EL PUEBLO

 

 

                                                    El pueblo es gris y triste. Si estoy ausente pienso
                                                    que la ausencia parece que lo acercaran a mí.
 
                                                                                                   PABLO NERUDA
  
          EL PUEBLO ES PEQUEÑO y chato. En verano casi se pierde entre el polvo blancuzco de sus calles y la desorbitada exhuberancia de arboledas y yuyales. En invierno, en cambio, queda aislado por el barro y las lluvias. Pero en cualquier época del año es gris y monótono.
          De por si es poca cosa. No tiene ni fábricas, ni edificios altos, ni calles importantes. Esta como separado del resto del mundo: una isla en medio de los campos y las cuchillas. “Un pueblo de mala muerte”, dicen los forasteros, en el que no se sabe que hacer.
          Creció donde esta por una equivocación de los ingleses que en aquella época –la de su origen- tendían las vías del ferrocarril General Urquiza. En realidad, el pueblo había nacido más arriba, casi a orillas del río Gualeguay, frente a un legendario cementerio querandí y en medio de un monte de talas que los italianos, no bien llegaron, comenzaron a desmontar. Apenas abierto un claro, sobre la tierra que no estaba bien aislada todavía, construyeron una capilla, porque como buenos italianos “La Madonna prima de tutto”; en seguida, en frente, en un boliche en el que de entrada nomás aprendieron a jugar a las tabas y a la pelota; después alinearon las casillas que cobijarían las familias de los primos y de los primos de los primos, porque habían venido todos juntos, en bandada, de la Alta Italia; para ser más precisos de Veneto.
          Con la equivocación, los ingleses ganaron ocho leguas de vías y ahorraron miles de pesos –de aquella época- en jornales. Pero, en este punto, los ingleses demostraron su carácter: no transaron. Desde entonces hasta hoy, en el pueblo quedó la expresión “equivocarse como un inglés” o “este se la da de ingles” –con el tiempo la expresión ha tomado variantes, pero siempre sirve para designar lo mismo: un avivado-; y aunque la usan todos, solo los muy viejos –y ya van quedando pocos-, recuerdan por que se dice.
          Plantada la estación del ferrocarril ocho leguas más abajo, a los italianos no les quedó otro camino que volver a trasladar a sus cachorros y alinearlos entonces en torno a esa pequeña casilla de zinc y de madera que había sido tan poderosa como para movilizarlos por segunda vez. Y allá, en el rincón que desde entonces se llamó Talitas, quedó la capilla, ampulosa e inservible y el almacén con su cancha de pelota llenas de yuyos y sus estantes vacíos, consumiendo su doble elegante inutilidad en los lentos días de una decadencia que ya cuenta cerca de cien años. Pero ambos, de algún modo, testifican aquel primer impulso colonizador, decidido y romántico, que quiso levantar un pueblo frente a un río criollo y un cementerio indio.
          Cerca de la estación, entonces sí –por la voluntad de los ingleses que la construyeron y se mandaron mudar, y no de los italianos que se quedaron trabajando, ni de los criollos (los Bravos, los Guzmán, los López), que con ojos mansos veían como hectárea a hectárea se iban de sus manos las tierras que en alguna repartija les había dado el General Urquiza o cualquier legendario caudillejo a sus abuelos- cerca de la estación, como apoyándose en ella, punta de lanza civilizadora en medio del desierto entrerriano, como años antes lo había sido el fortín en las avanzadas contra los indios, se levantó el pueblo. Improvisado, elemental, austero en su sencillez, como hecho por hombres que no podían detenerse a construir paredes porque la tierra los esperaba afuera, a campo abierto, para ser rasgada en surcos.
          Con el tiempo, es claro, por fuerza y gravitación de las simples necesidades, el pueblo fue creciendo. Mejor dicho, fue completándose. Un día nació la escuela que, eso sí, en lugar de una “maestra normal nacional”, como rezan los diplomas usuales, tenía una voluntariosa “señorita tercer grado aprobado”, y en lugar de bancos disponía de disciplinadas cabezas de vaca, tiesa en su blancura póstuma. Después vino la capilla, que ya no fue ni tan ampulosa ni con las sentimentales reminiscencias románticas que los italianos les habían concedido a las primeras, aquella de Talitas. Tal vez, como pensaba el cura –que nunca se consoló de esto-, porque en la lucha diaria se había ya enfriado aquel primer impulso religioso. Quizá por razones menos metafísicas: porque todos pensaron lo que solo don  Giusseppe Mangiantti se animó a insinuar: “para que hacerla más grande si a lo mejor vienen los ingleses… ¡Madonna mía!”
          Los ingleses no vinieron. Pero no se equivoco del todo don Guisseppe: cuarenta años después llegó un político argentino y la carretera asfaltada la hizo construir justito bordeando el pueblo, justito por delante de su estancia. Y el pueblo quedó allí, como varado en su ingenua y elemental sencillez primitiva (porque no era el caso de volver a mudarse: esto a nadie se le ocurrió; ya tenían demasiadas cosas).
          Después fue el cementerio. Y también aquí hubo una equivocación, porque el día en que lo inauguraban, se dieron cuenta que no tenían ningún muerto local. Algunos dicen que entonces pidieron uno prestado a Gualeguay, y que después lo devolvieron puntualmente, cuando pudieron suplirlo por uno “auténtico”, por un cadáver nativo, se entiende. (Pero esta es una versión en la que ya muy pocos creen).
          Después, año va y año viene, con mayores o menores equivocaciones, nacieron las demás cosas: la botica, con sus generosas manos de quien hacía de farmacéutico, médico y partero del pueblo y no era ni farmacéutico, ni médico, ni partero (había llegado para poner una tienda y en el camino, por presión de las circunstancias lugareñas, cambió su vocación); el prostíbulo, grande y blanco, al que se llamaba la casagrande para despistar, allá, cerca del ombú que marcaba el confín del pueblo, y que, según los hombres estaba demasiado lejos, y según las mujeres excesivamente cerca, “que barbaridad, ante las mismas narices de los chicos, inocentes de Dios” como decía Eleutería Reynoso, la campana moralizadora del pueblo.
          Después vino la luz eléctrica. La puso un español que pasó un día camino a Basavilbaso, donde estaban instalando la usina. En el boliche en que se detuvo a echar unos párrafos con la gente del lugar, lo convencieron de venirse a ese pueblo “que va a creer Dios sabe hasta cuando, porque la zona es rica y ya hay chacareros con plata, y las colonias adelantan que es un gusto…” Y un poco porque lo convencieron, y otro poco porque era época de cosecha y las angostas calles estaban atiborradas de carros rusos y de bolsas y de tractores, y todo eso era signo evidente de una creciente prosperidad, el dijo “bueno”, y volvió, y al poco tiempo, desde un precario galpón, comenzó a oírse el chic-chuc-chuc de un Diesel y de un Otto que desde el atardecer hasta la medianoche colgaban indecisas luces por casas y calles. Cuarenta años después, el pobre, ante el pueblo que seguía tal cual, estancado a más no poder, decía: “Pensar que me aseguraron que adelantaría…”
          Esta –la usina- fue otra de las cosas nacidas por una equivocación. Aunque tal vez se trate aquí de un error personal (pero que en definitiva poco importa, porque el pueblo, en realidad, ha crecido por cosas así).
          Probablemente, la equivocación más grande fue la que se originó con el nombre mismo del pueblo. En verdad, tenía que haber llevado alguno emotivo, digamos, que señalara algo propio del lugar: Llanura salvaje, o Tierra fértil, o Las Moscas bravas, si se quiere. O si no, el de cualquier pionero: Giusseppe Mangiantti, que fue de los que iniciaron la colonización; o José Sveveliza, el decano de los bolicheros, un judío valiente como un general –de los de antes-, en esa época en que había que ser heroico para animarse a regentear tal tipo de negocios (basta, como dato ilustrativo, señalar que una dura reja de hierro separaba el mostrador del lugar de los parroquianos). O mejor, tal vez, el de alguno de los primeros dueños de esas tierras, cuando las posesiones se marcaban sobre un mapa, de río a río y de cuchilla a cuchilla, y se recibían por un gesto heroico o un golpe de suerte: Segundo Santos (que perdió sus tierras en un duelo criollo, a cuchillo limpio y bajo las estrellas); o Nicasio Pedreira, (que las ganó en una partida de taba); o Nemesia Iglesias, que tenía ciento veintiún años cuando murió, y se pasó los últimos años hablando solo de Urquiza, a quién, según dice, conocía más que de nombre o de verlo nomás; “no de balde el General dejó más de cien críos desparramados”, como decía don Eleuterio Guzmán, que también podía haber sido digno patrón del lugar, porque fue el primero de la población que se dedicó a hacer los pozos de agua potable –y los otros-, en aquella época en que también esa era tarea de héroes porque había que trabajar de sol a sol punteando con una precaria pala la tierra dura y salvaje, hasta que el hombre decía “basta” de puro vencido o la tierra decía “bueno” y aflojaba su agua.
          Pero no pasó nada de eso. Otra vez, por razones ajenas a los hombres del pueblo gravitaron en el, y al pueblo le fue puesto un nombre cualquiera, mejor dicho, el que eligió el delegado de Paraná cuando vino para inaugurar la estación, y se acordó de un amigo, recién muerto, que entre otras cosas había sido masón, anglófilo y rector del Colegio Nacional de Concepción del Uruguay. De puro asombrado, los lugareños no pudieron protestar por ese nombre desconocido que le endosaron de golpe. Y de puros ladinos se quedaron con el nombre –que le iban a hacer- pero lo vaciaron de toda significación; a los diez años ya nadie sabía a que se refería: si a un prócer de la independencia, a una batalla o a una determinada raza de indios extinguida. Tanto fue así que, cuando cuarenta años después la junta vecinal decidió que ya era tiempo que el pueblo tuviera su plaza, como se estila en todas las ciudades, y en ella algo que recordara el héroe o la gesta cuyo nombre llevaba, nadie, ni los más viejos, ni los más instruidos, supieron decir si correspondía poner la estatua ecuestre de un general, el busto de un ceñudo pensador, o un frontal con espadas y soldados batallando y la bandera llevada bien alto. Zanjaron la cuestión del modo más simple: lo pusieron al General San Martín, porque a él todos lo conocían y además, como dijo don Zenobio Bravo, entre copa y copa, “Aunque general fue bueno”. O como agregó el maestro –único demócrata progresista del pueblo, y que además leía a Ingenieros-: “La verdad, a mi los generales en el bronce no me molestan para nada”.
          La última equivocación –y esto ya es historia contemporánea-, fue la del radar. Nadie supo de quien fue la iniciativa –vale decir, la equivocación-, pero un buen día llegaron ingenieros, y oficiales de gendarmería, y soldados a granel y extendieron planos y dijeron cifras (los habitantes del pueblo se quedaron extenuados de asombro: eran cifras millonarias); y allí, en ese rincón casi perdido entre los montes de talas y espinillos donde no había fronteras que defender, ni destacamentos militares que resguardar, ni ríos importantes para custodiar; en ese lugar donde el ganado engordaba de puro tranquilo y los hombres se aburrían por falta de novedades, se levantó una importante construcción: usina, casas para el personal, dependencias para los oficiales; y en lo alto, la mole de una torre como una enorme mano señalando el cielo.
          Los lugareños, claro esta, vivieron esos mese pendientes de la cosa. Para referirse a la construcción decían “el edificio” (la diferenciaban así, jerárquicamente de las demás, que eran simples casas o ranchos). Se sintieron de golpe importantes, y para ponerse a tono, hasta el dueño del biógrafo trajo la película Hiroshima mon amour, que nadie entendió porque estaba muy cortada y además era difícil; pero todos quedaron conformes igual, porque sabían que Hiroshima tenía que ver con la bomba atómica, y la bomba atómica con el radar y el radar con el “edificio” que ya era patrimonio del pueblo.
          Alguien, más lucido, claro, se acordó de la historia de la estación, puesta donde no hacía falta. Pero ya –señal que el tiempo había pasado- no se preguntaron “¿serán los ingleses?” sino que insinuaron: “¿serán los yanquis?” La verdad es que nadie lo supo; pero, probablemente, fue cosa de argentinos nomás, porque los argentinos tenemos eso de bueno: cuando nos equivocamos, lo reconocemos y basta (por ejemplo: ¿en las elecciones el pueblo erró al votar? Paciencia. Se hace una revolución, se saca del medio al que subió por un mal cálculo de todos, y listo).
          Pues bien; como habían venido, los ingenieros, los gendarmes y los soldados se fueron un día. Los millones –en parte-, quedaron allí, en las construcciones abandonadas, en la torre del radar que el último ciclón ya comenzó a desarmar. A veces, algún viejo nostálgico lo mira y dice: “Pensar que se podría poner una fábrica…” Otros, el Gallego García, que hace años anda deambulando inútilmente detrás de un crédito para poner una cremería: “Esto si que vendría bien… caracoles…” En ocasiones es el cura, que al pasar con su moto (la que le regaló el pueblo), de vuelta de algunas de sus innumerables y alejadas capillas, murmura: “Aquí si que andaría la escuela parroquial…“ Y hasta las autoridades del Club Sportivo local –anticipándose a las iniciativas del otro, el Central-. Un día dijeron en reunión directiva y quedó atestiguado en actas: “Solicitar el edificio del radar para sede del club”.
          Así, en cierto modo, las hieráticas e inservibles instalaciones del radar, se han convertido en el sueño de todos los hombres de empresa del pueblo. Pero ¿a quien dirigirse? ¿A quien preguntar? Nunca, a nadie, se le ocurrió averiguar algo mientras fue posible. Así, una equivocación más ha trabado el proceso del pueblo…
          Como lo ha trabado, aunque parezca mentira, la construcción de la carretera asfaltada: comenzada hace veinte años, esta tal cual. Mejor dicho, peor que en las primeras épocas, porque la parte construida hace ya tanto tiempo esta inservible, y los tramos nuevos, sin concluir, imposibles de transitar. Por otra parte, el viejo camino consorcio, abandonado, es un desastre. ¿Entonces? Entonces, la gente hace lo único que resulta lógico: los del pueblo, tratan de no arriesgarse fuera de los inciertos límites de las casas; los del otro lado, de no llegar hasta el…
          Así, el pueblo sigue igual, pequeño y chato, en verano casi perdido entre el polvo blancuzco de sus calles y la desorbitada exuberancia de arboledas y yuyales; en invierno aislado por el barro y las lluvias; en cualquier época del año gris y monótono, abandonado como cosa que no vale gran cosa…
          Sin embargo, todos los años, cuando bajo la cuchilla que me acerca al pueblo, mientras veo aparecer las aspas de los molinos que cada día van siendo menos, y las torres de los televisores, que cada año aumentan, yo siento que algo así como una emoción me va trepando por el pecho. Porque yo se que en esas casas que veo aparecer bajo el duro sol del mediodía o la luz dorada del crepúsculo, hay hombres… Hombrecitos que ríen y lloran, que sufren y esperan… Como yo.