propio rostro, casi perdido entre las hojas secas del suelo donde estaba acostada.
Después, porque llegó el otoño con su humedad y sus vientos, y ya el monte, así, no resultaba acogedor, o tal vez, sencillamente, porque de tanto no verlo al Luigi, le perdieron el miedo, se volvieron a encontrar adentro de la casa, sobre la propia cama que era de la Juana y del marido, aunque casi nunca la usaban juntos, porque el Luigi, por las noches, se afanaba en el monte o se marchaba a la costa del Gualeguay, y de día, cuando el descansaba, ella se inventaba trabajos en la casa.
Más adelante, cuando llegaron las lluvias del invierno, y ya casi se habían olvidado de que el Luigi existía, lo vieron venir una noche y detenerse el borde mismo de la cama; y el Luigi fue a desenfundar su cuchillo, y cualquiera hubiera podido prever lo que iba a pasar, lo que acontece casi siempre –el marido que da muerte al que ha usado de su mujer- pero que esa noche no ocurrió, porque mientras el Luigi arrancaba de su vaina el cuchillo, y los ojos del Chacho, indefenso sobre la cama, se iban hacia el rincón donde veía asomar el suyo, inservible entonces entre los pliegues de la bombacha, la Juana se abalanzó sobre el hombre que estaba de pie, y con la cuchilla grande, la que usaba para picar carne y cortar bifes, y a veces, con el Luigi mismo, para carnear ovejas, le dio un golpe y después otro y otro, hasta que advirtió la sangre escurriéndose por los ladrillos del piso.
Esa noche, al pie de un viejo ceibo, con la misma pala que el Luigi utilizaba para escarbar la tierra, hicieron los dos –el Chacho y ella-, un pozo profundo, y después pusieron allí el cuerpo del hombre, que se quedó mirando desde abajo la tierra que había escudriñado durante años desde arriba. Ellos se fueron hacia el castillo. La Juana como quien marcha a su casa, y el hombre, como aceptando ese juego del destino que le entregaba, inesperadamente, una mujer y un lugar, y tal vez algo más: una tarea o una misión. Pero esto ya no lo pensaba el Chacho sino la Juana, y lo pensaba más por lógica que por intuición, porque el Chacho unos momentos antes, cuando, concluido el pozo, estaban por introducir en el al muerto, la había detenido para decirle, apremiante: “mirá primero bien, che, no sea cosa que este aquí el tesoro del contrabandista”.
No se cargaron de ninguna culpa porque no se sintieron culpables: aquello no había sido un asesinato sino una necesidad. En realidad, era como si el móvil o el ideal o el destino de Luigi no quedara interrumpido, sino que simplemente, pasara a otras manos, como si cambiara la cara de los protagonistas y no las circunstancias. Por eso, aunque en el pueblo no se supo nada de lo ocurrido esa noche, la cosa no tuvo mayor importancia, porque todo siguió como hasta entonces, aunque el protagonista no fuera ya el hijo del viejo Conceto sino ese resero vagabundo que por no querer porfiarle al destino había quedado apresado entre los matorrales del castillo.
Por las noches se siguieron viendo luces que se desplazaban entre los árboles, y la sombra de una mujer desconocida cruzo bajo la mirada aturdida de más de un fortuito caminante, y los extraños golpeteos que eco arrastraba durante kilómetros en la serenidad de la noche, poblaron, como siempre, el miedo de los chicos y la superstición de los grandes que se repetían entre el “Caray con el Luigi este, que esta cada día más lobizón”.
Las cosas siguieron lentas y sin altibajos durante meses y meses, como marcha una máquina cuando tiene todas las piezas colocadas donde deben estar. La gente del pueblo continuo siendo eso, gente de pueblo, y el nuevo lobizón repitiendo los gestos que había heredado sin proponérselo, junto con la cama, la hacienda, la Juana y ese oscuro prestigio.
Pero un día la frágil estructura se quebró. Fue cuando llegaron los carnavales. El Chacho, esa noche, inesperadamente, dijo “voy a bajar al pueblo”; tal vez porque sintió removerse su antigua sangre vagabunda, o porque se había cansado de jugar al lobizón, o simplemente, porque lo tentó el ruido de las matracas y el eco de la música que subía de las casas; y la mujer que a veces se preguntaba si el pueblo, que nunca había visto, existía de veras o sería simplemente una pequeña idea que había sido del Luigi y había heredado el Chacho, le dijo “bueno”, y después lo ayudó a disfrazarse, porque, razonaron, porque no podía aparecer allá como el hombre que había sido y ya no era, el Chacho Pedreira, a quien tantos conocían –y por lo mismo comenzarían con las averiguaciones: “Que haces por el pago”, “no llevas más ganado”, “hace pila que no se te ve hermano”-; en cambio, si llegaba como quien era entonces, el Luigi Conceto, nadie diría nada, por a el, al Luigi Conceto, desde siempre lo habían esquivado, con prudencia –no era cosa de desatar sus iras-, pero también con firmeza, porque uno no puede arriesgarse, porque si nomás, con esa gente que tiene tratos extraños.
Cuando la Juana lo vio con las ropas que habían sido del muerto –los pantalones arremangados a media pierna, el saco de cuero, raído por haberse maltratado tanto entre la tierra, el poncho echado sobre el costado de un hombro, el sombrero llenándose de sombras la cara, la barba rubia fabricada Dios sabe como-, cuando lo vio así, por un momento titubeó, como si de pronto se le hiciera realidad eso y solo un sueño fuera lo otro, los meses pasados junto al resero que ya no estaba allí, porque allí solo permanecía el, el Luigi Conceto. Y fue el quién bajo al pueblo, se perdió entre la multitud que llenaba la calle principal, vestida de luces multicolores y serpentinas, y vio como los hombres se cambiaban ramitos con las muchachas, y aprovechaban para acariciarlas mientras le revolvían la cabeza con papel picado, y se aturdió con la música y los ruidos y las risas que parecían silenciarse cuando lo veían pasar a el, el Luigi, por ni aún en esa oportunidad los del pueblo se olvidaban que, aunque parecía un hombre, era un lobizón.
Y mientras el Chacho estuvo allá, en el pueblo, la Juana se quedó en la casona vacía, llena entonces de recuerdos que se iban anudando alrededor de su mente, mientras ella misma parecía como atrapada en un extraño círculo que no la dejaba ver las cosas claramente, o, tal vez, que le permitía vislumbrar lo que hasta entonces no había atisbado, como si la ausencia del Chacho le permitiera, por primera vez, tener la perspectiva de las cosas.
Más tarde, cuando el Chacho apareció en la puerta de la cocina, sonriente, sin la barba, con el propio bigote recuperado y el brillo de sus ojos sobradores, de resero taimado, la Juana lo miró asombrada, como lo había mirado aquella primera noche, hacía ya más de seis años; y fue como si el tiempo se corriera para atrás, y se repitiera aquella escena, paso a paso, si, pero con una variante sutil, porque entonces la Juana hizo lo que debió hacer y no hizo aquella noche: tomó la cuchilla grande, la que utilizaba para picar carne y cortar los bifes y, a veces, con el Luigi, para carnear ovejas, y una vuelta, pero ella sola, para dar sobre la cabeza del Luigi el mismo golpe rápido y certero que repitió entonces sobre el Chacho, una vez y otra vez, hasta que advirtió, como entonces, la sangre escurriéndose entre los ladrillos del piso.
Como quien repite los pasos de una lección ya sabida, la Juana arrastró el cuerpo, y cavó al pie del viejo ceibo, y allí dejó la figura rígida y helada del Chacho Pedreira; pero antes, miró y volvió a mirar los recovecos oscuros de la precaria fosa, no fuera cuestión de que el tesoro de el contrabandista estuviera allí, en el lugar que ya no podría remover porque dos muertos lo custodiaban desde adentro. Y después se fue al castillo, como la otra vez, sin preguntarse si podría ser feliz entonces, con otro muerto ante ella, porque también esa vuelta todo había sido apremio de la necesidad o, tal vez, un sueño dentro de otro sueño.
Tampoco eso fue advertido en el pueblo; pero casi con seguridad, aunque hubieran reparado en eso, la cosa no les habría importado demasiado, porque ellos estaban aferrados a un mito, leyenda o costumbre, que seguía vigente igual, ya que permanecían las luces extrañas en la oscuridad de la noche, y los ruidos incomprensibles, y las figuras insólitas que alimentaban el frágil sortilegio del castillo.
III
Todo esto nadie ni siquiera la imagina en ese pueblo que vive custodiando el encierro de Luigi Concetto. A mi me lo contó, como he dicho, uno de los palitos (los llaman así porque vinieron al mundo, uno detrás de otro, con la misma estampa y los rostros idénticos, y así crecieron parejos. Son siete: siete varones).
Según parece, la Juana, con el correr de los años, se cansó de manejar sola la pala; ya estaba poniéndose vieja y la faena esa de remover la tierra día y noche, s ele iba volviendo pesada. Entonces, para un carnaval, hizo lo que había hecho el Chacho: bajó al pueblo con las ropas, la barba y el aire distante del Luigi.
También ella se deslumbró con las luces de colores, las serpentinas y el papel picado con que los pobres del pueblo olvidaban por unos días la miseria y el aburrimiento de todo un año; por otra parte, también para ella se suspendieron las risas y la algaraza, y la gente se abrió, como dándole paso, mientras las más beatas se hacían disimuladamente la señal de la cruz y alguien que no tuvo miedo, la miró, siguió su vagabundeo, se le cruzó en el camino, hasta que consiguió lo que se había propuesto: conversar con quien creía era el Luigi y supo después que era esa mujer inexistente para los habitantes del pueblo. Era uno de los palitos, el último.
Conversaron durante horas. La Juana lo escuchó a el, el palito final, y el la escuchó a la Juana, la única sobreviviente más que de un lugar, de una misión o encargo o cometido. Al alba se separaron.
Cuando el palito me contó esto, subrayó con frialdad y lucidez, el aspecto tentador que tenía la cosa: el castillo, viejo y todo, era una casa de veras; la hacienda amontonada en la costa del Uruguay, conjeturaba el hombre, se habría reproducido a más no poder; y, sobre todo, estaba en el monte, es decir, el tesoro del contrabandista. Como para disimular el materialismo de todo ese largo razonamiento, el palito agregó:
-Además, esta la necesidad de ser lo que somos… ¿me explico? De estar cada cual con su cada cual…
Pero, con todo su aplomo, el hombre -¿hombre, he dicho?-, parecía no estar seguro, porque antes de irse me dijo:
-Caray que es tentador el asunto… Pero no me decido todavía ¿sabe? Por aquello de que no hay dos sin tres… Aunque, la verdá, ¿Por qué el tercero tendría que ser yo…? Esta también la Juana…
La figura del castillo, más viejo y ladeado que nunca, acaba de pasar, como lo imaginaba, frente a mi, más allá de los alambrados y los vidrios cubiertos de polvo de este destartalado colectivo que me lleva a Gualeguaychú.
Entre las sombras, he visto una sombra. ¿La Juana? ¿El Palito…? ¿Tal vez, simplemente, el Luigi Concetto…?
Junto con el ruido del coche, que marcha a los resoplidos, desde adelante me llega la voz del conductor explicándole a una forastera, con el desgano de quien ha dicho muchas veces lo mismo.
-Si… es el castillo. Hace añares allí esta encerrado el lobizón…
-¿QUE COMO YO, que soy recién llegado al pueblo, se esto que desconocen todos, aún aquellos que hace una buena hilera de años están por el pago?
Lo se porque me lo contó uno de los palitos, el menor. Me lo contó los otros días, delante de unas copas de caña, a esa hora desteñida del atardecer en que todo se vuelve grisáceo. No se si porque el pobre tenía más alcohol de la cuenta en el gollete, o porque debía desahogarse con alguien y nadie mejor que uno como yo, forastero ave de paso, o simplemente, porque quería repartir con cualquiera la responsabilidad de lo que sabía, el caso es que me lo tuve allí, durante horas, diciéndome con una voz que apenitas se oía, la historia esta, la historia del castillo. O del lobizón, si ustedes prefieren, que es lo mismo.
Yo cuando llegué no sabía nada. Mejor dicho, un comedido, al enterarse del viaje, me había anticipado: “ojo con ese pueblo, amigo; mire que tiene un castillo embrujado con un lobizón adentro y todo”. Y nada más. Pero, ahora que se aún aquello que el pago ignora, estoy peor que antes, porque no se que hacer. Al principio pensé en contárselo al comisario; al fin de cuentas, aunque no soy muy creyente, eso de que dos muertos estén desde hace años sin conocer el sosiego del camposanto, no me hace mucha gracia. Después me dije que no era justo quitarle al pueblo ese misterio que lo prestigia, que le da personalidad, digamos. Después me convencí a mi mismo: “No te metas, hermano; haceme caso, no te metas…” Y por esto, por el otro y por lo de más allá, escuché al palito y después de mucho cavilar, me callé la boca.
Dentro de un rato me iré. Para llegar a Gualeguaychú, por el consorcio, pasaré frente al castillo. Tal vez, del otro lado del alambrado, del lado donde siempre caen las sombras, vea al lobizón, convertido en mujer, como dicen esta en estos últimos tiempos, paseando entre la tupida maraña. Lo miraré por última vez, como miraré el pueblo, maniatado por la superstición, o el miedo, o vaya a saber que. Ahora, tal vez, por este silencio mío que guardo nada más que porque si nomás.
II
Claro que el castillo de este pueblo, es un castillo muy singular, sin torres, ni almenas, ni foso, ni puente levadizo. Es, digamos, lugareño: “a la entrerriana”. Lo forma un rectángulo uniforme, compacto y sólido, emplazado en medio de un monte agreste de árboles que apenas dejan filtrar el aire; en una de sus esquinas tiene una habitación de piso alto, ladeada por los vientos y los años, y que remata en un desusado balcón de piedra.
Pero, a pesar de esas singularidades, no se podría decir que la casa esta sea exclusivamente distinta a las otras del pueblo, todas chatas y más pequeñas, ya que, como allí sobra el espacio, paradójicamente nunca hubo necesidad de hacerlas grandes: total, la gente se pasa la mayor parte de su vida afuera, en patios, veredas o campo abierto.
Sin embargo, casi enseguida de haber sido levantada, vaya a saber si por la humedad, o por los extraños rumores que empezaron a correr desde su mismo nacimiento, o por que cosa, poco a poco esta casa comenzó a diferenciarse de las demás, aunque nadie supiera señalar en que o donde residía esa suerte de discrepancia arquitectónica: que rasgos se acentuaron, que elementos nuevos vinieron a integrarse para hacerla así, otra cosa: un castillo.
Tal vez, simplemente, fue esa especie de vejez que la empezó a cubrir casi de entrada, como si para ella el tiempo corriera más rápido o, retrospectivamente, hubiera sido adelantada la fecha de su construcción, hasta tal punto que un día la casa esta, con la misma edad que las primeras del pueblo, pareció centenaria. Ya entonces para la gente, era el “castillo”; o mejor, “el castillo del lobizón”.
Porque el sueño de la casa era Luigi Concetto, el hijo de uno de los iniciales pobladores de la zona, don Carlo Concetto. Por ser garibaldino, el italiano este no trabajó en la construcción de la capilla en que fervorosamente se habían empeñado los inmigrantes recién llegados, sino que se dedicó a levantar el boliche que pusieron enfrente. Y aunque este dato pareciera no tener mayor importancia, en verdad resulta un valioso antecedente, porque, para muchos, aquella lejana actitud paterna “liberal y carbonaria”, tuvo sus consecuencias en los hechos que acontecieron después.
Luigi Concetto era el hijo, entonces, de aquel italiano patriarcal; pero era el hijo séptimo, y los seis que le precedían eran todos varones.
Tal vez este dato, para alguno alejado de la zona, no tenga mayores resonancias, pero para quién este iniciado en el mágico mundo de las cábalas lugareñas, resulta un signo nefasto. Porque el último de siete hermanos varones, siempre, inevitablemente, sale lobizón.
Y así resultó: Luigi Concetto –el Luigi-, según los inmemoriales antecedentes y la más pura tradición, fue lobizón. Aparentemente, claro esta –como auténtico lobizón que era-, llevaba una vida normal. Como los seis hermanos que lo precedían, como el padre que daba el ejemplo, el Luigi limpió los campos, volteando los viejos árboles que se venían abajo entre protestas, como hacen los viejos; y en la tierra liberada abrió surcos y después recogió el grano que la tierra le devolvía, y más adelante volcó sobre los campos manadas de ovejas y tropillas de animales.
También como sus hermanos, el Luigi jugó su partida de truco los domingos, en el boliche, y arriesgó su suerte en una vuelta de taba, y los sábados por la noche se apretó a alguna morocha del pago en los bailes de “Mamá teneme el nene” (que se llamaban así porque las muchachas, antes de seguir a sus fortuitos compañeros de milonga o ranchera, decían precisamente eso: “mamá teneme el nene”).
Pero aún haciendo aquello que hacían todos –sus hermanos y la otra muchachada del pueblo-, aún así el Luigi era ante los ojos de la gente, distinto, como si sobre el, ineludiblemente, pesaran fuerzas oscuras que impidieran su total identificación con ese medio de hombres primitivos y fuertes. Y vaya a saber si fue precisamente por eso, o simplemente porque ya desde antes de nacer, en verdad, extrañas conjuraciones se dieron en su sangre, lo cierto es que el Luigi, poco a poco fue como desprendiéndose de los otros, como haciéndose menos semejante a los demás; más personal, se podría decir, si la gente del pueblo no se hubiera adelantado hace años para señalar el rasgo: más lobizón.
Tal vez todo –la extraña ceremonia del apartamiento-, comenzó con su vieja manía de hurgar en la tierra; o tal vez eso constituyera un signo. Primero fue en el viejo cementerio querandí de Talitas, donde, según la tradición, se amontonaban juntos a los huesos legendarios de los primitivos habitantes del lugar, cacharros y elementos de aquella raza extinguida; después la búsqueda azarosa e inútil de tesoros ocultos, que los viejos entendidos del pago ubicaban en zonas determinadas y precisas, pero en vagos lugares, y que el Luigi, con su sombrero aludo y sus pantalones arremangados a media pierna, y la pala sobre el hombro, recorría, exploraba, indagaba, pulsaba, bajo el sol febril del verano, cuando la gente caía volteada a la sombra de los paraísos, o en los días de invierno en que el paisaje parecía diluirse bajo una mampara de llovizna o resquebrajarse ante el empuje del pampero que golpeaba con furia, señor de vidas y haciendas, feudal caballero criollo.
La gente, que con el tiempo se habituó a las extrañas costumbres –tal vez habría que decir ceremonias-, a que se entregaba el Luigi, y las miraba ya sin temor ni curiosidad, sencillamente como quien corrobora un hecho ya reconocido, nunca dejó de imaginar, entonces si que con curiosidad y temor, las otras cosas, las que se realizarían los viernes a la luz de la luna, o al reparo del cementerio, al filo de la medianoche, o en lo más intrincado del campo –al borde de la laguna, o en el monte de sauces-, y que solo algunos escogidos pudieron atisbar, mientras todos debían, simplemente, conformarse con los remotos vestigios que les llegaban como signos de algo más complejo y terrible: el aullido desolador, algunas noches, desplazándose por el aire sereno, el fogonazo de luces inciertas en la recelosa oscuridad, bultos extraños moviéndose en las sombras, y ante las cuales las mujeres se persignaban, los hombres intentaban el gesto inútil de la mano en la cartuchera, y los niños, más auténticos en su inocente sinceridad, rompían a llorar, desconsolados.
Un día el Luigi se enteró, por un extraño azar, de la historia del monte situado en la cuchilla. La historia era muy vieja, y el se la escuchó por primera vez, en un boliche del Paso de las Piedras, a cierto arriero que venía de Corrientes trayendo un ganado flaco, y lleno de garrapatas, como todos los que de allí aparecían, que sería curado y engordado en los fértiles campos del lugar, para luego seguir hasta los frigoríficos porteños y cumplir esa trayectoria –aún vigente-, que va dejando a lo largo de dos provincias el tendal de penurias y esfuerzos y recoge al llegar los dineros que pararán en las manos de quienes viven del campo sin que les importe nada de el.
El arriero, porque era buen relator, o porque en la espera había tomado más caña de la cuenta o, simplemente, porque en la mirada de el Luigi, atenta y febril, encontró una incitación singular, el caso es que se explayó puntualizando detalles, pronosticando posibilidades, y hasta arriesgó el croquis acerca del lugar en que estaría ese fabuloso tesoro escondido en lo más intrincado del monte, que había pertenecido a quien llamaban todos, por su reconocida profesión, el contrabandista, pero sería de quien diera con el, porque el contrabandista hacía ya más de cincuenta años había caído bajo las manos de dos matreros que precisamente por eso, por el tesoro que se sabía estaba y nunca fue encontrado, lo esperaron un día a la llegada del rancho y lo dejaron después, cocido a puñaladas, al borde de la cuneta donde lo vieron los primeros madrugadores que pasaron por el lugar, y los curiosos que fueron llegando luego, y los delegados de la penitenciaria más tarde, mientras que nadie vio nunca ese tesoro que se sabía estaba aunque se ignoraba donde.
Cuando el Luigi oyó esto, compró aquel rincón, con sus árboles apretados por viejos y salvajes, y los miserables restos del sucucho que había sido del contrabandista, y comenzó allí a levantar la casa que, abrumada por la humedad, maltratada por los años o vaya a saber por que, concluyó vieja y centenaria antes de tiempo.
Para esa época el Luigi ya estaba libre de ataduras, como disponible, digamos para entregarse al extraño designio que los astros le habían señalado. El padre ya había muerto. Lo encontraron un día caído sobre la tierra que había sido como la prolongación de el mismo, con el rostro mirando sin ver, bien arriba, la abrumadora claridad de la luna llena. Los hermanos, uno a uno, tomaron rumbos distintos; algunos hacia el norte, a continuar entre yerbatales la conquista iniciada entre espigas; otro, cansado de las duras jornadas, a Buenos Aires; los demás, quien hacia un lado, quien hacia otro fueron alejándose de ese rincón donde el tesón y la esperanza de un hombre los había emplazado y enseñado a se hombres.
Cuando el Luigi quedó solo, por un momento se sintió deslumbrado por la grandeza de esa libertad que entonces le era entregada. El ya vivía como distraído del mundo que lo rodeaba, pero entonces, desanudado de esa gravitación familiar que, de algún modo, lo ataba a los hombres, se replegó más aún sobre si mismo y redujo su universo al pedazo de monte que había heredado, con animales y todo, junto a la costa del Gualeguay, y al castillo amarrado a ese otro monte que había sido un día del contrabandista y que entonces ya era de el.
Se quedó allá como quien decide una cosa definitiva, como se habían quedado los otros, los primeros italianos y los hijos de ellos en ese pueblo de mala muerte; solamente que ellos –los otros- ni siquiera sabían lo que estaban esperando, y el Luigi sí.
Sin prisa, como diciéndose “no hay apuro”, se entregó a su viejo afán, renovando entonces en la búsqueda del tesoro que era patrimonio suyo aunque no pudiera gozar de el más que de una confusa y apretada esperanza.
Y fue como si el castillo se lo hubiera tragado. En consecuentes días, en noches simétricas e implacables, vapuleó la tierra, desbastó con su pala lo más intrincado del monte, maceró las raíces de los árboles. Afuera, entretanto se intensificaban los rumores, crecían las anécdotas alimentadas por los frágiles vestigios que recogía la gente; al hombre se lo veía hosco, huraño, con la rubia barba crecida, y los ojos ajenos, como de alucinado; en el castillo, por las noches, se advertía una extraña figura vagando bajo la techumbre de las sombras, o se atisbaban luces desconocidas desplazándose en la oscuridad, colándose por los intersticios del ramaje tupido.
El Luigi, así, los dominaba perfectamente: porque no acababan de entenderlo, lo admiraban y temían. Todos, de algún modo, añoran lo mágico, tienen nostalgia del misterio; algunos se asoman a el. El Luigi lo habitaba: ahí afincaba su prestigio.
Para ese tiempo, la gente ya evitaba el acercarse, o simplemente cruzar frente al castillo. Cuando el gobierno dispuso la construcción del consorcio que uniría al pueblo con Gualeguaychú, se levantaron protestas, se reunieron firmas, se alegaron razones, porque esa gente –gobierno, vialidad, políticos-, habían trazado el camino pasando, precisamente, frente al castillo.
Los de arriba, que entendían sobre finanzas, manejos políticos, intereses económicos, pero nada sabían de lobizones, no aceptaron los arduos y efusivos razonamientos de los pobladores; en cambio pareció entenderlas el mismo Luigi, porque desde entonces, la parte del castillo que daba sobre el consorcio fue como borrándose en la pródiga vegetación que lo rodeaba, cada vez más tupida.
Paralelos crecieron, así, los esfuerzos y móviles del hombre, desconocidos por todos, y el arduo laberinto de conjeturas y miedo que la gente elaboraba a partir de los signos o datos inciertos que le transmitían quienes por azar o valentía habían podido acercarse al misterio, y que un día no fueron tan inciertos porque los trajo un muchacho, Abel, el más inteligente del pueblo, que hasta estudiaba en la Normal de Gualeguay y solo iba al pueblo en vacaciones. Y había sido precisamente en época de vacaciones cuando el muchacho este, junto con algunos otros de esa camada del pueblo que ya no eran niños y todavía no llegaban a hombres –aunque hubieran cumplido su escapada hasta la casagrande- hicieron una apuesta, disparatada según las mujeres –“que temeridad, estos muchachos; con los lobizones y las almas benditas no hay que jugar, como con el fuego…”- pero que para ellos era heroica y arriesgada y, aunque no lo dijeron, si lo pensaron: era la hazaña necesaria para reparar los rutinarios días a que los obligaba la monotonía del lugar, o para cobrarse los repetidos sustos que en la infancia no lejana les había dado precisamente el, el Luigi, y que ellos recordaban junto al sabor áspero del aceito de recino mezclado al jugo de naranjas, o la sopa que solo aceptaban cuando les repetía la madre: “Tomá esto en seguida que si no va a venir el lobizón a llevarte…”
La apuesta era sencilla pero tenía la balbuciente grandeza de lo arriesgado, porque, acercarse al castillo en la medianoche de un día viernes para acechar los pasos del Luigi, era tarea que solo podía afrontar quien despreciara la propia vida por corajudo y hombre. Y como de tal se las daba el muchachito este, la medianoche de ese viernes lo encontró agazapado entre los matorrales, con la mano pronta sobre el pequeño cuchillo sustraído al padre y los oídos alertas al eco que llegaba desde el campo y se aplastaba sobre los viejos muros del castillo, como al poco rato se aplastaron los compases nítidos de un golpear discontinuo que venía rodando desde el centro del monte, y que el Abel oyó con la sangre casi congelada en las venas, y que después dejó de oír, no porque los golpes cesaran, sino porque todos sus sentidos quedaron primero fascinados y después detenidos por el horror frente a la figura que descubrió y miró y volvió a mirar y después no pudo mirar más porque, como si su aguante hubiera tocado fondo, se lanzó a la carrera hacia el camino y siguió corriendo, alucinado, hasta que la calle murió de sopetón frente al boliche donde lo esperaban los otros muchachos del pueblo, que supieron entonces por referencias de el, de Abel, lo que el mismo había visto: la figura de una mujer, desorbitada en su estatura, vestida de blanco, con el renegrido pelo hamacándose al viento y una luz singular contorneando el perfil de su cuerpo.
Al otro día todo el pueblo supo aquello que los muchachos conocieron esa noche –el coraje, el Abel, le había durado un momento, pero el cuento del coraje toda la vida-, pero nadie, ni los muchachos ni la gente del lugar alcanzaron lo otro, lo que solo sabía el Luigi, que desde hacia unos meses en el castillo ya no estaba solo porque con el había una mujer.
La trajo de un rancho cercano al rincón donde tenía su ganado. El Luigi la había mirado una vez un día, y después varios veces otro día, y después le dijo: “Juana, te venís conmigo”. La muchacha sabía que alguna vez tenía que irse de allí, porque el rancho era chico y los hermanos muchos, y además, el destino de una mujer es ese, seguir a un hombre. Por todo eso le dijo que si. Después, cuando supo que el lugar donde vivía el Luigi no era un rancho, sino “una casa de material y todo” como se repitió más de una vez, entendió que había hecho bien en seguirlo. Y más conforme quedó, cuando en los meses siguientes, el hombre le contó la historia del tesoro escondido en un rincón del monte que circundaba la casa, y la incorporó a esa fervorosa tarea de rastrear la espesura en que estaba empeñado y realizaba perseverantemente durante noches y noches, para después desaparecer jornadas enteras, porque se marchaba a la costa, para dar una ojeada a su hacienda, o se iba a dormir (y entonces se entregaba al sueño como quien se abandona a la muerte).
Y fue en una de esas ausencias cuando la Juana vio al Chacho Pedreira. Era un resero que llevaba ganado para Ceibas, y que esa noche, justo cuando ya había amontonado la hacienda, y extendió su poncho en el suelo para dormir un rato, vio filtrándose entre la espesura la claridad de una lámpara. Y de puro curiosa nomás se arrimó, primero saltando los alambrado tirantes y firmes que bordeaban el consorcio y después eludiendo los altos yuyales que inundaban el patio y después empujando la puerta que bajo la presión de su mano crujió con ruido de madera reseca, asustándolo a el, que no sabía porque estaba haciendo aquello, y a la Juana, que miró despavorida la figura alta y mandona, y la cara cuadrada bajo el bigote espeso, y los ojos relucientes como la ristra llena de monedas de plata que apretaba su cintura.
La Juana, esa noche, supo que los hombres afuera, aún conversaban, y no se pasaban los días y los días, como el Luigi, sin decir una sola palabra. Supo también que dos ojos oscuros pueden alborotar la sangre y pesar sobre la propia carne aunque ya no estén presentes y sean solo un recuerdo y una esperanza.
Y lo volvió a ver al Chacho a la semana siguiente, cuando regresó de Ceibas, ya sin el ganado, pero con la misma pinta mandona y fuerte; ella lo llevó hasta un rincón del monte, uno de los tantos por donde trajinaba el pobre lobizón, y allí, miró, juntitos, el brillo de sus ojos y el de las estrellas, porque ambos le caían verticales sobre su propio rostro, casi perdido entre las hojas secas del suelo donde estaba acostada.
Después, porque llegó el otoño con su humedad y sus vientos, y ya el monte, así, no resultaba acogedor, o tal vez, sencillamente, porque de tanto no verlo al Luigi, le perdieron el miedo, se volvieron a encontrar adentro de la casa, sobre la propia cama que era de la Juana y del marido, aunque casi nunca la usaban juntos, porque el Luigi, por las noches, se afanaba en el monte o se marchaba a la costa del Gualeguay, y de día, cuando el descansaba, ella se inventaba trabajos en la casa.
Más adelante, cuando llegaron las lluvias del invierno, y ya casi se habían olvidado de que el Luigi existía, lo vieron venir una noche y detenerse el borde mismo de la cama; y el Luigi fue a desenfundar su cuchillo, y cualquiera hubiera podido prever lo que iba a pasar, lo que acontece casi siempre –el marido que da muerte al que ha usado de su mujer- pero que esa noche no ocurrió, porque mientras el Luigi arrancaba de su vaina el cuchillo, y los ojos del Chacho, indefenso sobre la cama, se iban hacia el rincón donde veía asomar el suyo, inservible entonces entre los pliegues de la bombacha, la Juana se abalanzó sobre el hombre que estaba de pie, y con la cuchilla grande, la que usaba para picar carne y cortar bifes, y a veces, con el Luigi mismo, para carnear ovejas, le dio un golpe y después otro y otro, hasta que advirtió la sangre escurriéndose por los ladrillos del piso.
Esa noche, al pie de un viejo ceibo, con la misma pala que el Luigi utilizaba para escarbar la tierra, hicieron los dos –el Chacho y ella-, un pozo profundo, y después pusieron allí el cuerpo del hombre, que se quedó mirando desde abajo la tierra que había escudriñado durante años desde arriba. Ellos se fueron hacia el castillo. La Juana como quien marcha a su casa, y el hombre, como aceptando ese juego del destino que le entregaba, inesperadamente, una mujer y un lugar, y tal vez algo más: una tarea o una misión. Pero esto ya no lo pensaba el Chacho sino la Juana, y lo pensaba más por lógica que por intuición, porque el Chacho unos momentos antes, cuando, concluido el pozo, estaban por introducir en el al muerto, la había detenido para decirle, apremiante: “mirá primero bien, che, no sea cosa que este aquí el tesoro del contrabandista”.
No se cargaron de ninguna culpa porque no se sintieron culpables: aquello no había sido un asesinato sino una necesidad. En realidad, era como si el móvil o el ideal o el destino de Luigi no quedara interrumpido, sino que simplemente, pasara a otras manos, como si cambiara la cara de los protagonistas y no las circunstancias. Por eso, aunque en el pueblo no se supo nada de lo ocurrido esa noche, la cosa no tuvo mayor importancia, porque todo siguió como hasta entonces, aunque el protagonista no fuera ya el hijo del viejo Conceto sino ese resero vagabundo que por no querer porfiarle al destino había quedado apresado entre los matorrales del castillo.
Por las noches se siguieron viendo luces que se desplazaban entre los árboles, y la sombra de una mujer desconocida cruzo bajo la mirada aturdida de más de un fortuito caminante, y los extraños golpeteos que eco arrastraba durante kilómetros en la serenidad de la noche, poblaron, como siempre, el miedo de los chicos y la superstición de los grandes que se repetían entre el “Caray con el Luigi este, que esta cada día más lobizón”.
Las cosas siguieron lentas y sin altibajos durante meses y meses, como marcha una máquina cuando tiene todas las piezas colocadas donde deben estar. La gente del pueblo continuo siendo eso, gente de pueblo, y el nuevo lobizón repitiendo los gestos que había heredado sin proponérselo, junto con la cama, la hacienda, la Juana y ese oscuro prestigio.
Pero un día la frágil estructura se quebró. Fue cuando llegaron los carnavales. El Chacho, esa noche, inesperadamente, dijo “voy a bajar al pueblo”; tal vez porque sintió removerse su antigua sangre vagabunda, o porque se había cansado de jugar al lobizón, o simplemente, porque lo tentó el ruido de las matracas y el eco de la música que subía de las casas; y la mujer que a veces se preguntaba si el pueblo, que nunca había visto, existía de veras o sería simplemente una pequeña idea que había sido del Luigi y había heredado el Chacho, le dijo “bueno”, y después lo ayudó a disfrazarse, porque, razonaron, porque no podía aparecer allá como el hombre que había sido y ya no era, el Chacho Pedreira, a quien tantos conocían –y por lo mismo comenzarían con las averiguaciones: “Que haces por el pago”, “no llevas más ganado”, “hace pila que no se te ve hermano”-; en cambio, si llegaba como quien era entonces, el Luigi Conceto, nadie diría nada, por a el, al Luigi Conceto, desde siempre lo habían esquivado, con prudencia –no era cosa de desatar sus iras-, pero también con firmeza, porque uno no puede arriesgarse, porque si nomás, con esa gente que tiene tratos extraños.
Cuando la Juana lo vio con las ropas que habían sido del muerto –los pantalones arremangados a media pierna, el saco de cuero, raído por haberse maltratado tanto entre la tierra, el poncho echado sobre el costado de un hombro, el sombrero llenándose de sombras la cara, la barba rubia fabricada Dios sabe como-, cuando lo vio así, por un momento titubeó, como si de pronto se le hiciera realidad eso y solo un sueño fuera lo otro, los meses pasados junto al resero que ya no estaba allí, porque allí solo permanecía el, el Luigi Conceto. Y fue el quién bajo al pueblo, se perdió entre la multitud que llenaba la calle principal, vestida de luces multicolores y serpentinas, y vio como los hombres se cambiaban ramitos con las muchachas, y aprovechaban para acariciarlas mientras le revolvían la cabeza con papel picado, y se aturdió con la música y los ruidos y las risas que parecían silenciarse cuando lo veían pasar a el, el Luigi, por ni aún en esa oportunidad los del pueblo se olvidaban que, aunque parecía un hombre, era un lobizón.
Y mientras el Chacho estuvo allá, en el pueblo, la Juana se quedó en la casona vacía, llena entonces de recuerdos que se iban anudando alrededor de su mente, mientras ella misma parecía como atrapada en un extraño círculo que no la dejaba ver las cosas claramente, o, tal vez, que le permitía vislumbrar lo que hasta entonces no había atisbado, como si la ausencia del Chacho le permitiera, por primera vez, tener la perspectiva de las cosas.
Más tarde, cuando el Chacho apareció en la puerta de la cocina, sonriente, sin la barba, con el propio bigote recuperado y el brillo de sus ojos sobradores, de resero taimado, la Juana lo miró asombrada, como lo había mirado aquella primera noche, hacía ya más de seis años; y fue como si el tiempo se corriera para atrás, y se repitiera aquella escena, paso a paso, si, pero con una variante sutil, porque entonces la Juana hizo lo que debió hacer y no hizo aquella noche: tomó la cuchilla grande, la que utilizaba para picar carne y cortar los bifes y, a veces, con el Luigi, para carnear ovejas, y una vuelta, pero ella sola, para dar sobre la cabeza del Luigi el mismo golpe rápido y certero que repitió entonces sobre el Chacho, una vez y otra vez, hasta que advirtió, como entonces, la sangre escurriéndose entre los ladrillos del piso.
Como quien repite los pasos de una lección ya sabida, la Juana arrastró el cuerpo, y cavó al pie del viejo ceibo, y allí dejó la figura rígida y helada del Chacho Pedreira; pero antes, miró y volvió a mirar los recovecos oscuros de la precaria fosa, no fuera cuestión de que el tesoro de el contrabandista estuviera allí, en el lugar que ya no podría remover porque dos muertos lo custodiaban desde adentro. Y después se fue al castillo, como la otra vez, sin preguntarse si podría ser feliz entonces, con otro muerto ante ella, porque también esa vuelta todo había sido apremio de la necesidad o, tal vez, un sueño dentro de otro sueño.
Tampoco eso fue advertido en el pueblo; pero casi con seguridad, aunque hubieran reparado en eso, la cosa no les habría importado demasiado, porque ellos estaban aferrados a un mito, leyenda o costumbre, que seguía vigente igual, ya que permanecían las luces extrañas en la oscuridad de la noche, y los ruidos incomprensibles, y las figuras insólitas que alimentaban el frágil sortilegio del castillo.
III
Todo esto nadie ni siquiera la imagina en ese pueblo que vive custodiando el encierro de Luigi Concetto. A mi me lo contó, como he dicho, uno de los palitos (los llaman así porque vinieron al mundo, uno detrás de otro, con la misma estampa y los rostros idénticos, y así crecieron parejos. Son siete: siete varones).
Según parece, la Juana, con el correr de los años, se cansó de manejar sola la pala; ya estaba poniéndose vieja y la faena esa de remover la tierra día y noche, s ele iba volviendo pesada. Entonces, para un carnaval, hizo lo que había hecho el Chacho: bajó al pueblo con las ropas, la barba y el aire distante del Luigi.
También ella se deslumbró con las luces de colores, las serpentinas y el papel picado con que los pobres del pueblo olvidaban por unos días la miseria y el aburrimiento de todo un año; por otra parte, también para ella se suspendieron las risas y la algaraza, y la gente se abrió, como dándole paso, mientras las más beatas se hacían disimuladamente la señal de la cruz y alguien que no tuvo miedo, la miró, siguió su vagabundeo, se le cruzó en el camino, hasta que consiguió lo que se había propuesto: conversar con quien creía era el Luigi y supo después que era esa mujer inexistente para los habitantes del pueblo. Era uno de los palitos, el último.
Conversaron durante horas. La Juana lo escuchó a el, el palito final, y el la escuchó a la Juana, la única sobreviviente más que de un lugar, de una misión o encargo o cometido. Al alba se separaron.
Cuando el palito me contó esto, subrayó con frialdad y lucidez, el aspecto tentador que tenía la cosa: el castillo, viejo y todo, era una casa de veras; la hacienda amontonada en la costa del Uruguay, conjeturaba el hombre, se habría reproducido a más no poder; y, sobre todo, estaba en el monte, es decir, el tesoro del contrabandista. Como para disimular el materialismo de todo ese largo razonamiento, el palito agregó:
-Además, esta la necesidad de ser lo que somos… ¿me explico? De estar cada cual con su cada cual…
Pero, con todo su aplomo, el hombre -¿hombre, he dicho?-, parecía no estar seguro, porque antes de irse me dijo:
-Caray que es tentador el asunto… Pero no me decido todavía ¿sabe? Por aquello de que no hay dos sin tres… Aunque, la verdá, ¿Por qué el tercero tendría que ser yo…? Esta también la Juana…
La figura del castillo, más viejo y ladeado que nunca, acaba de pasar, como lo imaginaba, frente a mi, más allá de los alambrados y los vidrios cubiertos de polvo de este destartalado colectivo que me lleva a Gualeguaychú.
Entre las sombras, he visto una sombra. ¿La Juana? ¿El Palito…? ¿Tal vez, simplemente, el Luigi Concetto…?
Junto con el ruido del coche, que marcha a los resoplidos, desde adelante me llega la voz del conductor explicándole a una forastera, con el desgano de quien ha dicho muchas veces lo mismo.
-Si… es el castillo. Hace añares allí esta encerrado el lobizón…