PANCHO PÁJARO

 

 
SE LLAMABA PANCHO PAJARO. Era pequeñito, de aspecto desgarbado y frágil. Pero, endeble y todo, lograba un estilo propio. Personal, podría decirse, si no fuera porque precisamente tenía muy poco de personal y mucho de eso, de pájaro.
          Su cara, inexpresiva y alargada, parecía buscar algo que nunca, hasta entonces, había encontrado. Arriba, o mejor, detrás de ese mentón adelantado, interrogante, estaban sus ojos, que eran dos hendiduras brillosas en las que siempre había, agazapada, una especie de cándida ironía, o de desgano, con que parecía mirar a las cosas y a los hombres; aunque en realidad, creo que no miraba nada.
          Debía ser terrible cargar con un cuerpo tan infeliz como el suyo. Paradójicamente, le pesaría demasiado. A veces, esto se le notaba; en ocasiones caminaba agobiado, como si vagasen dentro de el las pullas que los muchachos le lanzaban, a la salida de la escuela, o cuando, al atardecer, volvían del matadero con las achuras y pedazos de reses conseguidos a fuerza de pedigüeñas o por algunos mandados hechos con picardía y desgano.
          Otras, en cambio, era como si la misma fragilidad de su carne –de sus huesos, para ser más exactos, por la carne, de tan escasa, ni se le notaba siquiera-, lo ciñera entero. Y entonces se lo podía mirar, más que caminando, aleteando por las calles del pueblo, con su bolsa de… de vaya a saber de que, por veredas y cuadras, el rostro sin expresión apenas deteniéndose en las cosas, para hurgar en la lejanía del cielo. Entonces era como si las ligaduras de su cuerpo se aflojaban y el se desdoblara, así, en dos: el Pancho Pájaro infeliz y arruinado que se arrastraba entre el polvo, bajo el sol o la lluvia que lo iba salpicando intermitentemente de luz o de agua –según fuera la ocasión-, y el otro, el Pancho Pájaro distante, enigmático y señor, que los demás miraban con extrañeza, tal vez con temor y, ¿por qué no decirlo?, a veces con respeto.
          Cuando el pasaba, un olor a pasto fermentado y a plumas de pájaro quedaba como prendido del aire; y cuando hablaba, las palabras parecían salir de el antes de que las dijera, con una entonación rota, como si fueran de otro, y después permanecían así, separadas, ajenas a esa boca distraída y distante que como el descuido les había dado forma.
          Pancho Pájaro era el hombrecito del pueblo, es decir, era el personaje infeliz, irrisorio, en el que todos volcaban bromas, chistes y esa gama de pequeñas inocentes maldades con que los hombres buenos desagotan los malos humores que los poderosos canalizan en campos de concentración o similares hazañas importantes.
          Pancho Pájaro no era miembro de ninguna familia, ni integraba alguno de los clanes o tribus que se formaran en torno a los viejos inmigrantes llegados al pueblo 50 o 60 años antes, o con esas semillas casi dispersas que los antiguos criollos del lugar echaban a rodar por cuchillas y cerrilladas. Pancho Pájaro no tenía ni madre, ni padre, ni hermano. Tal vez por eso, porque no era de nadie, Pancho Pájaro, en cierto modo, había ingresado al patrimonio colectivo del lugar. Constituía esta, una razón, perentoria, para que todos, de un modo u otro, se ensañaran con el. Pero uno se ensañaba más: Lisandro Pedreira.
          Lisandro Pedreira era el guapo del pueblo. Tal vez en otros lugares se haga necesario aclarar que se entiende por guapo. Allí, en el pueblo, no. Pocos guapos se habían sucedido dentro que el lugar tenía su historia propia, pero la trayectoria de todos ellos era casi idéntica, como si los mismos ademanes, bajo distintas personas se hubieran ido repitiendo, o tal vez, como si una sola persona sobreviviera en similares gestos bravíos. Siempre, también, por debajo de la violencia y la sangre prevalecía la pequeñez del cobarde.
          Lisandro Pedreira, de algún modo, por aquella época, asumía la bravía ascendencia de los guapos que lo precedieron en el pueblo. Esto lo sabía toda la gente del lugar. La que se agolpaba, en el boliche del pueblo, los días de semana por las tardes, y los domingos a cualquier hora, y se encogían cuando lo veían entrar; y los otros, aquellos que desde la vereda llenitas de sol o las puertas entornadas, lo miraban pasar, altanero y mandón, cargado, de puro guapo nomás, de gestos aireados que llegaban a todos como los malos sueños en la hora del descanso.
          -Ta que el Lisandro se esta buscando una soba de las guenas…
          -No ai de parar hasta verse achurao, nomás.
          Los viejos sentenciaban, convencidos de aquello que la larga experiencia les había enseñado; además, esperanzados, como remitiendo a las leyes inevitables de la vida, esa venganza que no podían asumir: la de cobrarse el permanente ultraje que a ellos, pequeños en su valentía, o de un coraje reservado para otros menesteres –levantar las cosechas, sembrar los campos, criar los hijos- les ocasionaba los aireados ademanes del Lisandro.
          Como ya en el pueblo no tenía contrincantes, porque todos se escurrían no bien tropezaban con su tranquila insolencia de guapo, Lisandro Pedreira desagitaba su inútil bravura en Pancho Pájaro. Eso ya esta dicho. Lo que no esta dicho es que canalizaba siempre sus afanes en una circunstancia única: la inmensa, la infinita cobardía de Pancho Pájaro. Porque Pancho Pájaro, pequeñito, frágil, infeliz de cuerpo, también era pequeño, frágil, esmirriado de ánimo.
          -Pancho Pájaro, una bomba… -le decían los chicos, prendiéndole un cohete. Y Pancho Pájaro huía, espantado.
          -Pancho Pájaro, el fin del mundo… -le gritaban desatando un caos con latas y pedradas. Y Pancho Pájaro se arrinconaba, se hacía más pequeño, desaparecía doblándose sobre si mismo.
          Por eso, las bromas de Lisandro Pedreira, de algún modo, eran como las infinitas variaciones, las combinaciones múltiples, de un mismo motivo: asustar a Pancho Pájaro. Por otra parte, todo el pueblo asistía a ese juego reiterado, solazándose. Era como si ellos mismos, en el Pancho Pájaro agraviado, empequeñecido, vengaran su propia mediocridad. Y aquello que para Lisandro Pedreira constituía solo un juego, para el resto de la gente era una urgente necesidad: la de ocultar, o vengar, o borrar, ese ácido resquemor que les dejaba la propia pequeñez o vaya a saber que cosa.
          Pero un día algo aconteció en el pueblo. Algo que vino como un castigo; o quizás, tal vez, como una liberación. O tal vez como las dos cosas, para abatir el falso coraje de Pedreira y para enseñarles a los otros, a los acobardados a fuerza de golpes, que también ellos podían crecer en valor y coraje, alguna vez, como le había pasado a el, al más infeliz del pueblo, al Pancho Pájaro.
          Sucedió un verano de elecciones. Eran épocas bravas aquellas. Después del obligado paso por las urnas, la gente se desparramaba por las calles, huérfanas de boliches abiertos en esos días, para concluir arrinconándose en torno a la res –regalo de algún poderoso del partido- que se asaba en un rincón, al amparo de miradas avisoras y multiplicados corrillos, entre el revolotear de las boinas blancas y coloradas. Casi era un aire de fiesta el que flotaba en el pueblo. Pero al atardecer, siempre se comentaba alguna muerte; o dos. Eran días en que la policía, por eso, debía estar alerta, custodiando los cuchillos de contrabando disimulado entre las amplias bombachas, rápidos para salir de su precario escondite.
          Y fue en una de esas elecciones. El Pedreira, como siempre, anduvo buscando bulla. Y la encontró nomás. Nunca se supo bien, porque el hombre huyó, si era del pueblo, o de alguno de esos montes vecinos, desde donde tantos se acercaron, arriba de los camiones que el comité ponía a disposición en casos así. Nunca se supo quien fue el, el matador. Pero todos supieron, y se lo repitieron bocas medrosas y asombradas ese atardecer, quien había sido el muerto. Porque aunque el que buscó la pendencia, y sacó primero el cuchillo, y comenzó la pelea, fue el Pedreira, quien albergó en su propio cuerpo la bala del desconocido fue otro: Pancho Pájaro.
          El pueblo todo se lamentó de esa muerte; pero cuando supo lo demás, cuando se enteró de que modo lo arrinconó al destino, pareció encogerse de puro asombro. Porque la muerte de Pancho Pájaro había sido la de un valiente.
          La contó uno de los muchos que la vieron, aquella tarde, cuando las sombras ya iban arrastrándose por el suelo, desfilando, temblorosas, por las paredes de las casas. Fue uno que asistió a la cosa de cerca; de cerca y desde el principio. El Pedreira se envalentonó, porque sí nomás, como hacía siempre, con uno de los forasteros que andaba por allí como eso que era, forastero en pueblo extraño. Pero el hombre no era fulano para dejarse llevar por delante. Lo enfrentó como guapo; primero fueron palabras las que contestaron los ademanes del Pedreira, y después fue su cuchillo el que le salió al paso al otro, al del mandón del pueblo; y cuando desenfundó su revolver, más que por capricho, por necesidad, al verse indefenso, apretado contra el suelo, el otro también sacó a brillar un treinta y dos largo, mal abrigado en la bombacha ampulosa.
          Parece que eso lo alcanzaron a ver muy pocos, aunque muchos, para darse corte nomás, dicen que si, que lo vieron. Quien de veras presencio todo fue Pancho Pájaro. Vio el revolver y vio la intención, como primero había descubierto al guapo, tirado en el suelo, con la cara llena de algo que los demás creyeron era asombro, aunque después coincidieron en que había sido otra cosa, lo que el Pancho Pájaro supuso desde un principio: puro susto y nada más.
          Vaya a saber que cosas extrañas cruzaron por la mente de él, del cobarde del pueblo, cuando descubrió en el otro la oscura sensación que habitaba en su ánimo empequeñecido desde siempre.
          Tal vez fue lástima; tal vez, simplemente, rabia al ver al otro, al fuerte, tan maniatado; tal vez –y en esta versión coinciden muchos-, un antiguo sueño trepado a su cabeza.
          Muchas razones pueden enlazarse, irrefutables, porque muchas mueven al hombre cuando se da de veras en algo. Dios conocerá la cierta. Los del pueblo solo saben una cosa, aquello que vieron: la cara de Pancho Pájaro, apabullada de puro aturdido, o asustado, o vaya a saber de que, el grito extraño que distrajo la atención y mano del forastero, y en seguida, como un prolongación del propio alarido, su movimiento rápido, o mejor, el desplazamiento inesperado, pero preciso, que lo volteó sobre el cuerpo del hombre caído y lo aplastó, cara con cara, cuerpo con cuerpo, en un desesperado recurso por cubrir, con sus magras dimensiones, las del otro, la del Pedreira que entonces si, habrá comprendido como, esa vuelta, la cosa iba de veras.
          Lo que vino después fue muy confuso y los testigos dicen y desdicen de talles y circunstancias. Solo en algo se ponen de acuerdo: sonó un tiro que repitió el silencio estancado entre los límites del pueblo, y al Pancho Pájaro se lo vio aletear, levemente, como sacudiéndose con desgano la penosa inutilidad de su cuerpo infeliz y después silenciarse en algo confuso y vago como un sueño, o tal vez una pesadilla precisa y rápida como el chorro oscuro de la sangre que comenzó a brotarle en un costado, justo del costado por donde había entrado la bala que debía ser para el Pedreira, pero que no lo fue, porque antes tropezó con el cuerpo del Pancho Pájaro.
          El pueblo, esa tarde, se ensombreció de pronto, en un silencio hondo y oscuro. Algunos dicen que lo vieron al forastero enfundar su revolver y perderse, a pie nomás, en la oscuridad. Otros añaden que alcanzaron a distinguir al Pedreira, despacio sobre su caballo alazán, desapareciendo en los imprecisos límites de las casas, con los ojos bajos, de puro avergonzado, como delante del sargento habían estado brillosos. De lágrimas, dicen.
          Los demás nos fuimos, callados, repartiéndonos esa muerte que era casi un desquite. O una humillación.