AVENTURAS DE TARTARÍN MOREIRA
CAPÍTULO X
Era un día de fiesta. Sol. Verano. Exceso de alegría y de luz en el aire. A las tres de la tarde se abrían las puertas del manicomio. Los jardines que rodeaban el hospicio se llenaban de parientes y amigos de los asilados. Algunos llevaban, ocultos en la ropa, paquetes con frutas y fiambres, que luego, en compañía de los locos, devoraban a escondidas para que los guardianes no los descubrieran. De ese modo no era fácil distinguir los cuerdos de los locos...
Entre los visitantes había dos damas cuyo aspecto sombrío y misterioso llamaba la atención. Entraron con timidez. Cruzaron el jardín. Al llegar a la oficina del administrador, hallaron a Pedro, el practicante. Con un amable gesto, una de las damas lo detuvo. —Disculpe, señor practicante... — ¿Qué desea usted, señora? -Desearía ver a uno de los asilados. — ¿Cómo se llama? —Tartarín Moreira.
-Precisamente, está allí. ¿Lo ve? Se ha subido a aquel árbol. Mírelo...
Las damas miraron. Una de ellas, la más anciana, se estremeció. Dos lágrimas brotaron de sus ojos tristes. Eran dos lágrimas pequeñas. Aparecieron en los lagrimales. Se detuvieron allí, un instante. Y luego, con una rapidez vertiginosa, corrieron paralelas por la cara y se disolvieron en las muchas arrugas de la boca... He observado que, cuando se experimentan dolores muy hondos que tenemos obligación de guardar bajo llave, se lloran, casi siempre, lágrimas así. Y, si no temiera herir la susceptibilidad de las radiocomunicaciones, diría que sólo lloran de ese modo las madres que sufren por causa de los hijos...
Las dos mujeres se aproximaron al peral. En las ramas estaba Tartarín. Vestía la blusa y el pantalón azul que ordena el reglamento. Pronunciaba un discurso. Al pie del árbol, treinta o cuarenta locos —unos parados y otros en
cuclillas- escuchaban con gestos extraños y miradas llenas de fe las frases de Tartarín:
-La locura, señores -clamaba el joven con su tranquila seriedad de apóstol-, es simplemente un don magnífico y misericordioso con que Dios ha obsequiado a ciertas almas. Niego, terminantemente, que la demencia pueda ser un mal, como dicen los médicos. La locura es una fuerza dinámica preciosa. Aún no ha llegado al mundo el hombre capaz de extraer de la locura el oro que puede conseguirse.
Era tal la elocuencia de Tartarín, que el árbol se balanceaba a impulsos de su lógica y de sus ademanes. Un loco, creyendo, al parecer, que el árbol se caía, puso la espalda para sostenerlo. Tartarín vio la virtuosa acción de ese valiente y la elogió en voz alta:
-He aquí, señores, un hombre que valdría mucho en la humanidad si la ignorancia de los sabios no lo hubiera encerrado en este manicomio... Ahí lo tenéis. Con toda buena fe pone su espalda para impedir que mi tribuna se desplome... No teme la muerte que pueda producirle mi derrumbe. Expone su corazón y sus costillas para evitar que yo, un simple mortal, me rompa la cabeza. ¡Abnegado ejemplo! Miradlo...
Tartarín indicaba con la diestra al loco —un tuerto— que en aquel momento restregaba su espalda contra el árbol. Todos lo contemplaron. La admiración radiaba en las pupilas.
— ¿Por qué me miran?—exclamó, riendo, loco.
-¡Oh, valiente! No te miran. Te admiran. ¡Contemplan tu heroica manera de sostener el árbol con tu espalda para que no me caiga y me destroce!
—Es que me estoy rascando —replicó el loco, sin habilidad, pero con regocijo.
Juan José de Soiza Reilly
Tartarín no se inmutó. Arrancó del árbol una pera. No estaba furioso. A lo sumo, estaría disgustado. Le arrojó la pera al tuerto, con cierta rabia olímpica.
-Eres un cuerdo -le dijo para insultarlo—. Confundido con nosotros, tu aspecto me engañó. Te creí "loco". ¡Eres un buey digno de que te veneren en estatua y compongan en tu prez un himno egipcio!
El loco recogió la pera. Era sabrosa. Se la comió con cascara y con hojas. Al final se saboreó los labios con la lengua.
-¡Miserable! -prosiguió Tartarín-. Con los cuerdos acaece lo mismo que con este infeliz. Le arrojé una pera como proyectil para matarlo y él transformó la bala en alimento...
Las dos señoras escuchaban a Tartarín, mudas. Lívidas. Absortas...
-¿Quieres que lo llame? -dijo una de ellas a la más anciana-. Bajará del árbol.
—Os he reunido, señores —prosiguió Tartarín—, para comunicaros un proyecto. Tres años de vida en este manicomio me han facilitado el estudio de las necesidades y de los dolores que nos martirizan. Es bueno que equilibremos las cosas de este mundo. Hoy o mañana, dejaremos de vivir. ¡Qué catástrofe! Nos iremos a la metempsicosis sin haber dado satisfacción a nuestros deseos y, lo que es peor, sin experiencia. Oídme bien: cada uno
nosotros guarda en el fondo del alma un deseo. A menudo lo exteriorizamos. Es un deseo que no está de acuerdo con la lógica de la humanidad. Por ello es, sin duda, que la ciencia lo llama "manía". Cada uno de nosotros tiene su "manía", su "deseo"... Los médicos y las autoridades tratan siempre de matar en nosotros ese sentimiento. Y es a tal fin que nos encierran en estas cárceles que parecen tristes y que son alegres como comentarios... Ignoran que nuestras "manías" valen tanto como las "vocaciones". Si un hombre quiere ser abogado, sus padres tratan de costear sus estudios para que llegue a serlo. Si otro quiere ser carpintero, sus padres se empeñan en que sea. Si alguno quiere ser sacerdote, el gobierno le paga para que diga misa... En cambio, si "Juan el Lagarto", aquel bello muchacho que me está escuchando y que era cuando chico vendedor de periódicos, tiene la "manía" de creerse Presidente de la República, los padres, la policía y los médicos le dicen:
-¡Estás loco! ¡Vete al manicomio!
Y aquí lo encierran. Si otro, como "Lucas el Manco", siendo hijo como es de un ministro, quiere ser barrendero y sale por la calle Corrientes, de levita, galera de felpa y una escoba, lo detienen y lo traen al manicomio en carácter de idiota. Todos tenemos nuestra vocación. No hay loco sin manía... Suponed, por un instante, que a cada loco se dejara hacer su voluntad. Que "Juan el Lagarto" fuera presidente. ¡Sería un modelo! Y que "Lucas el Manco" barriera las calles... ¡No habría calles sucias!
—Es elocuente y sabia tu peroración —interrumpió un loco como de cuarenta años, calvo y de anteojos-. Yo he sido maestro de escuela y he visto en los niños vocaciones que parecían locuras y los niños, a su vez, veían locuras en mis razonables ideas... De ahí que nunca puede saberse en quiénes reside la razón...
—Gracias, Palmeta —díjole Tartarín—. Ya que sabes tan bien comprender el fondo de mis pensamientos, yo quisiera conocer el motivo por el cual te enclaustraron en este manicomio.
—Yo soy maestro de escuela por vocación y por mi título. Quise reformar el sistema educativo. La pedagogía es una ciencia que sólo comprendemos aquellos que la sentimos.
-¿Y cuál es tu nuevo sistema pedagógico?
-Sencillísimo: 1°) Prohibir a los hombres aprender a leer. Con esto se evita la inmoralidad que nos enseñan las novelas y los libros científicos. 2°) Prohibir en las escuelas la aritmética. Con esto nadie sabrá hacer cuentas. Ni cobrar más de lo justo. Ni engañar con números. Ni dar a los ceros un valor que no tienen... 3°) Prohibir el estudio de la geografía y de la historia. La descripción de las batallas despierta en las almas el deseo de pelear, que es un crimen, y la vanidad del triunfo, que es una tontería. La historia, además, mantiene vivo el amor a la patria, que yo considero también que es un delito. Creer que el trozo de tierra donde nacimos es una patria diferente del resto del mundo es prohibirle al vecino que crea lo mismo que afirmamos. 4°) Prohibir los ejercicios físicos. Perjudican la salud. Gastan los músculos. Afean a las niñas. Estropean a los jóvenes. El ejercicio físico suministra a los seres una fuerza brutal que les impide ser nobles y sutiles. La fuerza de los brazos quita luz a las frentes. Imagínate que dos caballeros dilucidan una grave cuestión. Uno es fuerte. Ha practicado la gimnasia. El otro es débil. Ha cultivado las ideas... Pues bien, el fuerte, dominado por la dialéctica del débil, busca en su cerebro argumentos para rebatirlo. No los encuentra. Rabia. Se muerde el codo y, para desahogar su mal humor, le aplica una trompada que lo desorienta y desquijara... ¿La acción de este hombre fuerte podrá ser bella y noble? No. Jamás. La fuerza física es la prostitución de los cerebros desgraciados...
-Magnífico -dijo Tartarín sacudiendo el peral con su emoción-. Esas ideas de reforma fueron las que te trajeron al hospicio... Ahora comprendo. ¡Cuántos de nuestros compañeros estarán, como tú, "locos"! Perdona si empleo la palabra científica "¡locos!" ¡Cuántos serán "locos" nada más que por haber expuesto en alta voz ideas y proyectos llamados a destruir viejos hábitos y costumbres de antaño!
-Señor Tartarín -interpuso un enfermero que se le aproximó—, señor Tartarín: ¿quiere usted bajarse del peral?
-No, señor.
—Pronto sonará la campana. Se aproxima la hora de la cena. Bájese...
—Gracias, monseñor. Descenderé después de cristalizar mis argumentos. Entretanto, retírese.
—Es que hay aquí dos señoras que le quieren hablar. Y, si suena la campana, tendrán que irse sin verlo.
-Es justo, señor enfermero. Las ideas están por encima de las damas, porque las mujeres hablan y las ideas convencen. Pero, como es necesario ser aristocrático para ser respetado, concluiré mi discurso y bajaré enseguida. Pondré a los pies de esas señoras mis más extraordinarios homenajes. Mi cultura lo exige. Iré...
Tartarín, haciendo una galante reverencia al enfermero, puso en peligro su estabilidad. Una rama lo salvó. El núcleo de locos aumentaba. Tartarín era simpático. Su voz los atraía.
—Finalicemos, señores —dijo Tartarín cuando perdió de vista al enfermero-. Mi proyecto es el siguiente: os invito a huir del manicomio. Nos iremos lejos. A una región solitaria y encantadora que yo conozco bien. Allí viviremos como los nómadas. No estaremos solos. He conversado ayer con varias señoras y señoritas del departamento de mujeres —también "locas" como nosotros— y dicen que nos acompañarán muy satisfechas. Os ruego hagáis correr la voz entre los asilados. Huiremos todos. Fundaremos, allá lejos, una nueva ciudad. Será una genial Locópolis. Será más célebre que Atenas. Más fuerte que Roma. Más bella que Constantinopla. Más artística y fina que París... El alma de nuestra ciudad no será el arte. Ni el comercio. Ni el pecado... Será la locura. A cada uno de nosotros se le dará la ocupación que prefiera. Cada cual expondrá sus ideas y, aunque sean contradictorias, serán aceptadas. La contradicción es la madre de la luz... Nuestras "manías" y nuestras "locuras" serán aprovechadas como fuerza motriz. Viviremos en casas que construirán aquellos que tengan la "manía" de creerse buenos albañiles. "Juan el Lagarto", que se cree Presidente de la República, lo será de la nuestra. "Lucas el Manco" será barrendero. El señor Palmera -que tan sanos proyectos pedagógicos expone— será el jefe de la educación de nuestros niños. Como llevaremos mujeres, la felicidad será completa... Id, pues. Decid a todos los asilados que esta noche es la fuga. A un toque de clarín, todos nos reuniremos a las 24.00 y echaremos a correr hacia el campo, donde fundaremos la Nueva Ciudad, la gloriosa Ciudad de los Locos.
Ni un solo murmullo saludó las últimas palabras de Tartarín Moreira. Los locos estaban conmovidos. En los manicomios el silencio equivale al aplauso. Un grito, un alarido, un simple zapateo significan disgusto. Pero en los ojos de todos se veía brillar el entusiasmo. La evocación de aquella ciudad nueva les llenó el alma de cristiana belleza y el cerebro de blancas utopías. Oyendo a Tartarín vieron, quizás, que la vida "era buena"...
Para ellos, vivir en consonancia con el gusto propio —respetando el gusto de los demás— era el resumen de la dicha terrena. El único poeta del hospicio, un joven esteta de alma vigorosa y cuerpo débil, pensó, cuando Tartarín hubo callado:
-¡Qué hombre admirable es Tartarín! Es un genio. Habla desde la verde copa de los árboles al igual que los pájaros, cantando... En cuerpo y en espíritu, Tartarín es un árbol. Sus ramas son las frases. Sus flores, la elocuencia. Su tronco, la fuerza del ideal. Sus frutos, las ideas... Los hombres se parecen a los árboles. Únicamente así se explica que los poetas podamos vivir entre los hombres. Yo seré el ruiseñor de la Nueva Ciudad. Yo seré el pájaro que cantará las glorias del fresco Bosque Humano, que vamos a fundar en nombre de la luz...
Tartarín Moreira no oyó las rítmicas palabras del mágico poeta. Sin orgullo, pero sin modestia, se apeó de su inocente tribuna vegetal. Si se hubiera encontrado delante de hombres "cuerdos" después de tan sólido triunfo de elocuencia, Tartarín habría sido un héroe... Sólo era un Dios adorado en el silencio de las almas. ¡Así es como suelen adorarse los dioses!... En la ciudad, en el mundo, entre la gente inocua, métrica, de sentido común, cien brazos y cien elogios de posteridad lo habrían aturdido y apretado. Pero justo es advertir que Tartarín estaba en un hospicio, entre alienados... Por eso cada loco, llevando su locura a cuestas y saboreando el ensueño egoísta de su propia manía, marchóse meditabundo hacia su comedor. Y, unos erguidos y otros agachados, se fueron alejando, como autómatas. Estos por acá. Esos por allá. Aquellos por acullá... El último fue Tartarín. Con su hermosa cabeza cubierta de cabellos largos y renegridos producía la impresión de un loco, de un sonámbulo o de un genio. Continuaba mentalmente su discurso porque la elocuencia deja en los labios, como el vino, un deseo infinito, insaciable, de emitir opiniones...
Tartarín se detuvo. Vio ante sí a las damas. Lo aguardaban. Una de ellas, la más vieja, la de las dos lágrimas paralelas, fue quien primero habló. Es decir, sollozó:
-Tar-ta-rín... ¿No me conoces?
CAPÍTULO X
Era un día de fiesta. Sol. Verano. Exceso de alegría y de luz en el aire. A las tres de la tarde se abrían las puertas del manicomio. Los jardines que rodeaban el hospicio se llenaban de parientes y amigos de los asilados. Algunos llevaban, ocultos en la ropa, paquetes con frutas y fiambres, que luego, en compañía de los locos, devoraban a escondidas para que los guardianes no los descubrieran. De ese modo no era fácil distinguir los cuerdos de los locos...
Entre los visitantes había dos damas cuyo aspecto sombrío y misterioso llamaba la atención. Entraron con timidez. Cruzaron el jardín. Al llegar a la oficina del administrador, hallaron a Pedro, el practicante. Con un amable gesto, una de las damas lo detuvo. —Disculpe, señor practicante... — ¿Qué desea usted, señora? -Desearía ver a uno de los asilados. — ¿Cómo se llama? —Tartarín Moreira.
-Precisamente, está allí. ¿Lo ve? Se ha subido a aquel árbol. Mírelo...
Las damas miraron. Una de ellas, la más anciana, se estremeció. Dos lágrimas brotaron de sus ojos tristes. Eran dos lágrimas pequeñas. Aparecieron en los lagrimales. Se detuvieron allí, un instante. Y luego, con una rapidez vertiginosa, corrieron paralelas por la cara y se disolvieron en las muchas arrugas de la boca... He observado que, cuando se experimentan dolores muy hondos que tenemos obligación de guardar bajo llave, se lloran, casi siempre, lágrimas así. Y, si no temiera herir la susceptibilidad de las radiocomunicaciones, diría que sólo lloran de ese modo las madres que sufren por causa de los hijos...
Las dos mujeres se aproximaron al peral. En las ramas estaba Tartarín. Vestía la blusa y el pantalón azul que ordena el reglamento. Pronunciaba un discurso. Al pie del árbol, treinta o cuarenta locos —unos parados y otros en
cuclillas- escuchaban con gestos extraños y miradas llenas de fe las frases de Tartarín:
-La locura, señores -clamaba el joven con su tranquila seriedad de apóstol-, es simplemente un don magnífico y misericordioso con que Dios ha obsequiado a ciertas almas. Niego, terminantemente, que la demencia pueda ser un mal, como dicen los médicos. La locura es una fuerza dinámica preciosa. Aún no ha llegado al mundo el hombre capaz de extraer de la locura el oro que puede conseguirse.
Era tal la elocuencia de Tartarín, que el árbol se balanceaba a impulsos de su lógica y de sus ademanes. Un loco, creyendo, al parecer, que el árbol se caía, puso la espalda para sostenerlo. Tartarín vio la virtuosa acción de ese valiente y la elogió en voz alta:
-He aquí, señores, un hombre que valdría mucho en la humanidad si la ignorancia de los sabios no lo hubiera encerrado en este manicomio... Ahí lo tenéis. Con toda buena fe pone su espalda para impedir que mi tribuna se desplome... No teme la muerte que pueda producirle mi derrumbe. Expone su corazón y sus costillas para evitar que yo, un simple mortal, me rompa la cabeza. ¡Abnegado ejemplo! Miradlo...
Tartarín indicaba con la diestra al loco —un tuerto— que en aquel momento restregaba su espalda contra el árbol. Todos lo contemplaron. La admiración radiaba en las pupilas.
— ¿Por qué me miran?—exclamó, riendo, loco.
-¡Oh, valiente! No te miran. Te admiran. ¡Contemplan tu heroica manera de sostener el árbol con tu espalda para que no me caiga y me destroce!
—Es que me estoy rascando —replicó el loco, sin habilidad, pero con regocijo.
Juan José de Soiza Reilly
Tartarín no se inmutó. Arrancó del árbol una pera. No estaba furioso. A lo sumo, estaría disgustado. Le arrojó la pera al tuerto, con cierta rabia olímpica.
-Eres un cuerdo -le dijo para insultarlo—. Confundido con nosotros, tu aspecto me engañó. Te creí "loco". ¡Eres un buey digno de que te veneren en estatua y compongan en tu prez un himno egipcio!
El loco recogió la pera. Era sabrosa. Se la comió con cascara y con hojas. Al final se saboreó los labios con la lengua.
-¡Miserable! -prosiguió Tartarín-. Con los cuerdos acaece lo mismo que con este infeliz. Le arrojé una pera como proyectil para matarlo y él transformó la bala en alimento...
Las dos señoras escuchaban a Tartarín, mudas. Lívidas. Absortas...
-¿Quieres que lo llame? -dijo una de ellas a la más anciana-. Bajará del árbol.
—Os he reunido, señores —prosiguió Tartarín—, para comunicaros un proyecto. Tres años de vida en este manicomio me han facilitado el estudio de las necesidades y de los dolores que nos martirizan. Es bueno que equilibremos las cosas de este mundo. Hoy o mañana, dejaremos de vivir. ¡Qué catástrofe! Nos iremos a la metempsicosis sin haber dado satisfacción a nuestros deseos y, lo que es peor, sin experiencia. Oídme bien: cada uno
nosotros guarda en el fondo del alma un deseo. A menudo lo exteriorizamos. Es un deseo que no está de acuerdo con la lógica de la humanidad. Por ello es, sin duda, que la ciencia lo llama "manía". Cada uno de nosotros tiene su "manía", su "deseo"... Los médicos y las autoridades tratan siempre de matar en nosotros ese sentimiento. Y es a tal fin que nos encierran en estas cárceles que parecen tristes y que son alegres como comentarios... Ignoran que nuestras "manías" valen tanto como las "vocaciones". Si un hombre quiere ser abogado, sus padres tratan de costear sus estudios para que llegue a serlo. Si otro quiere ser carpintero, sus padres se empeñan en que sea. Si alguno quiere ser sacerdote, el gobierno le paga para que diga misa... En cambio, si "Juan el Lagarto", aquel bello muchacho que me está escuchando y que era cuando chico vendedor de periódicos, tiene la "manía" de creerse Presidente de la República, los padres, la policía y los médicos le dicen:
-¡Estás loco! ¡Vete al manicomio!
Y aquí lo encierran. Si otro, como "Lucas el Manco", siendo hijo como es de un ministro, quiere ser barrendero y sale por la calle Corrientes, de levita, galera de felpa y una escoba, lo detienen y lo traen al manicomio en carácter de idiota. Todos tenemos nuestra vocación. No hay loco sin manía... Suponed, por un instante, que a cada loco se dejara hacer su voluntad. Que "Juan el Lagarto" fuera presidente. ¡Sería un modelo! Y que "Lucas el Manco" barriera las calles... ¡No habría calles sucias!
—Es elocuente y sabia tu peroración —interrumpió un loco como de cuarenta años, calvo y de anteojos-. Yo he sido maestro de escuela y he visto en los niños vocaciones que parecían locuras y los niños, a su vez, veían locuras en mis razonables ideas... De ahí que nunca puede saberse en quiénes reside la razón...
—Gracias, Palmeta —díjole Tartarín—. Ya que sabes tan bien comprender el fondo de mis pensamientos, yo quisiera conocer el motivo por el cual te enclaustraron en este manicomio.
—Yo soy maestro de escuela por vocación y por mi título. Quise reformar el sistema educativo. La pedagogía es una ciencia que sólo comprendemos aquellos que la sentimos.
-¿Y cuál es tu nuevo sistema pedagógico?
-Sencillísimo: 1°) Prohibir a los hombres aprender a leer. Con esto se evita la inmoralidad que nos enseñan las novelas y los libros científicos. 2°) Prohibir en las escuelas la aritmética. Con esto nadie sabrá hacer cuentas. Ni cobrar más de lo justo. Ni engañar con números. Ni dar a los ceros un valor que no tienen... 3°) Prohibir el estudio de la geografía y de la historia. La descripción de las batallas despierta en las almas el deseo de pelear, que es un crimen, y la vanidad del triunfo, que es una tontería. La historia, además, mantiene vivo el amor a la patria, que yo considero también que es un delito. Creer que el trozo de tierra donde nacimos es una patria diferente del resto del mundo es prohibirle al vecino que crea lo mismo que afirmamos. 4°) Prohibir los ejercicios físicos. Perjudican la salud. Gastan los músculos. Afean a las niñas. Estropean a los jóvenes. El ejercicio físico suministra a los seres una fuerza brutal que les impide ser nobles y sutiles. La fuerza de los brazos quita luz a las frentes. Imagínate que dos caballeros dilucidan una grave cuestión. Uno es fuerte. Ha practicado la gimnasia. El otro es débil. Ha cultivado las ideas... Pues bien, el fuerte, dominado por la dialéctica del débil, busca en su cerebro argumentos para rebatirlo. No los encuentra. Rabia. Se muerde el codo y, para desahogar su mal humor, le aplica una trompada que lo desorienta y desquijara... ¿La acción de este hombre fuerte podrá ser bella y noble? No. Jamás. La fuerza física es la prostitución de los cerebros desgraciados...
-Magnífico -dijo Tartarín sacudiendo el peral con su emoción-. Esas ideas de reforma fueron las que te trajeron al hospicio... Ahora comprendo. ¡Cuántos de nuestros compañeros estarán, como tú, "locos"! Perdona si empleo la palabra científica "¡locos!" ¡Cuántos serán "locos" nada más que por haber expuesto en alta voz ideas y proyectos llamados a destruir viejos hábitos y costumbres de antaño!
-Señor Tartarín -interpuso un enfermero que se le aproximó—, señor Tartarín: ¿quiere usted bajarse del peral?
-No, señor.
—Pronto sonará la campana. Se aproxima la hora de la cena. Bájese...
—Gracias, monseñor. Descenderé después de cristalizar mis argumentos. Entretanto, retírese.
—Es que hay aquí dos señoras que le quieren hablar. Y, si suena la campana, tendrán que irse sin verlo.
-Es justo, señor enfermero. Las ideas están por encima de las damas, porque las mujeres hablan y las ideas convencen. Pero, como es necesario ser aristocrático para ser respetado, concluiré mi discurso y bajaré enseguida. Pondré a los pies de esas señoras mis más extraordinarios homenajes. Mi cultura lo exige. Iré...
Tartarín, haciendo una galante reverencia al enfermero, puso en peligro su estabilidad. Una rama lo salvó. El núcleo de locos aumentaba. Tartarín era simpático. Su voz los atraía.
—Finalicemos, señores —dijo Tartarín cuando perdió de vista al enfermero-. Mi proyecto es el siguiente: os invito a huir del manicomio. Nos iremos lejos. A una región solitaria y encantadora que yo conozco bien. Allí viviremos como los nómadas. No estaremos solos. He conversado ayer con varias señoras y señoritas del departamento de mujeres —también "locas" como nosotros— y dicen que nos acompañarán muy satisfechas. Os ruego hagáis correr la voz entre los asilados. Huiremos todos. Fundaremos, allá lejos, una nueva ciudad. Será una genial Locópolis. Será más célebre que Atenas. Más fuerte que Roma. Más bella que Constantinopla. Más artística y fina que París... El alma de nuestra ciudad no será el arte. Ni el comercio. Ni el pecado... Será la locura. A cada uno de nosotros se le dará la ocupación que prefiera. Cada cual expondrá sus ideas y, aunque sean contradictorias, serán aceptadas. La contradicción es la madre de la luz... Nuestras "manías" y nuestras "locuras" serán aprovechadas como fuerza motriz. Viviremos en casas que construirán aquellos que tengan la "manía" de creerse buenos albañiles. "Juan el Lagarto", que se cree Presidente de la República, lo será de la nuestra. "Lucas el Manco" será barrendero. El señor Palmera -que tan sanos proyectos pedagógicos expone— será el jefe de la educación de nuestros niños. Como llevaremos mujeres, la felicidad será completa... Id, pues. Decid a todos los asilados que esta noche es la fuga. A un toque de clarín, todos nos reuniremos a las 24.00 y echaremos a correr hacia el campo, donde fundaremos la Nueva Ciudad, la gloriosa Ciudad de los Locos.
Ni un solo murmullo saludó las últimas palabras de Tartarín Moreira. Los locos estaban conmovidos. En los manicomios el silencio equivale al aplauso. Un grito, un alarido, un simple zapateo significan disgusto. Pero en los ojos de todos se veía brillar el entusiasmo. La evocación de aquella ciudad nueva les llenó el alma de cristiana belleza y el cerebro de blancas utopías. Oyendo a Tartarín vieron, quizás, que la vida "era buena"...
Para ellos, vivir en consonancia con el gusto propio —respetando el gusto de los demás— era el resumen de la dicha terrena. El único poeta del hospicio, un joven esteta de alma vigorosa y cuerpo débil, pensó, cuando Tartarín hubo callado:
-¡Qué hombre admirable es Tartarín! Es un genio. Habla desde la verde copa de los árboles al igual que los pájaros, cantando... En cuerpo y en espíritu, Tartarín es un árbol. Sus ramas son las frases. Sus flores, la elocuencia. Su tronco, la fuerza del ideal. Sus frutos, las ideas... Los hombres se parecen a los árboles. Únicamente así se explica que los poetas podamos vivir entre los hombres. Yo seré el ruiseñor de la Nueva Ciudad. Yo seré el pájaro que cantará las glorias del fresco Bosque Humano, que vamos a fundar en nombre de la luz...
Tartarín Moreira no oyó las rítmicas palabras del mágico poeta. Sin orgullo, pero sin modestia, se apeó de su inocente tribuna vegetal. Si se hubiera encontrado delante de hombres "cuerdos" después de tan sólido triunfo de elocuencia, Tartarín habría sido un héroe... Sólo era un Dios adorado en el silencio de las almas. ¡Así es como suelen adorarse los dioses!... En la ciudad, en el mundo, entre la gente inocua, métrica, de sentido común, cien brazos y cien elogios de posteridad lo habrían aturdido y apretado. Pero justo es advertir que Tartarín estaba en un hospicio, entre alienados... Por eso cada loco, llevando su locura a cuestas y saboreando el ensueño egoísta de su propia manía, marchóse meditabundo hacia su comedor. Y, unos erguidos y otros agachados, se fueron alejando, como autómatas. Estos por acá. Esos por allá. Aquellos por acullá... El último fue Tartarín. Con su hermosa cabeza cubierta de cabellos largos y renegridos producía la impresión de un loco, de un sonámbulo o de un genio. Continuaba mentalmente su discurso porque la elocuencia deja en los labios, como el vino, un deseo infinito, insaciable, de emitir opiniones...
Tartarín se detuvo. Vio ante sí a las damas. Lo aguardaban. Una de ellas, la más vieja, la de las dos lágrimas paralelas, fue quien primero habló. Es decir, sollozó:
-Tar-ta-rín... ¿No me conoces?