—Déjame a mí, que tengo las botitas puestas...
Lo dijo en su media lengua, balbuceando, porque era precario el dominio que tenía sobre las palabras y débil el entendimiento que existía entre lo que pensaba y aquello que decía. No obstante, todos lo comprendimos: al hablar señalaba sus botitas de nylon, nuevas, probablemente recién estrenadas a espaldas de su madre, porque era un día de sol y nada hacía prever el chaparrón que justificara su uso.
(Las botitas, claro está, eran para resguardar de la lluvia).
Dijo eso y todos escuchamos su voz frágil y límpida en medio de lo que hasta un momento antes era desordenado y áspero parloteo, y después una indecisa conversación, y entonces un silencio hondo y tenso: el silencio que reina cuando la expectativa es grande, porque hay algo que decidir, y aquello que se va a decidir es importante.
El que tenía que decidir era yo.
También él se dio cuenta —que era yo, digo—, porque me volvió a pedir, con una voz mansa en la que vi algo así como un obsceno candor estallando de pronto allí, entre los lirios que se levantaban, tiesos, como si una mano los estirara hacia arriba, y el olor de las rosas amontonadas en el jardín. Mejor dicho, más allá del jardín, porque nosotros estábamos detrás de las altas y disciplinadas ligustrinas que custodiaban los también disciplinados canteros de mi casa, la de los Dupuy Long. Estábamos del otro lado, en esa suerte de prolongación desordenada donde se desparramaban los restos de lo que antes fuera huerta, y entonces no llegaba a ser un terreno baldío gracias a la constante atención del casero, que con pareja fidelidad espantaba a quienes volcaban allí desperdicios y arremetía, con la azada y el fuego, contra los yuyales excesivamente avasalladores.
En medio de esa baraúnda de plantas y macizos de flores crecidos al azar, estaba el estanque, casi un milagro de limpidez y silencio. Sobre sus aguas mansas, lentamente, se alejaba la pelota, como un trofeo desdeñoso por inalcanzable. Los ojos de todos señalaban las aguas como se señala a un culpable.
—Déjame a mí, que tengo las bolitas puestas...
Volvió a decir, y yo vi en sus escasos cuatro años, en su gesto de valiente a destiempo, algo más que insolencia: vi provocación. Aunque tal vez todo era simplemente malestar, el resquemor ése que me daba mirarlo corretear entre los yuyales, con su cabecita de oro brillando bajo el sol, vadear los zanjones, trepar airosamente a los altos, inquietos y nunca enteramente silenciosos eucaliptos, mientras yo, apoyándome en mis muletas, apenas podía dar algunos desgarbados saltos que ; sin trasladarme muy lejos me dejaban extenuado, torcido como un gancho sobre las maderas inservibles que malamente querían sostenerme. Pero así y todo, yo era el capitán de la pandilla. Gracias a mi apellido, pensaba entonces, o por esa voz ahita de valientes bravuconadas con que intentaba disimular ese largo malentendido, conmigo y con los demás, que fue mi infancia. Ahora creo que llegué a ser el capitán porque, simplemente, supe usar de la reputación extraña que dan ciertos fracasos. Y yo, a los 12 años, era un fracasado, con mis piernas torcidas, las manos endebles, el cuerpo enclenque y ese desvalimiento total que me atrapaba, y no era compensado por nada; ni siquiera por "la plata de papá", a la que me remitía con frecuencia, aunque con escasa eficacia, porque la plata todavía era una verdad inoperante en esa pandilla donde se jugaban valores de otro orden: el que saltaba más alto, o era capaz de aguantar mejor el escozor de una avispa, o conseguía reunir la serie completa de las figuritas de turno.
Yo era el capitán. Además de una ventaja, eso era una seguridad, aunque había conseguido el mando de un modo que excedía mis méritos, y yo era el primer asombrado. Pero, algo debía haber en mí que daba la impresión de... de dignidad, digamos, en ese grupo de chiquillos donde casi todos los desacuerdos se resolvían a trompadas. Todos, menos ése al que ahora recuerdo y entonces estaba protagonizando. Porque fue suficiente que alguien intentara esbozar una sonrisa, o iniciar la frase que pondría al descubierto la endeblez del ofrecimiento del pibe, cuando mi gesto lo detuvo, mandón y prepotente (y nadie me superaba cuando se trataba de ser prepotente).
Yo los desdeñaba a todos por costumbre. Parado sobre mis muletas,
me parecía estar en un sitial desde donde me daba el gusto de despreciarlos, tan banales, tan pobres, tan feos todos, menos él, el pequeño del grupo, el hijo del alemán que nos cuidaba la casa, el rubiecito ése al que llamaban Germán, y sus padres Bebé, y yo, por pura rabia nomás, Studebacker (porque el sueño de su padre era tener un Studebacker, y no hacía más que hablar de eso).
Y ahí estaba Studebacker, con sus grandes ojos azules, el pelo rubio aplastado por el viento, y la frasecita simple, ingenua, desorbitada, esgrimida con total inocencia. "Un ofrecimiento fácil para un momento difícil", pensé. Porque alguien debía meterse al estanque para rescatar la pelota, y el estanque era grande, y también hondo, y hacía frío. Nadie tenía ganas de hacerlo, además. Nadie salvo él, Studebacker, apuntalando su pedido con increíbles razones que yo, más que oír, adivinaba bajo su inocente énfasis: él tenía puestas sus bolitas para el agua, para que los pies no se mojaran —me explicaba según le habría enseñado su madre, la noche anterior—, por eso podía meterse en el estanque; alguien tenía que hacerlo.
Era una razón, claro eslá —ésa, la de que alguien lenía que hacerlo, porque la pelóta era ajena, y la consigna había sido: devolverla—. Las otras, las del pibe, fantasías de una impertinente generosidad que me estaba apabullando. Con todo, algún otro motivo existió para que yo hiciera aquello que acabó con mi infancia. Porque de golpe se hace hombre un niño, si es capaz de decir, como yo dije entonces:
—Está bien, Studebacker. Entra al estanque y saca la pelota. —Y agregué en seguida, usando de su propio razonamiento para escudar mi familia.
— Para eso tenes las bolitas pueslas.
Todos convinieron, con miradas furtivas, en que mi respuesta era un absurdo. Por un momento, lal vez, habrán pensado en la posibilidad de una broma. Pero yo sabía que no era un desaliño lo que estaba imaginando: qué podría ser ese muchacho cuando creciera, cuando los años consolidaran su incipiente traza de lindo y de guapo. Entonces detuve los ademanes de quienes se quisieron interponer, una vez más, enlre mi orden y la decisión de él, de Studebacker, a quien vimos acercarse a la represa, cabalgar un breve inslante sobre su borde de lata, introducir un pie en el agua, que, presumo, estaría helada porque algo --tal vez simplemente el miedo- lo empujó para atrás, justo cuando yo insinué el gesto comprensivo en el cual, no obstante, estaba ausente la sinceridad:
—Si tenes frío, dejá...
Pero ya era tarde. Extrañamente atónitos, lo vimos hundir un pie, y luego el otro, buscando el piso firme que primero habrá intuido vagamente, y que después quiso alcanzar con vana premura, porque ya ellos —los pies, con bolitas y todo— se hundían sin remedio en la materia blanda y dócil que en seguida cubrió sus piernas, y luego el far west desteñido, y la cadenita de oro enredada al cuello, y por último las manos ya desprendidas del borde del estanque, que entonces era sólo un ademán exhausto prolongando vanamente el grito que un momento antes estallara en su garganta, como había querido irrumpir el otro grito, el de los muchachos de la pandilla, que mi gesto prepotente pudo detener.
Todo pasó. Fue entonces un hueco de silencio, interrumpido por la convencional estridencia de algún pájaro. Yo no acerté a dar explicaciones; en realidad, no tenía por qué darlas. Tampoco necesité imponer órdenes, esta vez: un mismo temor nos estaba maniatando.
Sin esperar nada, todos comenzaron a irse, lentamente, con un extraño nosequé en los ojos. Marcharon hacia las madres con delantales floreados y sonrisas en los labios, hacia la sopa humeante, que tomarían apresurados y que algunos, tal vez los más sensibles, probablemente vomitarían a escondidas; hacia los padres que esa noche, más tarde, cuando el estanque devolviera el cuerpo con la rigidez y la seriedad que sólo da la muerte, los abrazarían enternecidos, porque a ellos no les habría tocado lo que le pasó al Bebé, al Germán de los caseros, el Studebacker ése que se fue al fondo del estanque por estrenar ese día las bolitas para el agua, como pensarían, sin decirlo, los pibes de la pandilla. Por algo más turbio, recapacité yo, revisando esa jornada que se iba como la última moneda de una herencia que concluye.
Porque, en verdad, era la infancia la que se me marchaba con Studebacker, con la represa cómplice, con el sol que se apagaba en una esquina del cielo.
Lo dijo en su media lengua, balbuceando, porque era precario el dominio que tenía sobre las palabras y débil el entendimiento que existía entre lo que pensaba y aquello que decía. No obstante, todos lo comprendimos: al hablar señalaba sus botitas de nylon, nuevas, probablemente recién estrenadas a espaldas de su madre, porque era un día de sol y nada hacía prever el chaparrón que justificara su uso.
(Las botitas, claro está, eran para resguardar de la lluvia).
Dijo eso y todos escuchamos su voz frágil y límpida en medio de lo que hasta un momento antes era desordenado y áspero parloteo, y después una indecisa conversación, y entonces un silencio hondo y tenso: el silencio que reina cuando la expectativa es grande, porque hay algo que decidir, y aquello que se va a decidir es importante.
El que tenía que decidir era yo.
También él se dio cuenta —que era yo, digo—, porque me volvió a pedir, con una voz mansa en la que vi algo así como un obsceno candor estallando de pronto allí, entre los lirios que se levantaban, tiesos, como si una mano los estirara hacia arriba, y el olor de las rosas amontonadas en el jardín. Mejor dicho, más allá del jardín, porque nosotros estábamos detrás de las altas y disciplinadas ligustrinas que custodiaban los también disciplinados canteros de mi casa, la de los Dupuy Long. Estábamos del otro lado, en esa suerte de prolongación desordenada donde se desparramaban los restos de lo que antes fuera huerta, y entonces no llegaba a ser un terreno baldío gracias a la constante atención del casero, que con pareja fidelidad espantaba a quienes volcaban allí desperdicios y arremetía, con la azada y el fuego, contra los yuyales excesivamente avasalladores.
En medio de esa baraúnda de plantas y macizos de flores crecidos al azar, estaba el estanque, casi un milagro de limpidez y silencio. Sobre sus aguas mansas, lentamente, se alejaba la pelota, como un trofeo desdeñoso por inalcanzable. Los ojos de todos señalaban las aguas como se señala a un culpable.
—Déjame a mí, que tengo las bolitas puestas...
Volvió a decir, y yo vi en sus escasos cuatro años, en su gesto de valiente a destiempo, algo más que insolencia: vi provocación. Aunque tal vez todo era simplemente malestar, el resquemor ése que me daba mirarlo corretear entre los yuyales, con su cabecita de oro brillando bajo el sol, vadear los zanjones, trepar airosamente a los altos, inquietos y nunca enteramente silenciosos eucaliptos, mientras yo, apoyándome en mis muletas, apenas podía dar algunos desgarbados saltos que ; sin trasladarme muy lejos me dejaban extenuado, torcido como un gancho sobre las maderas inservibles que malamente querían sostenerme. Pero así y todo, yo era el capitán de la pandilla. Gracias a mi apellido, pensaba entonces, o por esa voz ahita de valientes bravuconadas con que intentaba disimular ese largo malentendido, conmigo y con los demás, que fue mi infancia. Ahora creo que llegué a ser el capitán porque, simplemente, supe usar de la reputación extraña que dan ciertos fracasos. Y yo, a los 12 años, era un fracasado, con mis piernas torcidas, las manos endebles, el cuerpo enclenque y ese desvalimiento total que me atrapaba, y no era compensado por nada; ni siquiera por "la plata de papá", a la que me remitía con frecuencia, aunque con escasa eficacia, porque la plata todavía era una verdad inoperante en esa pandilla donde se jugaban valores de otro orden: el que saltaba más alto, o era capaz de aguantar mejor el escozor de una avispa, o conseguía reunir la serie completa de las figuritas de turno.
Yo era el capitán. Además de una ventaja, eso era una seguridad, aunque había conseguido el mando de un modo que excedía mis méritos, y yo era el primer asombrado. Pero, algo debía haber en mí que daba la impresión de... de dignidad, digamos, en ese grupo de chiquillos donde casi todos los desacuerdos se resolvían a trompadas. Todos, menos ése al que ahora recuerdo y entonces estaba protagonizando. Porque fue suficiente que alguien intentara esbozar una sonrisa, o iniciar la frase que pondría al descubierto la endeblez del ofrecimiento del pibe, cuando mi gesto lo detuvo, mandón y prepotente (y nadie me superaba cuando se trataba de ser prepotente).
Yo los desdeñaba a todos por costumbre. Parado sobre mis muletas,
me parecía estar en un sitial desde donde me daba el gusto de despreciarlos, tan banales, tan pobres, tan feos todos, menos él, el pequeño del grupo, el hijo del alemán que nos cuidaba la casa, el rubiecito ése al que llamaban Germán, y sus padres Bebé, y yo, por pura rabia nomás, Studebacker (porque el sueño de su padre era tener un Studebacker, y no hacía más que hablar de eso).
Y ahí estaba Studebacker, con sus grandes ojos azules, el pelo rubio aplastado por el viento, y la frasecita simple, ingenua, desorbitada, esgrimida con total inocencia. "Un ofrecimiento fácil para un momento difícil", pensé. Porque alguien debía meterse al estanque para rescatar la pelota, y el estanque era grande, y también hondo, y hacía frío. Nadie tenía ganas de hacerlo, además. Nadie salvo él, Studebacker, apuntalando su pedido con increíbles razones que yo, más que oír, adivinaba bajo su inocente énfasis: él tenía puestas sus bolitas para el agua, para que los pies no se mojaran —me explicaba según le habría enseñado su madre, la noche anterior—, por eso podía meterse en el estanque; alguien tenía que hacerlo.
Era una razón, claro eslá —ésa, la de que alguien lenía que hacerlo, porque la pelóta era ajena, y la consigna había sido: devolverla—. Las otras, las del pibe, fantasías de una impertinente generosidad que me estaba apabullando. Con todo, algún otro motivo existió para que yo hiciera aquello que acabó con mi infancia. Porque de golpe se hace hombre un niño, si es capaz de decir, como yo dije entonces:
—Está bien, Studebacker. Entra al estanque y saca la pelota. —Y agregué en seguida, usando de su propio razonamiento para escudar mi familia.
— Para eso tenes las bolitas pueslas.
Todos convinieron, con miradas furtivas, en que mi respuesta era un absurdo. Por un momento, lal vez, habrán pensado en la posibilidad de una broma. Pero yo sabía que no era un desaliño lo que estaba imaginando: qué podría ser ese muchacho cuando creciera, cuando los años consolidaran su incipiente traza de lindo y de guapo. Entonces detuve los ademanes de quienes se quisieron interponer, una vez más, enlre mi orden y la decisión de él, de Studebacker, a quien vimos acercarse a la represa, cabalgar un breve inslante sobre su borde de lata, introducir un pie en el agua, que, presumo, estaría helada porque algo --tal vez simplemente el miedo- lo empujó para atrás, justo cuando yo insinué el gesto comprensivo en el cual, no obstante, estaba ausente la sinceridad:
—Si tenes frío, dejá...
Pero ya era tarde. Extrañamente atónitos, lo vimos hundir un pie, y luego el otro, buscando el piso firme que primero habrá intuido vagamente, y que después quiso alcanzar con vana premura, porque ya ellos —los pies, con bolitas y todo— se hundían sin remedio en la materia blanda y dócil que en seguida cubrió sus piernas, y luego el far west desteñido, y la cadenita de oro enredada al cuello, y por último las manos ya desprendidas del borde del estanque, que entonces era sólo un ademán exhausto prolongando vanamente el grito que un momento antes estallara en su garganta, como había querido irrumpir el otro grito, el de los muchachos de la pandilla, que mi gesto prepotente pudo detener.
Todo pasó. Fue entonces un hueco de silencio, interrumpido por la convencional estridencia de algún pájaro. Yo no acerté a dar explicaciones; en realidad, no tenía por qué darlas. Tampoco necesité imponer órdenes, esta vez: un mismo temor nos estaba maniatando.
Sin esperar nada, todos comenzaron a irse, lentamente, con un extraño nosequé en los ojos. Marcharon hacia las madres con delantales floreados y sonrisas en los labios, hacia la sopa humeante, que tomarían apresurados y que algunos, tal vez los más sensibles, probablemente vomitarían a escondidas; hacia los padres que esa noche, más tarde, cuando el estanque devolviera el cuerpo con la rigidez y la seriedad que sólo da la muerte, los abrazarían enternecidos, porque a ellos no les habría tocado lo que le pasó al Bebé, al Germán de los caseros, el Studebacker ése que se fue al fondo del estanque por estrenar ese día las bolitas para el agua, como pensarían, sin decirlo, los pibes de la pandilla. Por algo más turbio, recapacité yo, revisando esa jornada que se iba como la última moneda de una herencia que concluye.
Porque, en verdad, era la infancia la que se me marchaba con Studebacker, con la represa cómplice, con el sol que se apagaba en una esquina del cielo.