e poi da questo in quello, e di sé tutti,
quali che sieno, informa: ed igualmente
agli animali fa da noi tragitto,
che a noi dagli animali, ed ognor vive?
(Ovidio ? Le trasformazioni, Libro XV).
Cuando murió Ardelli —Humberto Ardelli, escribano— el perro de Ardelli no hizo ninguna de esas cosas que los canes ejemplares de las historias suelen hacer en semejantes casos. Ni se echó a los pies del lecho mortuorio de su difunto amo, impidiendo que alguien se acercara al muerto; ni aulló lúgubremente cuando sacaron el féretro; ni se escapó para morir fielmente custodiando el sueño postrero del pobre Ardelli en la bóveda de la Chacharita, que la previsión del escribano le hiciera adquirir algunos años antes. El perro vagó durante todo aquel día, entre perplejo y malhumorado, por la casa, invadida de numerosas personas desconocidas; halló tiempo de comer algo que le diera el mucamo, compadecido y hambriento, a quien sorprendió tragando apuradamente alguna cosa en la cocina; y, por fin, se durmió en el cuarto de baño. Aquella conducta no dejó de escandalizar a algunos amigos de Ardelli que en la enumeración póstuma de las virtudes del difunto incluyeron preferentemente su gran afecto por aquel perro que ahora se conducía de tan reprochable manera.
Como Ardelli era un solterón sin herederos directos, el perro pasó a poder de un su pariente, propietario de una estanzuela en Saladillo, a quien se le ocurriera que le podría ser útil en el campo. Lo mandó por el primer tren.
Aunque el perro de Ardelli no podía confesar genealogía muy clara, era un animal robusto y elegante que respondía al nombre un poco novelesco de Fox. Hasta que aquel suceso cambiara tan bruscamente la orientación de su vida, viviera en compañía de Ardelli como un pequeño burgués sin mayores inquietudes ni ambiciones. Perro urbano por excelencia, tenía formado del mundo un concepto perfectamente municipal. Consideraba la existencia de los perros y de los hombres definitivamente regulada por voluntades misteriosas, pero infalibles. La observación asidua de los fenómenos de la vida, había eliminado de sus pensamientos la posibilidad de lo imprevisto. Para el perro de Ardelli, la presencia continua del agente de facción en la esquina; la puntual regularidad en las entradas y salidas de su amo; el trozo de carne que el mozo de la carnicería traía diariamente con exactitud cronométrica para su pitanza particular; la diaria escapada hasta el almacén de la cuadra en compañía del mucamo, hechos constantes y repetidos todos sin variaciones, le habían demostrado hasta la evidencia que la vida es un conjunto de actos perfectamente conocidos y sometidos a unas cuantas leyes inmutables. Las fugaces apariciones del amor no habían destruido este concepto sereno y tranquilizador, porque a la sagacidad del perro de Ardelli no escapara que el encuentro periódico con "Lulú", la favorita de la cocota del piso bajo, obedecía a leyes determinadas por la presencia de mucamas nuevas en casa de la alegre damisela. Cada vez que un semblante femenil desconocido y más o menos agraciado, aparecía en el piso bajo, se relajaba la vigilancia del mucamo de Ardelli, quien bajaba por el ascensor con desusada frecuencia. De modo que el hecho "amor" estaba perfectamente previsto dentro del cuadro general de las ideaciones caninas de Fox, el cual conocía perfectamente los signos preliminares de su aparición.
Por eso, el sistema filosófico del perro de Ardelli fué rudamente zarandeado por la muerte, cosa inesperada e inexplicable de suyo. El viaje en tren, la confrontación continua con realidades nuevas y misteriosas derrumbaron definitivamente aquel edificio ideológico. El perro de Ardelli había sido un metafísico y la marejada de la vida sometiólo de pronto a tremendas experiencias. Por eso, en vez de llegar al campo del Saladillo —la estanzuela se llamaba "La Fortuna"— un filósofo sereno y acorazado en la armadura de su sistema invulnerable, el capataz recibió un can amedrentado y tembloroso, en cuya cola caída y ojos tímidos, era posible leer la historia de una formidable derrota moral. Pero un capataz de estancia no es, precisamente, el espíritu aguzado y fino capaz de penetrar los confusos secretos de la conciencia animal.
Miró al perro con ese taimado desdén que siempre reluce en las miradas de los campesinos cuando observan a las gentes o a las cosas de la ciudad, y formuló una conclusión precisa:
—Está asustado por el viaje.
Era día de fiesta y había en la estación muchas personas. De entre los "sulkys" y "breacks" detenidos alrededor del andén se desprendieron algunos amigos del capataz. Un perro que llega a una estación de campo constituye siempre un suceso de cierta importancia. Lo miraban en silencio.
El perro de Ardelli, enflaquecido y sucio, sujeto por una cuerda al puño del capataz, ofrecía, en el centro del grupo, un espectáculo lastimoso.
—Está asustado por el viaje —explicó de nuevo el capataz, un tanto vejado ya en su amor propio de dueño por aquella contemplación poco benévola.
Evidentemente, estaba asustado. Todos convinieron en ello. Con todo, el ruso Cosarnisky —un hombrón de barbazas rojizas— opinó que aquel animal no habría de ser muy útil.
—No entiende lo que es campo —observó pausadamente— y era tarde para enseñarle ciertas cosas que los perros rurales aprenden en la lactancia. Además, debía de ser flojo y alborotador; así son siempre los animales de ciudad. El tuvo, cabalmente, un caballo...
El ruso se calló porque nadie le escuchaba ya. En cambio, sus palabras anteriores habían causado alguna impresión, porque reflejaban el pensamiento de la mayoría. El mismo capataz renunció a defender el perro. Se lo había mandado el patrón y él lo recibía. De seguro que no habría de servir para nada; pero tampoco ocuparía mucho espacio. Lo que era él, el capataz, no se quebraría la cabeza con el animal.
Se convidaron a tomar cerveza en "La Bandera Blanca" —un almacén bien surtido con buen despacho de bebidas— y allí fueron todos, excepto el ruso Cosarnisky, a quien la mezquindad hacía retroceder ante las expensas probables de la francachela.
El perro quedó bien atado a la rueda del sulky en que viajaba el capataz. Era una mañana de verano con sol quemante. En la ancha calzada arenosa, zanjeada de profundas huellas, las cáscaras de sandía esparcidas con pródiga abundancia, dejaban escapar esas emanaciones capitosas y dulzonas de la fruta descompuesta. Grandes tábanos asaetaban a los caballos, de los rodados y los animales se azotaban con la cola o golpeaban nerviosamente la tierra con el vaso sin herraduras. La lengua afuera por el bochorno, disminuido en su atemorizado encogimiento, con el dogal estrangulándole el cuello, el perro de Ardelli quedó abandonado en aquella estación rural, entre cosas desconocidas, cuya apariencia superficial vagamente semejante a otras ya vistas por el can, esbozaba quién sabe qué pavorosas perspectivas en su brumoso espíritu. No entendía, ese era el caso. Llenábalo de pavor, precisamente, aquella terrible incomprensión que se le asomaba por los ojos, y el presentimiento temeroso de nuevas realidades futuras hacia las que le conducía ciegamente el destino.
Otro perro, bien rural éste —entendía, sin duda, lo que era campo— se le acercó, receloso y gruñón. Una eficaz dentellada que le dejó sangrando la Oreja, anticipó a Fox una prueba de cordialidad por parte de sus congéneres de la campaña; quiso defenderse, pero el otro se le aferró al pescuezo y lo revolcó, aullando, entre la tierra y la boñiga. Los separó a latigazos el ruso Cosarnisky, quien resultó ser propietario del perro camorrista. La vista del animal lastimado y sucio, confirmó al colono en su profecía: era flojo y alborotador. Le arrimó una patada con irritado desprecio y se fue con su perro al almacén. Mísero y gimiente, "Fox" se acercó al caballo del sulky, buscando el resguardo de su sombra; al fin, era un compañero. Lo miró el rocín con mirada fosca; odiaba a los perros que le daban ratos crueles en la estancia. Además aquella mañana estaba de mal humor; la bajera, demasiado ajustada, lo lastimaba dolorosamente y se habían olvidado de darle agua antes de salir. Evolucionando con cuidado, lleno de cazurra hipocresía, aprovechó una distracción del can para dispararle una coz certera, que lo tiró aullando otra vez sobre la arena.
A eso de las doce, cayó el capataz. Había bebido bastante y como le tocara pagar el consumo por haber perdido en la partida entablada sobre una pringosa mesa, venía lleno de reconcentrada rabia. Ni se acordaba ya del perro y al verlo echado entre las ruedas del sulky, lamiéndose las heridas, le arrojó una mirada cargada de odio. El camino era largo y pesado y todavía le esperaba el trabajo de llevarse el animal aquel. Ganas le daban de tumbarlo ahí mismo de un balazo. Resoplando con furia y rezongando palabrotas, ató la soga a los elásticos del vehículo y sacó la manea al caballo.
El perro lo contemplaba con ojo receloso. Comprendió que aquello iba a continuar; se lo llevaba a alguna parte desconocida aquel hombrón brutal que parecía ser su nuevo dueño. ¿Adonde?
Recordó las miradas del corro de campesinos; las dentelladas del perro del ruso y la coz final del caballo. Evidentemente, más allá de aquellos hechos visibles, al término de aquel camino polvoriento por el que se iban alejando ahora muchos rodados, habría nuevos golpes, nuevos mordiscos, nuevas formas de hacer sentir a los pobres perros urbanos la hostilidad aviesa de la ruda vida del campo. Si al menos hubiera algún medio de escapar; pero la fatalidad lo arrastraba inexorablemente como si tirase de aquella cuerda que le apretaba el pescuezo hasta hacerle jadear como un asfixiado. Con todo, era necesario resistir; más lejos habría cosas peores indudablemente. Una obscura y cansada rebeldía se le alzaba sordamente allá en su interior de perro dolorido y medroso.
Cuando arrancó el vehículo, el perro de Ardelli se tiró a muerto. Caminar, de ninguna manera. El hombre se volvió, sorprendido e iracundo. Toda la maldad que reside en el fondo del alma humana, contenida por el miedo a la ley, a la violencia de los otros hombres, a quién sabe cuántas cosas más, le relampagueó en los ojos encendidos por el alcohol. Envolvió al perro en dos furiosos trallazos; el animal se revolcó, ululante, pero se dejó arrastrar. Cualquier cosa, menos marchar dócilmente hacia adelante. De todos modos, ya veía lo que le esperaba.
El capataz detuvo el vehículo y lo miró un momento. Lo dejaba en el sitio de un balazo sino fuera que el patrón podía llegar a saber. Juraba como un condenado, ardiendo en esa cólera perversa de ciertos borrachos. Al fin se encogió de hombros. ¿No quería marchar? Ya verían.
Castigó ferozmente el caballo que arrancó al galope, arrastrando aquella cosa negra y temblorosa atada a la zaga. Así pasó frente al almacén. Salieron algunos a la puerta y rieron, felices, ante aquella divertida manera de llevarse un perro. El animal era mañero pero había dado con quien lo entendía. El capataz seguía castigando, ebrio de furia, de alcohol y del fuego solar que le caía de plano, envolviéndolo en una atmósfera inflamada. Detrás del sulky, fuera de la boca un trozo de lengua reseca y polvorienta, hecho un envoltorio dolorido, el perro de Ardelli, se dejaba arrastrar. En el fondo de los ojos, vidriosos ya por la agonía, agrandábasele como la misma sombra de la muerte, un angustiado estupor de su zozobra casi humana, de animal abrumado por la voluntad inexplicable y cruel de lo desconocido. Porque el perro de Ardelli, moría como un hombre que hubiese perdido la fe poco antes de encontrarse con la muerte.
El capataz castigó de nuevo, y el caballo agachó la cabeza, partiendo en una carrera loca. Al hombre se le había ocurrido una idea chistosa. Cuando llegara a la estancia diría que el perro se había suicidado.
De: "Historias sin importancia". Cooperativa Editorial Limitada. Buenos Aires.1921
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