Ese espíritu de albedrío, de tolerancia ideológica, no se reflejaba exclusivamente en la política activa, en la construcción democrática o en el perfeccionamiento progresivo de la administración. Se reflejaba con agudeza semejante en la literatura; pues el entrerriano, más que los hombres de las otras provincias, atribuye a la literatura una función conspicua. Ser de cordialidad y de intimidad, efusivo, imaginativo, dado a la expansión afectuosa, temperamentalmente lírico, necesita, como el inglés, el refugio en el libro, verse vertido en la página bella o en el bello verso, y más que bello, inspirado. Esa tierra armoniosamente masculina engendró a Andrade, y Andrade resumió en su acento atronador los ecos últimos de la América fraternal, de la América de la Revolución, y asumió en su misión de poeta el albaceazgo de Mayo. Tal vez sea Andrade, con su emoción violenta, con su resonancia fragorosa, el verdadero patrón de la poesía que disfruta mejor el entrerriano, escasamente propenso al registro medio, a la musicalidad fina, que es una disposición tan natural en el cordobés y en el porteño. Ello no obsta que en Entre Ríos se haya suscitado el caso interesante y particularísimo de Gervasio Méndez, el poeta de la desventura, el poeta doloroso. Nació en el año 48, mundialmente convulsivo, y fue en su mocedad soldado y peleador periodístico. La enfermedad lo dobló temprano en su sillón de inválido y lo sometió a la penuria de la indigencia. García Merou lo visitó en su triste habitáculo. En medio de los periódicos que cubrían el piso enladrillado, agobiada la cama de tomos y de folletos, emergía su busto inmóvil, su cabeza altanera, de frente arquitectural, su rostro noble de profeta vencido, en que llameaba una mirada luminosa y amarga. Vino dos veces a Buenos Aires. Aquí Ieyó en una velada cuyo recuerdo consoló su existencia, su composición premiada, y el público, al contemplarlo en su silla de paralítico, al oír su voz melodiosa y desgarrada, lo aclamó como nunca aclamara a poeta alguno. Buenos Aires olvidó la imagen de su visitante fugaz; Entre Ríos olvidó sus poesías. No olvidó, en cambio, el culto sentimental del cantor enfermo, de ese Guido y Spano sin gloria, por más que ya nadie recita, en los paseos de Gualeguaychú, en los cafés de las ciudades mesopotámicas, las estrofas que hace cincuenta años entristecían las reuniones juveniles.
Si del dibujo psicológico de la provincia pasara al croquis del individuo, se encontraría el escritor con el obstáculo de la multiplicidad. Lo que Martín de Moussy denominó la Mesopotamia Argentina tiene carácter en su complejidad humana, en su variedad geográfica, en su blandura climatológica, en su economía, en su reino animal. A esa especificación distintiva se añade la pluralidad de los caracteres lugareños. Esos caracteres responden a resortes genéricos como expresión gregariamente entrerriana y a grietas en que se denuncia la particularización regionalista dentro del regionalismo de Entre Ríos. El hombre de Paraná es definible para el del Uruguay, el de Concordia para el de Gualeguaychú o del Diamante. Modismos morales localizables, hábitos sociales homogéneos, maneras contraídas en los institutos, fichan imperceptiblemente al habitante de las ciudades entrerrianas. Pese a la prolijidad que importaría trazar el estudio de esos afluentes psicológicos en la definición del tipo sintético, cabe reunir en haz ciertas cualidades y deficiencias o insuficiencias, si se prefiere, para aproximarse a un bosquejo más o menos acertado. Falta al entrerriano cautela ante su espectador. No hay hombre tan antifarisaico y tan antiteatral. Su sencillez ingénita le induce a no discernir, con la prudencia porteña, la eventualidad del ridículo. No lo teme, no cuida su postura, por la simple razón de que carece de ella en su derechura sin tangencia. Keyserling ha dicho que el argentino es un espíritu neutral, en expectativa ante los sucesos, y su indiferencia perezosa se resume en el proverbial consejo: "No te metas". El lema del entrerriano sería: "¡Metete, hermano!" El entrerriano se mete; se mete en todo; todo le incumbe, todo le interesa. Una valentía, no exenta de jactancia simpática, puesto que jamás termina en fanfarronería, le conduce a no desconfiar de sí, a no achicarse, en la primitiva reyerta como en las controversias cultas, a no ceder su fila en cualquier pugna. Le consta, como a aquel gaucho de mi pueblo, que no se puede saber quién es el vencido hasta que no acabe la pelea. Les quiero hablar de Cipriano Castro. Cipriano Castro, que me enseñó la brujería de revolver la pisada del buey agusanado, me adoctrinó en la baquía del lazo y del pial, era un paisano decentón que nunca faltaba a las carreras de La Capilla. De bueno, lo volteaban los chicos del gringo del almacén cuando jugaba con ellos, mientras en el mostrador apuntaban en su cuenta las copas que tomaban los peones de los alrededores. Era flaco y bajo; no asustaba con el facón a los italianos que trabajaban en el ferrocarril, ni le daba por vistear. Al contrario. Lo conocíamos por tranquilo, Y un domingo — por fortuna estaba el comisario, que no perdía ocasión de que le lucieran su alazán en la carrera — alguien ofendió a Castro, y antes de que se percataran de lo que ocurría, se enredaron. Y nada menos que con un gigante, de brazos que barrían el suelo y una faca como sable. No salió ganancioso el pendenciero.
— ¿Cómo se animó, don Cipriano, con ese hombre, dos veces más grande que usted? — preguntó el comisario al vencedor.
— ¿Y cómo me iba a quedar atrás, después de lo que me dijo? Y, además, yo soy chico, pero cuando me aprietan, me estiro.
El entrerriano se estira. Se estira en la polémica "cuando lo aprietan", se estira en la faena, se estira en su entrerrianismo. Afecta en su exterior una rusticidad de modos que no corresponden a su asidua preocupación de perfectibilidad. El entrerriano de progenie rancia o de entronque mezclado, es por su compostura moral, por su dureza en lo que emprende, por su pudor varonil en los sentimientos, el similar del vasco, que con tanta abundancia se diseminó en Entre Ríos. Damián P. Garat, noble político y estimable poeta andradiano, que representó a Entre Ríos en la Cámara de Diputados, retó en su mocedad a duelo a una persona importante, de la que podía esperar ayuda en su comienzo, por reprocharle un artículo periodístico en que no se desconocían los méritos de un contrincante en una campaña electoral. Oía impasiblemente los reproches, aceptaba las razones, discutía discretamente lo que le decían. "Ese proceder no es caballeresco", concluyó el que le reprendía y que, por ser secretario de la Intervención, o sea por no ser de Entre Ríos, no comprendía que el valor del lenguaje cambia en el trato de la gente de región a región. Bastóle oír esa apreciación para que Damián Garat perdiera su pasividad y le anunciara inmediatamente el envío de padrinos. ¿Un entrerriano puede no ser caballeresco? Es la reflexión que hizo a sus testigos, a quienes penosamente convencieron los representantes del singular ofensor, que éste no tuvo intención de ofender, y, por otra parte, dijo esas cosas sin que nadie oyera la conversación. "Pero yo la oía", exclamó Garat. Es el no fariseísmo del entrerriano, el síntoma de su sinceridad, de su consecuencia consigo mismo.
No quisiera yo formular este bosquejo con debilidad de retratista halagador. Esas virtudes de consistencia moral se suman a prontitud y repentinismo de inteligencia, a pliegues de viveza criolla, a contraluces equivalentes, como sucede ineludiblemente con la criatura humana y en más grado con la criatura argentina aun no madurada en el tiempo. No es el entrerriano hombre de fluido gusto. Su opción por lo recio lo separa de la finura que deriva naturalmente en selección, en seguridad estética. La estética formal del porteño, verbigracia, es en el entrerriano moral. Su jovialidad es satírica, su espontaneidad brusca es una .alegría de salud, una emanación de fuerza, una duplicación del salvador y peligroso optimismo argentino. Se ha difundido una impresión falsa del pedagogismo del entrerriano, por haber salido de la Escuela Normal de Paraná las primeras generaciones de maestros. El país cree que el entrerriano es de mentalidad escolástica. Aquellas generaciones de maestros se componían en su grosor de hombres del resto de la República, que se dispersaron con la acomodación intelectual que fijan específicamente esas escuelas. El entrerriano es el individuo más distanciado de ese arquetipo. Basta con que el "normalismo" sea un cartabón, una traba, una pauta delimitada, para que lo resista, por descoincidir con su personalidad:
Una colectividad bien abocetada psicológicamente, definida por su emisión de voz en el concierto de un país, representa en su unanimidad una dimensión espiritual. En Inglaterra, en Francia, en España, en Italia, esas dimensiones parciales son la medida de su riqueza polítona. En siglos y siglos, no se ha despintado esa particularidad y su civilización global se perfecciona, se completa, se robustece con su contribución. Una Italia toda romana ya no sería Italia; ni Francia sería lo que es si se hubiese normandizado o aparisianado de confín a confín; la convergencia de pueblos británicos uniformemente londonizados no produciría la imponente ecuación del Reino Unido, del reino extravertido sobre el mapa del mundo. Una nación no es una síntesis química. Es la suma de sus diferencias, de sus desencontrados complejos emocionales, de sus glóbulos desemejantes en la coagulación ostensible; es como una masa de miembros de configuración inmanente que se totalizan en la multitud en marcha. Aspiremos a que en la multitud argentina, en la consubstanciación de las parcelas con el todo, Entre Ríos sea siempre lo que fue y lo que es: una dimensión espiritual, napa de bondad humana, valerosa en el pensamiento, valerosa en la vida, risueña y viril, como sus hombres y como la tierra que los hace, tierra donde es bueno abrir los ojos, donde es bueno morir.
(Textos extraídos de “Entre Ríos, mi País”, Editorial Futuro, Buenos Aires, 1950)
Si del dibujo psicológico de la provincia pasara al croquis del individuo, se encontraría el escritor con el obstáculo de la multiplicidad. Lo que Martín de Moussy denominó la Mesopotamia Argentina tiene carácter en su complejidad humana, en su variedad geográfica, en su blandura climatológica, en su economía, en su reino animal. A esa especificación distintiva se añade la pluralidad de los caracteres lugareños. Esos caracteres responden a resortes genéricos como expresión gregariamente entrerriana y a grietas en que se denuncia la particularización regionalista dentro del regionalismo de Entre Ríos. El hombre de Paraná es definible para el del Uruguay, el de Concordia para el de Gualeguaychú o del Diamante. Modismos morales localizables, hábitos sociales homogéneos, maneras contraídas en los institutos, fichan imperceptiblemente al habitante de las ciudades entrerrianas. Pese a la prolijidad que importaría trazar el estudio de esos afluentes psicológicos en la definición del tipo sintético, cabe reunir en haz ciertas cualidades y deficiencias o insuficiencias, si se prefiere, para aproximarse a un bosquejo más o menos acertado. Falta al entrerriano cautela ante su espectador. No hay hombre tan antifarisaico y tan antiteatral. Su sencillez ingénita le induce a no discernir, con la prudencia porteña, la eventualidad del ridículo. No lo teme, no cuida su postura, por la simple razón de que carece de ella en su derechura sin tangencia. Keyserling ha dicho que el argentino es un espíritu neutral, en expectativa ante los sucesos, y su indiferencia perezosa se resume en el proverbial consejo: "No te metas". El lema del entrerriano sería: "¡Metete, hermano!" El entrerriano se mete; se mete en todo; todo le incumbe, todo le interesa. Una valentía, no exenta de jactancia simpática, puesto que jamás termina en fanfarronería, le conduce a no desconfiar de sí, a no achicarse, en la primitiva reyerta como en las controversias cultas, a no ceder su fila en cualquier pugna. Le consta, como a aquel gaucho de mi pueblo, que no se puede saber quién es el vencido hasta que no acabe la pelea. Les quiero hablar de Cipriano Castro. Cipriano Castro, que me enseñó la brujería de revolver la pisada del buey agusanado, me adoctrinó en la baquía del lazo y del pial, era un paisano decentón que nunca faltaba a las carreras de La Capilla. De bueno, lo volteaban los chicos del gringo del almacén cuando jugaba con ellos, mientras en el mostrador apuntaban en su cuenta las copas que tomaban los peones de los alrededores. Era flaco y bajo; no asustaba con el facón a los italianos que trabajaban en el ferrocarril, ni le daba por vistear. Al contrario. Lo conocíamos por tranquilo, Y un domingo — por fortuna estaba el comisario, que no perdía ocasión de que le lucieran su alazán en la carrera — alguien ofendió a Castro, y antes de que se percataran de lo que ocurría, se enredaron. Y nada menos que con un gigante, de brazos que barrían el suelo y una faca como sable. No salió ganancioso el pendenciero.
— ¿Cómo se animó, don Cipriano, con ese hombre, dos veces más grande que usted? — preguntó el comisario al vencedor.
— ¿Y cómo me iba a quedar atrás, después de lo que me dijo? Y, además, yo soy chico, pero cuando me aprietan, me estiro.
El entrerriano se estira. Se estira en la polémica "cuando lo aprietan", se estira en la faena, se estira en su entrerrianismo. Afecta en su exterior una rusticidad de modos que no corresponden a su asidua preocupación de perfectibilidad. El entrerriano de progenie rancia o de entronque mezclado, es por su compostura moral, por su dureza en lo que emprende, por su pudor varonil en los sentimientos, el similar del vasco, que con tanta abundancia se diseminó en Entre Ríos. Damián P. Garat, noble político y estimable poeta andradiano, que representó a Entre Ríos en la Cámara de Diputados, retó en su mocedad a duelo a una persona importante, de la que podía esperar ayuda en su comienzo, por reprocharle un artículo periodístico en que no se desconocían los méritos de un contrincante en una campaña electoral. Oía impasiblemente los reproches, aceptaba las razones, discutía discretamente lo que le decían. "Ese proceder no es caballeresco", concluyó el que le reprendía y que, por ser secretario de la Intervención, o sea por no ser de Entre Ríos, no comprendía que el valor del lenguaje cambia en el trato de la gente de región a región. Bastóle oír esa apreciación para que Damián Garat perdiera su pasividad y le anunciara inmediatamente el envío de padrinos. ¿Un entrerriano puede no ser caballeresco? Es la reflexión que hizo a sus testigos, a quienes penosamente convencieron los representantes del singular ofensor, que éste no tuvo intención de ofender, y, por otra parte, dijo esas cosas sin que nadie oyera la conversación. "Pero yo la oía", exclamó Garat. Es el no fariseísmo del entrerriano, el síntoma de su sinceridad, de su consecuencia consigo mismo.
No quisiera yo formular este bosquejo con debilidad de retratista halagador. Esas virtudes de consistencia moral se suman a prontitud y repentinismo de inteligencia, a pliegues de viveza criolla, a contraluces equivalentes, como sucede ineludiblemente con la criatura humana y en más grado con la criatura argentina aun no madurada en el tiempo. No es el entrerriano hombre de fluido gusto. Su opción por lo recio lo separa de la finura que deriva naturalmente en selección, en seguridad estética. La estética formal del porteño, verbigracia, es en el entrerriano moral. Su jovialidad es satírica, su espontaneidad brusca es una .alegría de salud, una emanación de fuerza, una duplicación del salvador y peligroso optimismo argentino. Se ha difundido una impresión falsa del pedagogismo del entrerriano, por haber salido de la Escuela Normal de Paraná las primeras generaciones de maestros. El país cree que el entrerriano es de mentalidad escolástica. Aquellas generaciones de maestros se componían en su grosor de hombres del resto de la República, que se dispersaron con la acomodación intelectual que fijan específicamente esas escuelas. El entrerriano es el individuo más distanciado de ese arquetipo. Basta con que el "normalismo" sea un cartabón, una traba, una pauta delimitada, para que lo resista, por descoincidir con su personalidad:
Una colectividad bien abocetada psicológicamente, definida por su emisión de voz en el concierto de un país, representa en su unanimidad una dimensión espiritual. En Inglaterra, en Francia, en España, en Italia, esas dimensiones parciales son la medida de su riqueza polítona. En siglos y siglos, no se ha despintado esa particularidad y su civilización global se perfecciona, se completa, se robustece con su contribución. Una Italia toda romana ya no sería Italia; ni Francia sería lo que es si se hubiese normandizado o aparisianado de confín a confín; la convergencia de pueblos británicos uniformemente londonizados no produciría la imponente ecuación del Reino Unido, del reino extravertido sobre el mapa del mundo. Una nación no es una síntesis química. Es la suma de sus diferencias, de sus desencontrados complejos emocionales, de sus glóbulos desemejantes en la coagulación ostensible; es como una masa de miembros de configuración inmanente que se totalizan en la multitud en marcha. Aspiremos a que en la multitud argentina, en la consubstanciación de las parcelas con el todo, Entre Ríos sea siempre lo que fue y lo que es: una dimensión espiritual, napa de bondad humana, valerosa en el pensamiento, valerosa en la vida, risueña y viril, como sus hombres y como la tierra que los hace, tierra donde es bueno abrir los ojos, donde es bueno morir.
(Textos extraídos de “Entre Ríos, mi País”, Editorial Futuro, Buenos Aires, 1950)