EL REMATE

 

 
LA CASA ERA GRANDE y tenía una verja que la rodeaba, como abrazándola. Detrás estaba la calle, el asfalto, el mundo. El de los otros, porque el mío quedaba adentro, en el jardín, junto a los árboles y a las plantas y a la fuente.
          Era grande el jardín. Ahora se que tenía casi media manzana, pero entonces yo me lo hacía infinito, con sus plantas amontonándose sin orden, luchando, exuberantes y apresuradas por el pedazo de tierra donde hincar sus raíces y la razón de espacio para subir al cielo; y los árboles, apretujados también ellos pero individualizados, distintos, recortándose en el aire conquistado, imponiendo rostros y figuras: el jazmín del cielo, en un rincón que en verano era una nube olorosa y azul; la magnolia de más allá, levantando el sortilegio de sus inmensas flores; el palo borracho, distante junto a la cercanía del muro; y los otros árboles, los que tenían el nombre que mi arbitrio les imponía, porque los verdaderos los desconocía o no me parecían apropiados. Pero estaba sobre todo la fuente, repitiendo el enigma del jardín en la placidez del agua remansada bajo la figura inmóvil de un ángel perseverante en su sonrisa de piedra.
          Detrás de los alineados hierros de la verja, yo amontonaba activamente ociosas las horas que mis hermanos repartían en la plaza vecina, en el cine del barrio, con los amigos de la cuadra y los libros de coloridas tapas. Yo diagramaba arabescos sobre la playa falsa de la fuente; soñaba con laberintos perdidos en bosques lejanos, procuraba sendas sobre el follaje agreste para salvar princesas y rescatar infantes, inventaba sirenas que decían una lengua poderosa y extraña desde las quietas aguas.
          En los días de invierno, cuando el viento y el frío nos recluían en la casa, yo distraía mis juegos –que entonces si, compartía con mis hermanos y amigos alrededor de la gran chimenea-, persiguiendo, desde la ventan, la visión desolada del jardín, mientras aguardaba, con infinita perseverancia, la primavera que veía anticiparse día a día en la hiedra del muro.
          Porque yo había aprendido que ella merodeaba ya por el jardín cuando el seco armazón de la hiedra trepado a la pared se poblaba de destellos verdes; sabía que entonces era llegada la hora asediada pacientemente: la que me devolvía a la pacífica costumbre de recorrer, de nuevo, los caminos en ese tiempo deshechos por las lluvias; rondar entre los árboles solícitamente empeñado en rescatar sus hojas; entrecruzar mis miradas y mis sueños con los del ángel solitario que persistía en su sonrisa volcada sobre las aguas.
          En mis correrías, es claro, estaba ella. Ella no tenía nombre porque era la dueña de todos los nombres que mi imaginación fraguaba; la depositaria de aquellos que me golpeaban un día, imprevistamente, o que otro, porque sí nomás –o por algo- llamaban a mi recuerdo. Así, en un momento, era Cristina, y en otro, Príncipe Iván, y en otro el Manchado. Y Juan, y Graciela, y Gran China, y Flor del Loto, y Asurbanipal, y los Siete Cabritos. Una vez –ahora me da risa-, hasta la llamé Megatón. Y otro –un día en que me enojé con ella-, Mata Hari.
          Tenía los ojos azules, quietos de asombro, y el pelo rubio, “como pétalos de sol”, pensaba yo. Había venido de España hacía mucho tiempo, cuando yo era pequeña y ni el recuerdo era mío. Su origen resultaba una sombra en mis días sin memoria. Pero eso no importaba. ¿Acaso, sabía de donde había venido yo misma? Me importaba lo otro, en cambio: su mirada profunda siguiendo el cauce de la mía; la suavidad de su pelo, como ala, junto a mi mejilla; la seda de su piel tocándome; sobre todo, la cándida y fervorosa costumbre de su compañía, la disposición sosegada y constante en mis interminables charlas, su inagotable paciencia para mi arduo vagabundeo.
          Con ella descifrábamos los signos escritos en las plantas, inventariábamos los animales que nos salían al paso, ordenábamos la vida oculta del jardín.
          En casa nos dejaban hacer. A veces, es cierto, alguna voz se levantó, cargada de protestas. Era la de mi padre, al venir de la fábrica, con su cara cansada y sus reproches prontos, y las palabras llenas de números y de cifras que decía a mamá, y escuchaban los otros, mis hermanos, y yo desoía porque yo estaba en otra cosa –en el álamo alto que esa tarde había florecido un nido; en la ruta encantada sorprendida junto al muro-: Esta chica siempre en la luna…”
          Y papá remedaba un gesto de cariño que le sentaba mal, porque el solo estaba bien hablando de negocios, y de política, y de lo mal que se portaban los obreros, y del aumento del combustible, y de que así no se podía seguir. O si no era mamá. Mejor dicho, casi siempre era mamá, destruyendo mis planes, desordenando mi ritmo en su repetido afán por incorporarme a los otros, a los hermanos, a los vecinos y primos, y a la plaza, y al cine y a los juegos…
          -Querida ¿Por qué no vas con los chicos a la plaza…? Mirá que si no…
          Yo me adelantaba a sus palabras, anticipando promesas, actitudes, propósitos.
          -No, mamita. Déjame que me quede en el jardín a jugar con María de los Ángeles.
          (En esos días, era María de los Ángeles)
          -Déjame que me quede, no te voy a molestar…
          Y mamá casi siempre decía que sí, que “bueno”, que “paciencia con esta chica”. Porque mamá sabía que era verdad, que no le molestaría, que a mi tarde le iba a bastar con quedarse mirando la hiedra que trepaba sobre el muro, o con levantar frágiles castillos de arena al borde de la fuente; o tal vez, sostener interminables conversaciones con ella y con Fox –Fox era el perro que yo llamaba “mío” pero que era de todos- sin interrumpir el otro diálogo, el de los grandes, ni hacer inoportunas preguntas, ni repetir después, a los demás, a los vecinos, o a la maestra, lo que habíamos oído.
          Además, ¡como podía interesarme la conversación de los grandes y la de esa gente extraña que vi una vez y que después no vi más, o la de ese señor tan serio al que no conocía, a quien después aprendí a conocer de tanto ver como entraba y salía, y al que llamaban “doctor” y nombraban “señor abogado”! ¿Cómo podía interesarme si hablaban de números, y cifras, y del precio de las cosas, y de cuanto valían las máquinas y que se podría sacar por las casas, y de cuanto valían las máquinas y que se podría sacar por la casa, y usaban palabras que yo no podía entender y que ni se como recordaba después: vencimiento, hipoteca, remate…? Prefería lo otro, el diálogo con Ruth –la hermana del colegio, por esos días nos había contado la historia de Ruth-, las piruetas de Fox, el disciplinado espectáculo de un ejército de hormigas robando azúcar.
          Una tarde, eso sí, algo de la conversación de los otros –de los grandes- me sobresaltó. Fue con un hombre que a mi se me hizo extraño por lo desconocido, uno de los tantos que por ese tiempo yo veía multiplicarse en casa. Antes de marchar le escuché decir: “Quédese tranquila, señora: trataremos que la casa se venda bien, ya que con los muebles no se puede hacer nada…”
          Yo esa noche hice lo que nunca hacía: rompí el rito de mi silencio, el tácito pacto que me hacía posible permanecer allí, con los grandes, mientras los demás eran relegados a la plaza o al cine.
          Yo esa noche pregunté: le pregunté a mamá.
          -Decíme ¿es cierto que se va a vender la casa?
          Entonces, quizás por primera vez, yo descubrí que mamá podía tener también los ojos que yo veía en Ruth. Me pareció, eso sí, que a ella se le ponían brillantes; y la voz que escuche estaba apagada como yo sabía que era mi propia voz antes de estallar en llanto.
          -Si, querida… Pero no les digas nada a los chicos.
          Y después, en seguida, tal vez cuando vio cruzar por mis ojos algo de esa sombra infinita que se había abalanzado de golpe sobre mi corazón:
          -Pero no te preocupes, querida. Allá donde vamos a ir es muy lindo: Verás…
          -¿Hay un jardín grande?
          -Hay un jardín grande…
          -¿Y una fuente con un ángel de piedra?
          -Y una fuente con un ángel de piedra…
          Yo esa noche me dormí contenta, pensando en la imprevista aventura que se me ofrecía: descifrar otros mundos. Y en suelos me vi, de la mano de Ruth, por un camino nuevo, distinto.
          Fue al llegar la primavera. Los días opacos del decreciente invierno habían cedido ya el lugar, definitivamente, al devaneo frívolo de la luz y el color. Entonces sucedió aquello que yo siempre supe importante, pero que recién después –tal vez recién ahora- reconozco como el principio del fin.
          Todos los chicos habíamos ido a la plaza; hasta yo. Algo en la voz firme de mi madre me dije esa tarde que era inútil insistir; también yo tenía que marchar con ellos a inventar piruetas nuevas en el tobogán o a repetir absurdos litigios con los chicos del barrio en la plaza del pueblo provinciano, simétrica, fría, desnuda. Fui con Ruth, eso sí. Con ella tal vez podría descubrir escondidos encantos en los esquemáticos canteros desprovistos de misterio.
          Jugué un rato con todos; improvisé saltos y carreras, uní mi voz a estribillos absurdos, intenté que Ruth bebiera la gota de agua que sorprendí en un lirio; descubrí en lo alto de un palo borracho la sombra oculta de un gorrión. Pero después me aburrí.
          Y después, casi sin darme cuenta, me encontré sola, primero sobre el camino de grava roja que bordeaba la plaza; y después cruzando la calle asfaltada, y haciéndome la señal de la cruz frente a la iglesia, imponente a la sombra de sus dos torres; y luego corriendo en ese atardecer primaveral, bajo el sol ya débil que estiraba sus últimos rayos para alcanzar los techos, corriendo, corriendo sin saber por que, las cuatro cuadras que me separaban de casa: y luego, por último, deteniéndome, jadeante, azorada, repentinamente devuelta a la realidad, a la hora, al día, a lo que allí, frente a mí, estaba ocurriendo.
          Delante del gran portón de hierro, que casi nunca se abría, estaba un camión. Sobre el, amontonados, yo vi los muebles de mi casa: el piano de María Nélida, el juego de dormitorio de mamá y papá, los sillones de la sala donde se recibían las visitas importantes y donde nunca nos dejaban entrar. Vi… En un momento vi toda mi casa apretada, reducida, compelida a la dimensión absurda del camión; vi al hombre adelante, gigantesco, indiferente, poniendo el motor en marcha; vi a otros dos, también grandes y fuertes, subiendo uno delante y otro detrás; vi a Foz que miraba todo eso como yo, con ojos asombrados, sin entender nada; y la vi a mamá, pálida, seria, inmóvil, abarcando con sus ojos ausentes el piano, la cama, el ropero, las sillas. Mirándome a mí. A mi que entonces corrí, apretando a Ruth entre mis brazos, apretándome a ella, a mamá, mirándola, exigiéndole, reprochándole, para, de pronto, imprevistamente, como entendiendo todo, devuelta a la paz y, ¿Por qué no? a la alegría, decirle, siempre jadeante, siempre exigente, pero ya esperanzada:
          -Mamá ¿entonces es cierto que nos mudamos?
          Me llegó la voz de mamá.
          -Si, querida, nos mudamos…
          Peor yo apenas la oía ya, porque me adelantaba a lo otro: al jardín nuevo que pronto sería mío, a las plantas por descubrir, al rostro del ángel que ya sonreía sobre aquella otra fuente que yo no conocía, que todavía no podía conocer, pero que, de golpe lo entendía, Ruth podía ver, porque Ruth podía anticiparse.
          Y entonces me solté de mamá, y corrí hasta el camión, y me puse en puntas de pie, y con una mano me tomé del borde y con la otra apreté a Ruth, y di un breve salto, y de u envión la puse adentro, justo a tiempo, cuando el camión arrancaba y partía y se iba por la calle asfaltada, bajo los rayos finales de ese sol de primavera que me dejaba ver, por última vez, los ojos claros de Ruth inmóviles en su cara de cartón.
          Yo no supe, entonces, por que mamá me tomó en sus brazos, y me besó y llorando me dijo, una y otra vez, “que has hecho, que has hecho”. Lo supe después. Después también supe que ese día había concluido mi infancia.