LA VISITA

 

          La estancia de don Estanislao Benítez quedaba cerca de Rajil. Más allá del potrero, hacia la estación Las Moscas, su campo se extendía surcado de arroyos y manchado de cardales. En el punto más alto, la rala arboleda sombreaba un espacio en cuyo centro elevábase el caserón solariego del viejo criollo, de los más vie­jos del pago, amigo de Urquiza y compadre de don Crispín.
         Era don Estanislao una de las figuras más típicas de la colo­nia. Leyendas heroicas celebraban su arrojo, y si su lanza fue de las más bravas en los entreveros sangrientos de antaño, en su ancianidad continuaba siendo el más temerario en los rodeos y en las domas. Como don Remigio Calamaco, el boyero ilustre de Rajil, don Estanislao era noble y valiente. Dos grandes re­cuerdos enorgullecían su fuerte vejez de ñandubay. En las ter­tulias de fogón, bajo el alero donde departía en familia con los hijos, refería siempre su vida de soldado de Urquiza:
-Cuando don Bartolo jue a verlo a Urquiza y nos riunimos en la cuchilla grande, le dijo don Justo José: "éste es de los que le hablé", y don Bartola me dio la mano.
          Lentamente erguía la mano como para mostrar en su gene­rosidad la huella todavía caliente de aquel apretón y sus ojos se nublaban bajo las cejas revueltas y largas. En seguida comenza­ba a conversar de Juan Moreira, cuyas aventuras solía leerle la hija, educada en un colegio de Villaguay, para añadir:
-Mi compadre el doctor Míguez, que en paz descanse, abo­gado en el Uruguay, ¿sabe?, me leyó un día en un diario de Buenos Aires, cómo murió Juan Moreira...
          Estos dos hechos le daban una superioridad increíble ante los demás gauchos. Bueno como el pan, se le respetaba y que­ría. Don Estanislao, amigo de los colonos judíos, iba casi diariamente a Rajil, donde presenciaba la matanza de reses. Echábase junto al corral, sobre el poncho, fumando su grueso cigarrillo y charlaba. Si resultaba difícil apartar o enlazar el novillo, el viejo montaba su zaino, desprendía el lazo y al minuto el animal es­taba extendido en el suelo, dispuesto a la faena.
          Don Estanislao invitó al matarife a su casa, y rabí Abraham prometió visitarlo con la familia. Enganchó una yunta de bue­yes mansos en el carro, y, con la mujer y las hijas, partieron hacia la estancia de La Lomada; seguíales Jacobo en su yegua blanca.
          La noche había caído tibiamente. La campiña parecía respi­rar bajo el firmamento claro, suntuosamente estrellado. Quejábase tímidamente el arroyo del potrero; balidos soñolien­tos repercutían en el silencio, y los perros ladraban a la luna enorme y opaca, cuya luz espejábase en el cristal lechoso de las aguas.
          En el camino, el carro del matarife avanzaba pausadamente. Los bueyes negros estiraban el testuz y andaban con ritmo tran­quilo sobre la huella sombreada por la silueta prolongada de Jacobo. A un lado corría el flaco Dum, moviendo regocija­damente la cola, y a veces partía como un chasquido en perse­cución de la perdiz espantada por el trote del muchacho o el sonoro latigazo del guiador. Atrás, el tajamar proyectaba su an­cha sombra.
          No cambiaban palabra los viajeros. Una emoción secreta dominaba sus espíritus. ¿Era la noche suave, el cielo azul, la alegría de vivir en plena naturaleza, abierto el corazón, como una puerta, a la sencillez? De lejos vino el eco de la campana, la campana diminuta y humilde de la capilla. Entonces, el matari­fe recordó que era día de fiesta cristiana. Otra vez resonó en la vaguedad de la distancia el son apenas perceptible y el alma del teólogo hebreo, llena de Talmud y de Jerusalén, se conmovió al sentir el lejano repique. Inundóle honda beatitud y sus nervios se aflojaron, su cuerpo todo desfalleció en una sensación de bienestar. Apretó contra su pecho a la mujer, rejuvenecida en la existencia sagrada del campo, y puso sobre sus mejillas un beso trémulo murmurando con voz quebrantada de sentimiento:
-Loado sea Dios.
          Y no pudo completar la idea que golpeaba en su cerebro.
          Se detuvieron ante el portón, recibidos por una jauría de perros. Jacobo gritó al estilo comarcano, sin atribuir importan­cia a tales palabras en boca de un judío:
-¡Ave María!
          El gurí de la estancia sosegó a los perros a cascotazos y a puntapiés.
          Reconoció a su amigo Jacobo, y exclamó, dirigiéndose al viejo:
-Patrón, tiene visitas: ¡es don Abraham con su gente!
Apeáronse los viajeros. Don Estanislao le saludó con excla­maciones, y las criollas rodearon jubilosamente a la familia del matarife. En seguida se ordenó a la china la preparación del mate, y bajo el alero, donde descansaba todo el que se sintiera fatigado por el camino, sin preguntársele quién era ni de dónde venía, hombres y mujeres se instalaron entre charlas y risas. Rabí Abraham, mesurado, solemne, cortés, se inclinaba a cada rato asintiendo sin comprender el sentido de la mayor parte de las frases de amistad y de agasajo. Quien hablaba era Jacobo. Contó, jugueteando con el pesado rebenque, una peripecia del viaje -la rotura de una rienda- y alabó el sabor del mate que servía Deolinda, la hija mayor de Benítez.
-Ni en el cielo se chupa uno así...
La señora de Benítez, con estirado coqueteo, repuso:
-Es favor, muchacho, es favor.
        Don Estanislao hablaba con su abundancia de costumbre, gesticulando y atropellando las palabras. La luna bañaba en su luz dulce aquella huesosa figura, cuya pera de plata y rudo per­fil se dibujaban como en una estampa en la tranquilidad de la noche. Gaucha parecía también la silueta del judío de grandes barbas, extensa melena, nariz gibosa y alta frente, vestido de bombachas como los nativos del suelo, y, como ellos, con an­cho tirador en la cintura. Iba y venía Deolinda con el mate. Sobre la espalda descendían, gruesas y magníficas, las trenzas oscuras, y, al andar, la zaraza crujía. Sus grandes ojos tenían fulgor. El timbre nítido de su voz, diríase, cortaba el aire al ha­blar.
          Rabí Abraham pensó un elogio de elegancia arcaica y erudi­ta para la hija de su amigo; con esfuerzo visible pudo construir la frase:
-Don Estanislao, su nobleza se refleja en la hermosura de sus hijas, porque los espíritus dignos, dice un maestro, de ve­nerada memoria, sólo engendran belleza.
          Don Estanislao contestó, sin penetrar muy bien el concepto:
-Ansina es no más.
          Las mujeres anudaron una conversación sobre cosas domés­ticas. Doña Gertrudis enumeró las cualidades de una vaca -la Gordinflona:
-Es mansita como una criatura; la ordeño dos veces al día; a la mañanita y a la tardecita da un balde de leche; no esconde nunca.
          La esposa del matarife se asombró; lamentó no poder decir igual de la suya, escondona y mañera.
          Jacobo, que comprendía las angustias de su ama para expli­carse, intervino a tiempo:
-Si no la maneamos y le sujetamos la cabeza al poste, no se le saca una gota y patea el tarro.
          Comentóse la fecundidad de las gallinas, y misia Gertrudis se quejó del gato que tiene la costumbre de perseguir a los po­llitos.
-¡El gato! -exclamó Deolinda-. Ayer no más me mató un cardenal.
Poco a poco, la conversación iba languideciendo, enervada por la dulzura de la noche. Los árboles, cubiertos de flores, saturaban de aroma el ambiente; las margaritas, en denso plantío, blanqueaban los huecos de la arboleda, llena de luna.
          Rabí Abraham dijo:
-En toda la tierra no se ve cielo como aquí.
         Y explicó que había estado en Palestina, en Egipto y en Ru­sia, pero en región alguna es de un azul tan intenso como en Entre Ríos. Completando su pensamiento, añadió:
-El cielo entrerriano es protector y suave. Hallándose solo, por ejemplo, en medio del campo, el espíritu no sufre sugestio­nes de miedo; su luz es benigna.
          El viejo gaucho penetró la idea de rabí Abraham. Su alma, simple y clara, vibró como un cántico en la noche gloriosa, bajo el cielo incomparable, cuya bóveda sublime les cubría con su blandura. El boyero trinó en la jaula herrumbrada, y del cora­zón del anciano legendario salió un profundo suspiro, un sus­piro que expresaba su amor al terruño, por el cual arriesgara tantas veces la vida en la guerra, paladín de lanza y trabuco, temido en selva y ciudad.
          Descolgó la guitarra, y sus flacas manos rasguearon las cuer­das; con voz estremecida moduló la vieja copla del pago:
Entre Ríos, tierra mía, 
¿dónde hay cielo como el tuyo? 
Tus lomadas y tus ríos...
          En la quietud dilatada, un gallo agitó ruidosamente las alas y cantó en la noche.