El hombre era seco, alto sin llegar a mucho, encorvado. De puro viejo parecía un garabato. Cuando lo trajeron al destacamento no levantó los ojos ni siquiera después de escuchar la voz del comisario:
—Diga, don... ¿su nombre?
—Avelino López.
—¿Trabajo?
—Nutriera, pues.
Mostró la libreta, arrugada y amarilla de revieja, en la que se vislumbraba un perfil lejanísimo que sólo después de mucho escrutar podía identificarse con aquél que el comisario tenía delante suyo, tajeado por las arrugas, agrio en su gesto ausente, y con unos ojos bajos, empecinados en mirar el suelo de tierra apisonada, o tal vez el grotesco juanete que asomaba por la apretada alpargata, o, simplemente, sin mirar nada; los ojos, digo, que sólo levantó, eso sí, siempre hosco y huraño, cuando el comisario le dijo, con voz baja y zumbona:
—Así que fue usté, viejo, el que me lo amansó al turco Tufic.
—No señor... ya le he dicho al sargento que yo no juí —respondió con desgano, como sabiendo que era inútil entrar en explicaciones.
—Pero usté sabe, don —volvió el comisario, esta vez con más fuerza, envalentonado por la displicencia del otro—. Al turco se lo encontró entre los pajonales de una isla vecina a la de su rancho, como si la correntada lo hubiera trampeado a usté... bueno, o a quien quiera que sea, para dejarlo allí, cerquita nomás, con los ojos tiesos y el cuerpo agujereado de heridas fresquitas, al alcance de cualquier mirón que pasara... Y ¿sabe? Pasó la maistra, que andaba levantando un censo.
—¿Y diay...? —la voz del viejo llegó, arrastrándose. —A más, en su rancho apareció una lata de kerosén llenita de plata, apretada hasta el borde. El hombre era seco, alto sin llegar a mucho, encorvado. De puro viejo parecía un garabato. Cuando lo trajeron al destacamento no levantó los ojos ni siquiera después de escuchar la voz del comisario:
—Diga, don... ¿su nombre?
—Avelino López.
—¿Trabajo?
—Nutriera, pues.
Mostró la libreta, arrugada y amarilla de revieja, en la que se vislumbraba un perfil lejanísimo que sólo después de mucho escrutar podía identificarse con aquél que el comisario tenía delante suyo, tajeado por las arrugas, agrio en su gesto ausente, y con unos ojos bajos, empecinados en mirar el suelo de tierra apisonada, o tal vez el grotesco juanete que asomaba por la apretada alpargata, o, simplemente, sin mirar nada; los ojos, digo, que sólo levantó, eso sí, siempre hosco y huraño, cuando el comisario le dijo, con voz baja y zumbona:
—Así que fue usté, viejo, el que me lo amansó al turco Tufic.
—No señor... ya le he dicho al sargento que yo no juí —respondió con desgano, como sabiendo que era inútil entrar en explicaciones.
—Pero usté sabe, don —volvió el comisario, esta vez con más fuerza, envalentonado por la displicencia del otro—. Al turco se lo encontró entre los pajonales de una isla vecina a la de su rancho, como si la correntada lo hubiera trampeado a usté... bueno, o a quien quiera que sea, para dejarlo allí, cerquita nomás, con los ojos tiesos y el cuerpo agujereado de heridas fresquitas, al alcance de cualquier mirón que pasara... Y ¿sabe? Pasó la maistra, que andaba levantando un censo.
—¿Y diay...? —la voz del viejo llegó, arrastrándose.
—A más, en su rancho apareció una lata de kerosén llenita de plata, apretada hasta el borde.
---¿Y diay...? —volvió el otro, como una letanía. —Mucha plata, viejo, mucha plata. La que un nutriera como usté no puede juntar: monedas y pesos de la época de Ñaupa. Ésta es hazaña de uno como el turco Tufic, rejuntador de cosas como hormiga negra... —Aja... —murmuró el otro.
—...y no de ustedes, nutrieros acostumbrados a gastar lo poco que ganan en vicios y nada más... ¿Dónde se ha visto alguno que guarde algo? Dónde, dígame —insistió con énfasis, mientras su mirada se paseó por el auditorio, reducido pero atento, como tomándolos por testigos a todos, al sargento López, duro en su facha y bizco como siempre, y al peón de los Zorrilla, que había ayudado a sacar "el muertito", como él decía, y su propia mujer, afanada en acarrear agua de un pozo cercano.
Afuera de la comisaría se veían los matorrales de la costa y las hileras de álamos, tiesos y estirados como milicos; por la ventana abierta pasaban unas nubes, apuradas y altas. Se oía el rumor del agua cercana, monótona y rezongona. Se oyó también la voz desganada del hombre, como indagando algo que no le concernía, o que por lo menos no tenía mayor importancia:
-¿Y diay...?
II
Claro que había sido mucha plata. Vaya si lo sabría. No le habían bastado ni un año ni dos para juntarla. Fue la tarea de casi toda una vida entera. Por lo menos, de gran parte de la suya. Desde que se le fue la hija mayor, aquélla, la Ciriaca. Se le mandó mudar un buen día de la ranchada "porque somos repobres", dijo, y ella "no estaba para aguantar esa vida de animales, que no de cristianos". Vaya si eran pobres; como para no saberlo él que trabajaba de sol a sol para... para eso; para lo que decía el comisario: conseguir los "vicios" que podían procurarle un consuelo en aquellas soledades. La yerba, y el cigarro de hoja, y el poco de vino tinto que canjeaba con sus cueros de nutria en el boliche de Las Cuatro Bocas donde bajaba cada quincena en verano, y cada dos o tres meses en la época de las lluvias, cuando la creciente hacía perder al río sus orillas y lo encerraba a él y a sus crios entre albardones y totoras empapadas.
Eran pobres, verdad; pero estaba acostumbrado a todo eso: del abuelo para acá la familia entera había sido gente de isla, y él sentía como patria ese rincón escondido, cerca del Ibicuy, donde tenía su rancho, sus pocas pilchas y ese río enorme que día a día hurgaba con sus espineles y con su esperanza, y hasta donde no llegaba el barullo del mundo y sus desavenencias.
El había creído que la Rosa se acostumbraría a eso y con el tiempo le tomaría el gustito... Pero se había equivocado. A la Rosa la conoció en un viaje en tren, uno de los pocos que hizo en su vida, desde el Ibicuy hasta Gualeguay, por asuntos de papeles. El viaje era aburrido y él, además, se encontraba "como perro en cancha 'e bochas" al no sentir el temblor de los pajonales bajo sus pies o el calorcito del caballo cosquillándole las piernas. Un poco por aburrido y otro poco porque le gustaron los ojos renegridos de la Rosa, conversó con ella largo y tendido. En un descuido, hasta le arrimó su cuerpo. Cuando llegaron a Médanos se animó a decirle:
—¿No sos gustosa de quedarte conmigo? Comida y pilchas no te han de faltar.
A la Rosa probablemente le llegaron las palabras del hombre; o tal vez fue puro miedo nomás: ella, como correntina que era, estaba acostumbrada a la anchura del campo, al viento que azota la cara, a los ojos que sólo se detienen delante del horizonte, y lo otro, lo que le esperaba —la "colocación" en la ciudad enorme, que sólo conocía por referencias de amigas y turbias fotografías en los diarios— tendría, claro está, que darle algo de miedo.
Pero, casi con seguridad, la había decidido la mirada espesa del hombre ya grande y con aire protector, la del Avelino ése, que la perseguía, como la perseguía el peso de su mano que desde Médanos no le soltaba la cintura, y que sólo se aflojó cuando allí, en Ibicuy, le ayudó a bajar la valija, y a saltar al andén, y después a iniciar la marcha por entre los arenales mientras se oían las pitadas del tren subiendo al ferry, rumbo a la capital.
El creía que la Rosa se acostumbraría a la dureza de esa vida en las islas, mejor dicho, a esa vida que recién descubrió dura cuando la Rosa se lo empezó a decir, una vez y otra vez, entre rezongos y gritos que más de una vez acabaron bajo el chasquido del látigo, porque Avelino López no era hombre como para dejarse horadar los oídos con ronroneos de mangangá.
Claro que algunas veces la Rosa tenía razón. Como aquella vez, cuando la creciente le llevó, sin perdonar ninguna, las ovejas que habían conseguido reunir, una a una, y que vieron pasar, con el vientre hinchado y las patas tiesas, entre los camalotes y bicharracos que arrastraba el río alborotado.
O peor, aquella otra, cuando el río se alzó las pilchas de la casa, con la cuna y el crío que había adentro, y que hacía apenitas dos meses que veía la luz del sol.
Pero ni con eso Avelino López aprendió, como decía por aquel entonces la Rosa, agriada por las privaciones, la dureza, las inclemencias de esa vida y, sobre todo, la hosquedad del hombre. Ni entonces ni cuando se fue la mayor, la Ciriaca. Bien que se acordaba él de la Ciriaca ésa, aunque hacía ya más de veinte años que todo aquello había pasado. El creyó entonces que todavía era una gurisa, y gurisa nomás era con sus trece años fresquitos; pero la sangre se le empezó a levantar sin que él se diera cuenta; tal vez fue por eso; o como decía la madre, porque las penurias eran muchas como para que las soportara una muchacha recién abierta a la vida.
Cuando una tarde llegó el arriero aquel, probablemente le habló de los pueblos que había allá, después del río oscuro; o de las ropas que las muchachas se ponían para ir a los bailes. Vaya a saber. El sólo supo que vio todo negro cuando los encontró entre los pajonales, el hombre propasándose con ella; y que sólo pudieron detener su mano, pronta a ensartar el cuchillo en el cuerpo del forastero, los gritos de su mujer:
—Déjalo, Avelino, déjalo. El Pedro se la va a llevar a la muchacha... No te disgraciés, viejo.
Y los dejó ir, oyendo, por más que quiso hacerse el sordo, los gritos de la muchacha envalentonada:
—Me voy porque estoy cansada de ser pobre como las ratas. Sí, como las ratas...
Y también se lo dijo la Rosa, al otro día tempranito, mientras el mate pasaba de una mano a la otra:
—Somos muy pobres. Avelino, esto es demás triste. Y no yevamos miras de salir nunca a flote —murmuraba, como tratando de justificar la huida de la muchacha. Y lo volvió a repetir después, cuando ya se habían enterado, por boca de fortuitos reseros y de isleros vecinos, que la muchacha, en un pueblo cercano, era de "esas" (sí, de esas que dan gusto a los hombres por plata).
Tal vez fue entonces cuando al Avelino, de tanto vivir sin sosiego por lo de la Ciriaca, le empezó a trabajar eso de la lata de kerosén con el dinero; aunque lo puso en práctica después, cuando un buen día la misma Rosa se le mandó mudar, como abrumada por el peso de todo aquello o tentanda por la vida que su hija llevaba del otro lado de la isla.
Fue una tarde al volver a la ranchada. De lejos nomás lo alertó el llanto de la gurisa, la Juana, que sólo tenía dos años; en seguida la vio, atada al catre, con el tazón de leche derramado entre tanto pataleo. Cerca había una esquela de la Rosa, mejor dicho, del fulano con el que se había marchado (porque ella no sabía escribir), según le dijo el almacenero de Las Cuatro Bocas cuando lo enteró de aquello que por sí mismo no podía averiguar (porque tampoco él sabía leer). Supo así que su mujer se iba como se había ido la Ciriaca: ya no aguantaba vivir así, entre la necesidad y la miseria, como alimañas que nunca podrían cambiar de suerte. Nunca decía el papelucho, y la palabra tenía debajo una raya que la mano del hombre, fuerte y tosca, habría trazado a instancias de la mujer, seguramente.
Avelino López dejó que se le fuera la mujer como se le había marchado la Ciriaca, con sus trece años fresquitos, y como un día la correntada le robara el crío, mientras persistía en su ánimo ese nunca, nunca que podía reconocer sobre el papel por el garabato que lo subrayaba y en sus oídos gracias a un tintineo que repercutía constantemente, sin llamarlo a sosiego, cuando preparaba las tramas, y daba de comer a la gurisa (que era casi una guacha, aunque todavía no lo sabía), o a la caída de la tarde, frente al fuego mantenido con precarias biznagas, mateaba despacito, como hombre que no tiene apuro, porque el tiempo le sobra, o que dispone de mucho tiempo, porque la cosa que tiene entre manos es importante.
Y le alcanzó el tiempo o le maduró la idea, porque un día, el Avelino López hizo lo que cada tanto hacía: con la canoa repleta de pesca y cueros resecos, bajó a Las Cuatro Bocas. Pero esta vez, además, llevaba a la gurisa atada en un rincón del bote, y una decisión prendida al pecho.
---...ta y cinco. Buena cosecha, don Avelino —los dedos ágiles de don Ramón, el gallego de Las Cuatro Bocas, contaron los cueros, secos y aplanados como cartón, y las escurridizas formas de surubíes y dorados, y después, sobre el papel, convirtieron en números el trabajo del hombre.
—Las provisiones como siempre, don...?
—Poco menos, pues. Nos hemos achicado... —dijo con voz cansada, mientras buscaba entre los trastos del boliche, algo que pronto se supo qué era, porque levantó una lata grande, de kerosén.
—¿Será buena? —preguntó.
—Hojalata de primera... Si la quiere pa'l agua, tiene balde hasta que se canse.
—No es pa'l agua. Pero necesito que me sirva añares —dijo. Y después tuvo otra salida que asombró al bolichero.
—El resto en plata.
—Pa'qué hai de querer plata en medio 'el monte, don... si puede saberse?
—le preguntó el otro, risueño—. ¿Pa comprar gatos monteses? Lleve
caña y cigarros; o este poncho que le va'cer más falta.
Pero Avelino López, con la voz que usan los que no quieren entrometidos, volvió a decir:
—He dicho plata.
Y se fue cargado con la gurisa, sus cacharpas y un fajo de papeles apretado a su cintura.
Esa noche, mientras la gurisa dormía, Avelino López puso el dinero en la lata y la colgó del horcón más alto y más oscuro del rancho, y la volvió a bajar y a subir cuando regresó al boliche, una vez y otra vez, un año y otro año, hasta que un día tuvo que enterrarla al pie de un viejo espinillo, porque ya se hacía mucha plata, por un lado, y la curiosidad de la hija por el otro.
—Y compraré un terrenito y una o dos vacas, asigún me alcance, y las pondré a nombre de la Juana. Así no le pasará lo que le pasó a la Rosa y a la Ciriaca... Porque si la muchacha tiene algo suyo, ya llegará algún hombre con buenas intenciones, y no para entretenerse un rato y nada más —decía Avelino López tirando cuentas de promisores futuros; y sus ojos perseguían con ansiedad las formas de la hija, temeroso de que la juventud llegara con sus mandatos antes que alcanzara a reunir aquello que, aunque no lo sabía, era la dote con que iba a resguardar, en un ahorro primitivo y simple, la honra de su hija.
III
Al otro día, tempranito nomás, hubo mucho movimiento en la comisaría. Llegaron dos milicos que habían andado de recorrida, con un hombre sorprendido entre los pajonales de una isla lejana. Lo traían bien maneado. El fulano tenía, de lejos nomás, cara de desalmado. Además, le encontraron, prendido a su cintura, un cuchillo que entraba como a medida en los agujeros por donde la vida se le había ido al turco Tufic. Además, no costó mucho sonsacarle las cosas.
Entonces trajeron al Avelino López del calabozo donde había mal pasado la noche, y porque le creyeron lo que la tarde anterior se les había hecho puro cuento, el comisario dictaminó:
—Usté queda en libertá, viejo.
Todos nos amontonamos junto a la puerta, cuando se fue. Lo vimos perderse con su hija —que lo había venido a llevar—, entre el arenal de la costa, buscando la canoa que los acercaría a la isla.
Mientras los mirábamos, el bizco Sosa, que se ha vuelto fino de puro asentado en el mando, desde que cumple funciones de milico, murmuró casi con asco:
—Gente bruta, caracho... Ni siquiera saben que hay Bancos, y Cajas de ahorro, y libretas pa'estas cosas. Raspando se salvó el don éste.
Los dejamos de ver cuando se perdieron en un recodo del río. El sol ya se había caído, también para ese lado.
—Diga, don... ¿su nombre?
—Avelino López.
—¿Trabajo?
—Nutriera, pues.
Mostró la libreta, arrugada y amarilla de revieja, en la que se vislumbraba un perfil lejanísimo que sólo después de mucho escrutar podía identificarse con aquél que el comisario tenía delante suyo, tajeado por las arrugas, agrio en su gesto ausente, y con unos ojos bajos, empecinados en mirar el suelo de tierra apisonada, o tal vez el grotesco juanete que asomaba por la apretada alpargata, o, simplemente, sin mirar nada; los ojos, digo, que sólo levantó, eso sí, siempre hosco y huraño, cuando el comisario le dijo, con voz baja y zumbona:
—Así que fue usté, viejo, el que me lo amansó al turco Tufic.
—No señor... ya le he dicho al sargento que yo no juí —respondió con desgano, como sabiendo que era inútil entrar en explicaciones.
—Pero usté sabe, don —volvió el comisario, esta vez con más fuerza, envalentonado por la displicencia del otro—. Al turco se lo encontró entre los pajonales de una isla vecina a la de su rancho, como si la correntada lo hubiera trampeado a usté... bueno, o a quien quiera que sea, para dejarlo allí, cerquita nomás, con los ojos tiesos y el cuerpo agujereado de heridas fresquitas, al alcance de cualquier mirón que pasara... Y ¿sabe? Pasó la maistra, que andaba levantando un censo.
—¿Y diay...? —la voz del viejo llegó, arrastrándose. —A más, en su rancho apareció una lata de kerosén llenita de plata, apretada hasta el borde. El hombre era seco, alto sin llegar a mucho, encorvado. De puro viejo parecía un garabato. Cuando lo trajeron al destacamento no levantó los ojos ni siquiera después de escuchar la voz del comisario:
—Diga, don... ¿su nombre?
—Avelino López.
—¿Trabajo?
—Nutriera, pues.
Mostró la libreta, arrugada y amarilla de revieja, en la que se vislumbraba un perfil lejanísimo que sólo después de mucho escrutar podía identificarse con aquél que el comisario tenía delante suyo, tajeado por las arrugas, agrio en su gesto ausente, y con unos ojos bajos, empecinados en mirar el suelo de tierra apisonada, o tal vez el grotesco juanete que asomaba por la apretada alpargata, o, simplemente, sin mirar nada; los ojos, digo, que sólo levantó, eso sí, siempre hosco y huraño, cuando el comisario le dijo, con voz baja y zumbona:
—Así que fue usté, viejo, el que me lo amansó al turco Tufic.
—No señor... ya le he dicho al sargento que yo no juí —respondió con desgano, como sabiendo que era inútil entrar en explicaciones.
—Pero usté sabe, don —volvió el comisario, esta vez con más fuerza, envalentonado por la displicencia del otro—. Al turco se lo encontró entre los pajonales de una isla vecina a la de su rancho, como si la correntada lo hubiera trampeado a usté... bueno, o a quien quiera que sea, para dejarlo allí, cerquita nomás, con los ojos tiesos y el cuerpo agujereado de heridas fresquitas, al alcance de cualquier mirón que pasara... Y ¿sabe? Pasó la maistra, que andaba levantando un censo.
—¿Y diay...? —la voz del viejo llegó, arrastrándose.
—A más, en su rancho apareció una lata de kerosén llenita de plata, apretada hasta el borde.
---¿Y diay...? —volvió el otro, como una letanía. —Mucha plata, viejo, mucha plata. La que un nutriera como usté no puede juntar: monedas y pesos de la época de Ñaupa. Ésta es hazaña de uno como el turco Tufic, rejuntador de cosas como hormiga negra... —Aja... —murmuró el otro.
—...y no de ustedes, nutrieros acostumbrados a gastar lo poco que ganan en vicios y nada más... ¿Dónde se ha visto alguno que guarde algo? Dónde, dígame —insistió con énfasis, mientras su mirada se paseó por el auditorio, reducido pero atento, como tomándolos por testigos a todos, al sargento López, duro en su facha y bizco como siempre, y al peón de los Zorrilla, que había ayudado a sacar "el muertito", como él decía, y su propia mujer, afanada en acarrear agua de un pozo cercano.
Afuera de la comisaría se veían los matorrales de la costa y las hileras de álamos, tiesos y estirados como milicos; por la ventana abierta pasaban unas nubes, apuradas y altas. Se oía el rumor del agua cercana, monótona y rezongona. Se oyó también la voz desganada del hombre, como indagando algo que no le concernía, o que por lo menos no tenía mayor importancia:
-¿Y diay...?
II
Claro que había sido mucha plata. Vaya si lo sabría. No le habían bastado ni un año ni dos para juntarla. Fue la tarea de casi toda una vida entera. Por lo menos, de gran parte de la suya. Desde que se le fue la hija mayor, aquélla, la Ciriaca. Se le mandó mudar un buen día de la ranchada "porque somos repobres", dijo, y ella "no estaba para aguantar esa vida de animales, que no de cristianos". Vaya si eran pobres; como para no saberlo él que trabajaba de sol a sol para... para eso; para lo que decía el comisario: conseguir los "vicios" que podían procurarle un consuelo en aquellas soledades. La yerba, y el cigarro de hoja, y el poco de vino tinto que canjeaba con sus cueros de nutria en el boliche de Las Cuatro Bocas donde bajaba cada quincena en verano, y cada dos o tres meses en la época de las lluvias, cuando la creciente hacía perder al río sus orillas y lo encerraba a él y a sus crios entre albardones y totoras empapadas.
Eran pobres, verdad; pero estaba acostumbrado a todo eso: del abuelo para acá la familia entera había sido gente de isla, y él sentía como patria ese rincón escondido, cerca del Ibicuy, donde tenía su rancho, sus pocas pilchas y ese río enorme que día a día hurgaba con sus espineles y con su esperanza, y hasta donde no llegaba el barullo del mundo y sus desavenencias.
El había creído que la Rosa se acostumbraría a eso y con el tiempo le tomaría el gustito... Pero se había equivocado. A la Rosa la conoció en un viaje en tren, uno de los pocos que hizo en su vida, desde el Ibicuy hasta Gualeguay, por asuntos de papeles. El viaje era aburrido y él, además, se encontraba "como perro en cancha 'e bochas" al no sentir el temblor de los pajonales bajo sus pies o el calorcito del caballo cosquillándole las piernas. Un poco por aburrido y otro poco porque le gustaron los ojos renegridos de la Rosa, conversó con ella largo y tendido. En un descuido, hasta le arrimó su cuerpo. Cuando llegaron a Médanos se animó a decirle:
—¿No sos gustosa de quedarte conmigo? Comida y pilchas no te han de faltar.
A la Rosa probablemente le llegaron las palabras del hombre; o tal vez fue puro miedo nomás: ella, como correntina que era, estaba acostumbrada a la anchura del campo, al viento que azota la cara, a los ojos que sólo se detienen delante del horizonte, y lo otro, lo que le esperaba —la "colocación" en la ciudad enorme, que sólo conocía por referencias de amigas y turbias fotografías en los diarios— tendría, claro está, que darle algo de miedo.
Pero, casi con seguridad, la había decidido la mirada espesa del hombre ya grande y con aire protector, la del Avelino ése, que la perseguía, como la perseguía el peso de su mano que desde Médanos no le soltaba la cintura, y que sólo se aflojó cuando allí, en Ibicuy, le ayudó a bajar la valija, y a saltar al andén, y después a iniciar la marcha por entre los arenales mientras se oían las pitadas del tren subiendo al ferry, rumbo a la capital.
El creía que la Rosa se acostumbraría a la dureza de esa vida en las islas, mejor dicho, a esa vida que recién descubrió dura cuando la Rosa se lo empezó a decir, una vez y otra vez, entre rezongos y gritos que más de una vez acabaron bajo el chasquido del látigo, porque Avelino López no era hombre como para dejarse horadar los oídos con ronroneos de mangangá.
Claro que algunas veces la Rosa tenía razón. Como aquella vez, cuando la creciente le llevó, sin perdonar ninguna, las ovejas que habían conseguido reunir, una a una, y que vieron pasar, con el vientre hinchado y las patas tiesas, entre los camalotes y bicharracos que arrastraba el río alborotado.
O peor, aquella otra, cuando el río se alzó las pilchas de la casa, con la cuna y el crío que había adentro, y que hacía apenitas dos meses que veía la luz del sol.
Pero ni con eso Avelino López aprendió, como decía por aquel entonces la Rosa, agriada por las privaciones, la dureza, las inclemencias de esa vida y, sobre todo, la hosquedad del hombre. Ni entonces ni cuando se fue la mayor, la Ciriaca. Bien que se acordaba él de la Ciriaca ésa, aunque hacía ya más de veinte años que todo aquello había pasado. El creyó entonces que todavía era una gurisa, y gurisa nomás era con sus trece años fresquitos; pero la sangre se le empezó a levantar sin que él se diera cuenta; tal vez fue por eso; o como decía la madre, porque las penurias eran muchas como para que las soportara una muchacha recién abierta a la vida.
Cuando una tarde llegó el arriero aquel, probablemente le habló de los pueblos que había allá, después del río oscuro; o de las ropas que las muchachas se ponían para ir a los bailes. Vaya a saber. El sólo supo que vio todo negro cuando los encontró entre los pajonales, el hombre propasándose con ella; y que sólo pudieron detener su mano, pronta a ensartar el cuchillo en el cuerpo del forastero, los gritos de su mujer:
—Déjalo, Avelino, déjalo. El Pedro se la va a llevar a la muchacha... No te disgraciés, viejo.
Y los dejó ir, oyendo, por más que quiso hacerse el sordo, los gritos de la muchacha envalentonada:
—Me voy porque estoy cansada de ser pobre como las ratas. Sí, como las ratas...
Y también se lo dijo la Rosa, al otro día tempranito, mientras el mate pasaba de una mano a la otra:
—Somos muy pobres. Avelino, esto es demás triste. Y no yevamos miras de salir nunca a flote —murmuraba, como tratando de justificar la huida de la muchacha. Y lo volvió a repetir después, cuando ya se habían enterado, por boca de fortuitos reseros y de isleros vecinos, que la muchacha, en un pueblo cercano, era de "esas" (sí, de esas que dan gusto a los hombres por plata).
Tal vez fue entonces cuando al Avelino, de tanto vivir sin sosiego por lo de la Ciriaca, le empezó a trabajar eso de la lata de kerosén con el dinero; aunque lo puso en práctica después, cuando un buen día la misma Rosa se le mandó mudar, como abrumada por el peso de todo aquello o tentanda por la vida que su hija llevaba del otro lado de la isla.
Fue una tarde al volver a la ranchada. De lejos nomás lo alertó el llanto de la gurisa, la Juana, que sólo tenía dos años; en seguida la vio, atada al catre, con el tazón de leche derramado entre tanto pataleo. Cerca había una esquela de la Rosa, mejor dicho, del fulano con el que se había marchado (porque ella no sabía escribir), según le dijo el almacenero de Las Cuatro Bocas cuando lo enteró de aquello que por sí mismo no podía averiguar (porque tampoco él sabía leer). Supo así que su mujer se iba como se había ido la Ciriaca: ya no aguantaba vivir así, entre la necesidad y la miseria, como alimañas que nunca podrían cambiar de suerte. Nunca decía el papelucho, y la palabra tenía debajo una raya que la mano del hombre, fuerte y tosca, habría trazado a instancias de la mujer, seguramente.
Avelino López dejó que se le fuera la mujer como se le había marchado la Ciriaca, con sus trece años fresquitos, y como un día la correntada le robara el crío, mientras persistía en su ánimo ese nunca, nunca que podía reconocer sobre el papel por el garabato que lo subrayaba y en sus oídos gracias a un tintineo que repercutía constantemente, sin llamarlo a sosiego, cuando preparaba las tramas, y daba de comer a la gurisa (que era casi una guacha, aunque todavía no lo sabía), o a la caída de la tarde, frente al fuego mantenido con precarias biznagas, mateaba despacito, como hombre que no tiene apuro, porque el tiempo le sobra, o que dispone de mucho tiempo, porque la cosa que tiene entre manos es importante.
Y le alcanzó el tiempo o le maduró la idea, porque un día, el Avelino López hizo lo que cada tanto hacía: con la canoa repleta de pesca y cueros resecos, bajó a Las Cuatro Bocas. Pero esta vez, además, llevaba a la gurisa atada en un rincón del bote, y una decisión prendida al pecho.
---...ta y cinco. Buena cosecha, don Avelino —los dedos ágiles de don Ramón, el gallego de Las Cuatro Bocas, contaron los cueros, secos y aplanados como cartón, y las escurridizas formas de surubíes y dorados, y después, sobre el papel, convirtieron en números el trabajo del hombre.
—Las provisiones como siempre, don...?
—Poco menos, pues. Nos hemos achicado... —dijo con voz cansada, mientras buscaba entre los trastos del boliche, algo que pronto se supo qué era, porque levantó una lata grande, de kerosén.
—¿Será buena? —preguntó.
—Hojalata de primera... Si la quiere pa'l agua, tiene balde hasta que se canse.
—No es pa'l agua. Pero necesito que me sirva añares —dijo. Y después tuvo otra salida que asombró al bolichero.
—El resto en plata.
—Pa'qué hai de querer plata en medio 'el monte, don... si puede saberse?
—le preguntó el otro, risueño—. ¿Pa comprar gatos monteses? Lleve
caña y cigarros; o este poncho que le va'cer más falta.
Pero Avelino López, con la voz que usan los que no quieren entrometidos, volvió a decir:
—He dicho plata.
Y se fue cargado con la gurisa, sus cacharpas y un fajo de papeles apretado a su cintura.
Esa noche, mientras la gurisa dormía, Avelino López puso el dinero en la lata y la colgó del horcón más alto y más oscuro del rancho, y la volvió a bajar y a subir cuando regresó al boliche, una vez y otra vez, un año y otro año, hasta que un día tuvo que enterrarla al pie de un viejo espinillo, porque ya se hacía mucha plata, por un lado, y la curiosidad de la hija por el otro.
—Y compraré un terrenito y una o dos vacas, asigún me alcance, y las pondré a nombre de la Juana. Así no le pasará lo que le pasó a la Rosa y a la Ciriaca... Porque si la muchacha tiene algo suyo, ya llegará algún hombre con buenas intenciones, y no para entretenerse un rato y nada más —decía Avelino López tirando cuentas de promisores futuros; y sus ojos perseguían con ansiedad las formas de la hija, temeroso de que la juventud llegara con sus mandatos antes que alcanzara a reunir aquello que, aunque no lo sabía, era la dote con que iba a resguardar, en un ahorro primitivo y simple, la honra de su hija.
III
Al otro día, tempranito nomás, hubo mucho movimiento en la comisaría. Llegaron dos milicos que habían andado de recorrida, con un hombre sorprendido entre los pajonales de una isla lejana. Lo traían bien maneado. El fulano tenía, de lejos nomás, cara de desalmado. Además, le encontraron, prendido a su cintura, un cuchillo que entraba como a medida en los agujeros por donde la vida se le había ido al turco Tufic. Además, no costó mucho sonsacarle las cosas.
Entonces trajeron al Avelino López del calabozo donde había mal pasado la noche, y porque le creyeron lo que la tarde anterior se les había hecho puro cuento, el comisario dictaminó:
—Usté queda en libertá, viejo.
Todos nos amontonamos junto a la puerta, cuando se fue. Lo vimos perderse con su hija —que lo había venido a llevar—, entre el arenal de la costa, buscando la canoa que los acercaría a la isla.
Mientras los mirábamos, el bizco Sosa, que se ha vuelto fino de puro asentado en el mando, desde que cumple funciones de milico, murmuró casi con asco:
—Gente bruta, caracho... Ni siquiera saben que hay Bancos, y Cajas de ahorro, y libretas pa'estas cosas. Raspando se salvó el don éste.
Los dejamos de ver cuando se perdieron en un recodo del río. El sol ya se había caído, también para ese lado.