Rogelio Míguez y Miryam se entendían únicamente por medio del canto. Rogelio era el mozo más afortunado de aquel pago entrerriano. Eximio improvisador de vidalitas, sabía modularlas en los bailes campestres y arrancar, junto con los gemidos de su ilustre guitarra, lágrimas a las muchachas. Era extraordinario. Garrido en su rudeza rural, se distinguía entre todos y ninguno podía mostrar en su vida tantas aventuras de amor. Tampoco era lo que se llama un buen mozo. Tenia siempre la misma cara taciturna y raras veces reía.
Los peones de la colonia, envidiosos de sus triunfos, alegaban en contra suya su ninguna habilidad en el juego de la taba. Tenía pocos amigos. Los israelitas del pueblecito lo estimaban por su buen carácter y por su laboriosidad. Así, no debía extrañarse que Jacobo Jalerman lo cuidara como un tesoro, Don Jacobo, viejo de rala barba, nariz curva y mejillas secas, antiguo alumno dé la escuela hebrea de Vilna, cerealista en Besarabia y agricultor en Entre Ríos, solía explicar las excelencias de su peón incomparable. Recurría a comentarios agudos y a citas difíciles, y una tarde llegó hasta convencer a sus oyentes de que Rogelio aceptaría los preceptos mosaicos si sus luces escasas le permitieran comprender la verdad.
-¿Os acordáis de la sentencia de Rabenu Jenuda? -solía interrogar a propósito al maestro del colegio colonial-. Decía en sus interpretaciones que sólo un oscurecimiento maligno de los cerebros impide a todos los hombres seguir la ley de Jehová...
Miryam, su hija, profundizaba mucho menos. Para elogiar a Rogelio no necesitaba las máximas que ocultan los rabinos en los recovecos del Talmud. Tampoco entendía las conversaciones del peón. Hacía poco que habían venido de Rusia y el idioma le parecía más duro que una piedra. En cambio, comprendía sus canciones. Cuando Rogelio entonaba una vidalita, ella, inevitablemente, respondía con un canto judío, extraño a los oídos del criollo, que se embelesaba oyéndola. Y su rostro moreno se iluminaba al oír a la hermosa muchacha, rubia como la tarde y los trigales. Cuando don Jacobo y Rogelio salían al campo, Miryam les llevaba el desayuno. Junto al arado, fuera del surco, entreteníanse, cada uno en su lengua. El sol los bañaba en su luz matinal; don Jacobo hablaba de las vueltas hechas, de la resistencia de los bueyes bíblicos, enormes como montañas y mansos como criaturas. Los bueyes tenían nombres deprimentes para Rusia: Zar, Moscú, Zarevich...
-Alejandro III tiene una llaga en la nuca...
-Pierda cuidado, patrón -respondía Rogelio, y dirigiéndose a Miryam, afirmaba:
-Está bueno el café con leche, patroncita...
-¿Hoy trabajó mucho?
-Jugando no más...
En los descuidos de don Jacobo, Rogelio arrojaba a la muchacha pelotitas de hierba.
Esas relaciones comenzaron a comentarse en las tertulias de la colonia. La gente extrañaba la conducta demasiado liberal de Miryam, hija de un hombre tan religioso e instruido como don Jacobo. Los comentarios se convirtieron pronto en murmuraciones. El chico Isaac los había visto a los dos sentados en la costa del arroyo que divide el potrero común. Raquel, madre del matarife, sostenía haberlos encontrado en el mismo sitio y otra vez los divisó detrás de la casa.
Don Jacobo no ignoraba esos murmullos, y, claro está, no creía. A las indirectas de sus amigos de la sinagoga, contestaba con argucias y concluía siempre:
-Miryam no se casará con un cristiano; no tengan miedo. Además, Rogelio, por ejemplo, no roba ni mata. En su cuarto no se encontrarán rollos de alambre ni el cencerro de la yegua madrina.
Con eso aludía a proezas de la familia más devota de la colonia. Sin embargo, don Jacobo, persona prudente, despidió al peón con un pretexto cualquiera. Así terminaron los cuentos. El matarife mismo declaró un sábado que don Jacobo era un hombre de honor y Miryam una digna muchacha, una muchacha hebrea al fin.
Pero el asunto concluyó de una manera inesperada. Celebrábase la Pascua en la sinagoga, instalada en el rancho del matarife. Estaba lleno de colonos. Las mozas lucían vestidos de alegres colores y los mozos hablaban de sus caballos.
La tarde se anegaba en la pesadumbre del otoño naciente, y en el potrero bordeado de casuchas, el ganado descansaba.
Don Jacobo, con la túnica sagrada sobre los hombros, dilucidaba con su elocuencia habitual detalles complicados de la Biblia. De pronto, un niño gritó:
-¡Miren, miren allá!
Todos los colonos salieron de la sinagoga y pudieron presenciar algo horrible: Rogelio, en su portentoso alazán, venía a todo correr con Miryam en ancas. Pasaron como viento, erguido altivamente el criollo, y ella, suelta la cabellera, envolvió a la gente en una mirada de desafío, hechos una llama los ojos, y cuando los colonos volvieron de su asombro, la pareja fugitiva era un punto en la distancia. En el camino, una vasta polvareda levantaba franjas de oro.
Los peones de la colonia, envidiosos de sus triunfos, alegaban en contra suya su ninguna habilidad en el juego de la taba. Tenía pocos amigos. Los israelitas del pueblecito lo estimaban por su buen carácter y por su laboriosidad. Así, no debía extrañarse que Jacobo Jalerman lo cuidara como un tesoro, Don Jacobo, viejo de rala barba, nariz curva y mejillas secas, antiguo alumno dé la escuela hebrea de Vilna, cerealista en Besarabia y agricultor en Entre Ríos, solía explicar las excelencias de su peón incomparable. Recurría a comentarios agudos y a citas difíciles, y una tarde llegó hasta convencer a sus oyentes de que Rogelio aceptaría los preceptos mosaicos si sus luces escasas le permitieran comprender la verdad.
-¿Os acordáis de la sentencia de Rabenu Jenuda? -solía interrogar a propósito al maestro del colegio colonial-. Decía en sus interpretaciones que sólo un oscurecimiento maligno de los cerebros impide a todos los hombres seguir la ley de Jehová...
Miryam, su hija, profundizaba mucho menos. Para elogiar a Rogelio no necesitaba las máximas que ocultan los rabinos en los recovecos del Talmud. Tampoco entendía las conversaciones del peón. Hacía poco que habían venido de Rusia y el idioma le parecía más duro que una piedra. En cambio, comprendía sus canciones. Cuando Rogelio entonaba una vidalita, ella, inevitablemente, respondía con un canto judío, extraño a los oídos del criollo, que se embelesaba oyéndola. Y su rostro moreno se iluminaba al oír a la hermosa muchacha, rubia como la tarde y los trigales. Cuando don Jacobo y Rogelio salían al campo, Miryam les llevaba el desayuno. Junto al arado, fuera del surco, entreteníanse, cada uno en su lengua. El sol los bañaba en su luz matinal; don Jacobo hablaba de las vueltas hechas, de la resistencia de los bueyes bíblicos, enormes como montañas y mansos como criaturas. Los bueyes tenían nombres deprimentes para Rusia: Zar, Moscú, Zarevich...
-Alejandro III tiene una llaga en la nuca...
-Pierda cuidado, patrón -respondía Rogelio, y dirigiéndose a Miryam, afirmaba:
-Está bueno el café con leche, patroncita...
-¿Hoy trabajó mucho?
-Jugando no más...
En los descuidos de don Jacobo, Rogelio arrojaba a la muchacha pelotitas de hierba.
Esas relaciones comenzaron a comentarse en las tertulias de la colonia. La gente extrañaba la conducta demasiado liberal de Miryam, hija de un hombre tan religioso e instruido como don Jacobo. Los comentarios se convirtieron pronto en murmuraciones. El chico Isaac los había visto a los dos sentados en la costa del arroyo que divide el potrero común. Raquel, madre del matarife, sostenía haberlos encontrado en el mismo sitio y otra vez los divisó detrás de la casa.
Don Jacobo no ignoraba esos murmullos, y, claro está, no creía. A las indirectas de sus amigos de la sinagoga, contestaba con argucias y concluía siempre:
-Miryam no se casará con un cristiano; no tengan miedo. Además, Rogelio, por ejemplo, no roba ni mata. En su cuarto no se encontrarán rollos de alambre ni el cencerro de la yegua madrina.
Con eso aludía a proezas de la familia más devota de la colonia. Sin embargo, don Jacobo, persona prudente, despidió al peón con un pretexto cualquiera. Así terminaron los cuentos. El matarife mismo declaró un sábado que don Jacobo era un hombre de honor y Miryam una digna muchacha, una muchacha hebrea al fin.
Pero el asunto concluyó de una manera inesperada. Celebrábase la Pascua en la sinagoga, instalada en el rancho del matarife. Estaba lleno de colonos. Las mozas lucían vestidos de alegres colores y los mozos hablaban de sus caballos.
La tarde se anegaba en la pesadumbre del otoño naciente, y en el potrero bordeado de casuchas, el ganado descansaba.
Don Jacobo, con la túnica sagrada sobre los hombros, dilucidaba con su elocuencia habitual detalles complicados de la Biblia. De pronto, un niño gritó:
-¡Miren, miren allá!
Todos los colonos salieron de la sinagoga y pudieron presenciar algo horrible: Rogelio, en su portentoso alazán, venía a todo correr con Miryam en ancas. Pasaron como viento, erguido altivamente el criollo, y ella, suelta la cabellera, envolvió a la gente en una mirada de desafío, hechos una llama los ojos, y cuando los colonos volvieron de su asombro, la pareja fugitiva era un punto en la distancia. En el camino, una vasta polvareda levantaba franjas de oro.