DE LA ELEGANCIA MIENTRAS SE DUERME

 

 

        

        El primer día en que confié mi mano a una manicura fue porque iría en la noche al "Moulin Rouge". La antigua enfermera me recortó los padrastros y esmeriló las uñas. Luego les dio una forma lanceolada, y al concluir su tarea las envolvió en barniz. Mis manos no parecían pertenecerme. Las coloqué sobre la mesa, frente al espejo, cambiando de postura y de luz. Tomé una lapicera con esa falta de soltura con que se toman las cosas ante un fotógrafo y escribí.

        Así comencé este libro.

        A la noche fui al "Moulin Rouge" y oí decir en español a una dama que tenía cerca, refiriéndose a mis extremidades:

        —Se ha cuidado las manos como si fuera a cometer un asesinato

         

         

19 Mayo 18...

        He nacido en Bujival. El Sena pasa rápido a las espaldas del caserío. Huye de París. Sus aguas verdi-negras arrastran la pringue de la ciudad feliz. Al cruzar por mi pueblo el río hace mover la rueda de los molinos a donde van a esconderse los cuerpos de los ahogados pudibundos. Han terminado su viaje a empujones. No pueden filtrar por entre las rejas de los sótanos y sacan a veces un brazo que los descubre y que se tiende al aire en señal de auxilio. Yo he pescado así, cuando era niño, muchos de esos desconocidos. Uno de los carteros era célebre en el pueblo, por ser quien traía siempre las cartas de luto. Yo era señalado por haber descubierto el número mayor de cadáveres. Esto me daba una cierta aureola entre mis camaradas y me jactaba conmigo mismo del honor. A los niños de mi edad, los amenazaba con descubrirlos el día en que se ahogaran. Los niños quedaban ensimismados imaginándose ya en los albañales del molino. Mi superioridad era inatacable al análisis, pues había puesto la sugestión de la tragedia en el ambiente cotidiano donde irá a colocarla la lógica cuando la obra de Esquilo parezca por la asimilación del espíritu humano una simple composición escolar.

        Cayendo sobre mí el prestigio de tan extraño oficio, era el primero en ser absorbido por la carga que me investía. Si iba a pescar, lo que era frecuente, tendía mi línea cerca del molino. No miraba al corcho, que la corriente mordía bruscamente, esperando ver aparecer entre las rejas a la mano del muerto. Si salía de paseo, pasaba frente al molino y cuando limpiaban la maquinaria, yo era el primero en descender al sótano a buscar entre el lodo objetos de toda especie que las aguas arrastran y que parecen cansadas de llevar a cuestas, puesto que los van dejando en los rincones bajo los puentes y en los pantanos de la ribera.

        El molino era viejo. Del tiempo de Luis XIV, "el gran sacerdote de la peluca clásica" como le llamó Tackeray, él que cuando iba a Marly no dejaba de bajar de su berlina y sonreír a la molinera.

        Las mujeres de ese oficio eran las más hermosas y las más galantes entre las mujeres de pueblo de aquel entonces.

        Cuando la Revolución, el señor de Bujival pidió asilo al molinero. Los molineros tenían la llave de la despensa de los nobles y fueron sus más celosos aduaneros. El molinero robaba para sí y a cuenta del señor con quien estaba en connivencia. Pero el molinero de la "Esclusa roja", una vez que el tirante testero de la casa de su señor levantó al caer las últimas chispas de la hoguera en que habían convertido el palacio los "sansculottes" de vuelta de Versalles, en una tarde de otoño gris que ha descrito magistralmente Rivarol, hizo bajar al sótano al señor de Bujival con el pretexto de ocultarle y dejó a cargo de su mujer la misión de abrir las esclusas. El señor de Bujival no dio un grito. Las aguas lo ahogaron, lo estrangularon contra los hierros de las verjas, y allí estuvo yéndose poco a poco, pedazo a pedazo durante varios meses. En ese entonces nadie echaba el anzuelo frente al molino. El señor de Bujival agitó inútilmente la mano.

         

         

16 Junio 18...

        Cuando mi madre murió, mi padre, que se estaba tiñendo las patillas, me miró de pies a cabeza y encontrando que mis cabellos no eran lo suficientemente graves en la circunstancia, me los tiñó de negro. Y luego las cejas, originariamente de color zanahoria. La ropa obscura me daba el aspecto de un deudo demasiado dramático. En un dibujo de Daumier vi un tipo de deudo que se me parecía. Tuve horror de mí mismo y comencé desde ese día a olvidar mi figura y a cambiarla paulatinamente. Los libros contribuyeron en mucho a esa transformación. Vestía como uno de los personajes de la novela que leía y cambiaba de modelo. Sin declararlo, yo quería carecer de un mismo aspecto exterior por el que pudieran determinarme a ciencia cierta. Era un odio encubierto al daguerrotipo que convulsionaba las familias de mi pueblo y sentían, por la placa de cobre tornasol, la atracción que sienten los burgueses cuarentones por el cronómetro de oro.

        Esta incesante evolución externa debió sacudir mi fondo moral e imprimirle una manera a mi espíritu, que fue siempre inestable y preocupado, como los cascabeles redondos.

         

         

19 Julio 18...

        He vuelto a ver las dos cabras blancas. Una de ellas me ha mirado. Tiene ojos de señorita. La tarde estaba en silencio y he sentido un chivo dentro de mí, que la comprendía. Las cabras son los animales que me están más cerca, y no he podido menos de responder a esa mirada y comenzar un acercamiento con la más hermosa de ellas cuya ubre rosa es un seno de mujer.

         

         

         

25 Julio 18...

        He seguido a la niña que lleva a pastar al borde del río a las dos cabras mellizas. Isolina se llama la mía. Por el camino se daba vuelta, convencida de que la seguía. Movía el vientre y la ubre voluptuosamente. No comió por mirarme. Se acercaba a las margaritas, les quebraba el tronco y las abandonaba. Cuando me alejé, quedó melancólica, sobre el borde escarpado de la barranca. La hermana se acercó, y la hermana, que debe admirarla, le lamió el vientre y la ubre.

         

         

30 Agosto 18...

        No teniendo ya mi madre para comunicarme con mis mayores, mi infancia conoció muy pocos seres de quien oír el consejo y sentir la experiencia. Las personas de edad pierden la costumbre de tratar con los niños. No les saben hablar y mucho menos comprender. Los niños los soportan impresionados y luego les cobran horror. Viven solos entre niños. De cuando en cuando pasa un embajador. Es casi siempre un solterón que tiene alma de madre. Yo he conocido el mío. Desembarcó en Bujival con una caja de pintura al hombro. Pintó sus rincones, bebió en todas sus trastiendas y por fin, por llevarse un recuerdo de la localidad, como suele llevarse un recuerdo de Venecia, se llevó la hija del alcalde. Fue este extranjero quien me hizo conocer el temblor y el miedo. Sobre todo comprenderlos. No se me apareció de noche disfrazado de espantapájaros. No. Una mañana me encontró frente a su casa. Yo llevaba las manos en el bolsillo, la cabeza alta e iba silbando:

         

        "Ninon a des boucles d'or"

         

        Al verme se detuvo. El interés con que miraba era una distinción para mí. Al fin un hombre con quien conversar.

        — ¿Qué te pasa? —me dijo.

        — ¿Te has quedado sin manos?

        — ¿Sin manos? Díjeme entre mí, sabiéndolas en mis bolsillos, y el pintor continuó en un tono curioso, compasivo y deferente:

        — ¿Acaso te las han cortado?

        Hondo fue mi estremecimiento.

        Temblé, transpiré, me enfrié, compenetrándome del hecho de verme sin manos, cortadas por un carnicero y colgadas ya en un gancho como dos menudos. Inseguro de mí mismo, de mi memoria, saqué las manos del bolsillo y las miré.

        Efectivamente, aún pendían de mis brazos, pero la emoción era demasiado grande para asegurarme de tanta verdad y me miré las manos largo tiempo.

        El pintor se alejó dejándome perplejo. Ese hombre acababa de hacerme conocer, a mí, al niño de cuatro años, el drama, la voluptuosidad de vivir, la embriaguez de nuestro rápido destino.

         

27 Noviembre 18...

        Al saber que había muerto Madame Roland, su marido, que estaba oculto en una granja, se echó por los campos, decidido a suicidarse. Unos paisanos sintieron un pistoletazo. Era un girondino más que moría.

        Al borde del camino lo enterraron, pero tan a flor de tierra, que los niños de los alrededores, con trozos de ramas, jugaban a quien primero tocara el cadáver.

        Durante un tiempo, el muerto hizo elástica la tierra que lo cubría. A los pocos días, un día de sol se hundió de golpe. A los meses era un bache donde se juntaba agua, que bebían con fruición los mastines de los pastores.

         

         

4 Diciembre 18...

        He sentido al nacer el deseo de corregir esta naturaleza humana que sentía frágil e imperfecta. Mi vida luego la he consagrado a esa sola intención. La lógica no ha secundado mis esfuerzos. La lógica debe resentirse de la misma imperfección: es también humana. La lógica aconseja echar agua sobre el fuego para extinguirlo. Yo he ensayado apagar el fuego colocando un frasco dentro de una cartera.

        No lo he conseguido.

        De este fracaso me queda el consuelo de haber ensayado un procedimiento personal y que no se lo debía por cierto a la lógica de los hombres, que si saben apagar el fuego, no saben en cambio ser felices. Yo he querido ser feliz. Tenía que seguir necesariamente otro camino.

        No hubiera discutido con nadie el problema. Me parece pasado de moda. Pero para mí me he dicho: ¿Tengo un alma? Sí. Y, ¿qué es? ¿Una silueta imperceptible de mi persona viajera, externa, inconsútil, vaporosa, etc.? Estas son formas consecuentes a la lógica humana. El espíritu se desprende de la materia, si no es ella misma, no tiene ni vida, ni color, ni figura, ni nada. La lógica de los hombres es la lógica de los niños de Macedonia, donde nacieron los filósofos, la misma que la de los niños de Manaos (Brasil).

         

        Mi madre nos cortaba y cosía la ropa y jamás nos bordó letra alguna ni puso mayor cuidado en nuestras camisas que en el dobladillo de un trapo de cocina. A pesar de sus olvidos de civilizada, crecí fuerte, lo mismo que mi pobre hermano, aquél que sirvió para experimento.

        Esa mujer que cumplió con su deber tenía el temperamento de un artista y por eso fue simple en las ropas que hizo para vestirnos. Yo quisiera escribir mis cartas sin dobladillo, con su misma sinceridad y sencillez.

         

         

24 Febrero 18...

        Nunca pude sufrir los grandes bulevares, inventados por Haussmann. La gente que se hastía y trabaja a lo largo de la calle me recuerda a San Pablo: "El precio del placer es la muerte". Son los sepulcros blanqueados. Mujeres hermosísimas que viven rápidamente, como las mariposas, inseguras de su belleza bajo el yeso y el emplasto de los afeites; hombres que han hecho de las mujeres la prolongación del vientre de sus madres y viven aún del ovario, de su sangre y de su pus; hombres que se han equivocado y hombres que se agachan a recoger un pedacito de papel verde por si encerrara un céntimo o una fortuna; e interrumpiendo los transeúntes, un camarero que carga con una palma dentro de una maceta, para colocarla al borde de la vereda, como si por ahí pasara el camino de Damasco.

         

 

28 Febrero 18...

        Nada entristece tanto como la popularidad. Ella sabe darnos la misma amargura, ese rencor que nos oprime luego de haber poseído una mujer. La popularidad es eso: tomar una hembra entre sus brazos, sentir que el placer se acerca y tras un breve descanso, en ese instante nos vuelven a cortar el cordón umbilical, la tristeza de los recién nacidos, que siempre tienen ancha la frente, los ojos purulentos, en la boca un rictus de dolor y el sexo arrugado nos envuelve de nuevo. Yo he conocido la popularidad, creo haberlo dicho. He tenido amor propio desde muy niño, después de haber descubierto cinco cadáveres entre las rejas del molino.

        Y es así de rápida la vejez de los niños precoces. Los violinistas prodigios a los siete años son viejos a los veinte años. Tienen el alma fatigada de aplausos. Todos ellos se afeminan sucesivamente. A los trece años, los empresarios se apresuran en conservarles los rulos infantiles que los rejuvenecen. Los depilan. Las mujeres los besan en las noches de su beneficio, como a oveja y los hombres como a una mujer. Han conocido todos los placeres menos el placer sensual; pero como su infancia tiene que ser eterna, para bien de los contratos, los empresarios los dejan en manos de los críticos de arte, que son los desfloradores de los altos conocimientos y los que van a poner un dique momentáneo a esa inteligencia que se consume apuradamente. Y entonces los diecisiete años en ese niño precoz son semejantes a los cincuenta y cinco años de un comerciante enriquecido que se echa detrás del placer y se entrega a los soldados en las fortificaciones, y a los peones, dentro de los vagones de ferrocarril que pasan la noche en las vías muertas.

         

         

4 Abril 18...

        El hombre más escéptico ve pasar sin embargo en una mirada de mujer a la felicidad, que tiene, como dicen los árabes, los talones dorados. Conocí, en mi infancia, una mujer cuya mirada era dulcísima. Su belleza provenía de su debilidad a la vista.

        Entraba yo a casa de unas parientas. En ese instante llevaban al asilo a una huérfana que habían criado y que había cometido un gran sacrilegio: se había acostado con un hombre...

        No he de ver posiblemente el dolor de la inocencia intensamente reflejado en una pupila humana, como lo vi aquella vez. María Luisa, la huérfana, me miró como podría mirarme un ángel que pasa. Era yo el único hombre entrevisto después de la caída fatal y ya había pasado una semana en la sombra de un altillo comiendo sólo pan duro, bebiendo sólo agua con jabón en castigo de sus faltas. Mis tías eran moralistas rigurosas y eran solteras.

        En el asilo de religiosas, la tuberculosis, que es una de las formas amables del hada de Cendrillón, se dijo: "Voy a hacer una obra de caridad" y la niña que me miró con los ojos de un ángel en el trayecto del cielo, esa mujer que había aspirado al enorme título de madre, como las niñas que se ponen almohadas bajo las faldas y se dicen embarazadas —murió una madrugada rodeada por los tiernos cuidados de las religiosas, que estaban "seguras" de que debía morir. Al fin mis tías respiraron. —La voluntad de Dios se ha cumplido —dijo mi tía Javiera—, que nunca tuvo senos y usaba batas de entrecasa con alforzas sobre el pecho.

         

         

10 Abril 18...

        Viviendo junto al río, en ese agujero inconmensurable del valle del Sena, frente al agua que corre libre, bajo el viento que arranca los árboles de raíz y al sol que tuesta la piel de los pescadores; en el camino que libera de las ciudades, en las rutas donde los vagabundos rumian sus canciones rebeldes, he carecido del sentimiento de autoridad y de la sensación de jerarquía. Mi soledad no ha tenido otro confidente que mi instinto. Hoy, que me he incorporado al resto del mundo en el patio del cuartel, he sufrido como ninguno de mis camaradas puede sufrir. Ellos se quejan de la disciplina y hallan frases con qué hacerlo. Yo no las encontré. Trago mi dolor. Sólo pienso en una sola beatificación. Vengarme. Asociado al amigo que me habla en voz baja dentro del corazón, gritarles mi horror a los hombres que han destruido la belleza de la vida asesinando a los niños.

        Yo canto mi infancia en estas páginas que nadie leerá, pues son para mí mismo. A mí no me dieron juguetes que empobrecieran mi hombría y me aconsejaran el ser dócil, y lo que es más triste, a ser común. No. Yo no conocí nunca a los gendarmes en hojalata o cartón con que se entretienen los niños en las ciudades. La justicia es un gendarme pintado que destiñe en nuestras manos. Un gendarme pintado, grabado, incrustado en los alimentos que ingerimos. Es la marca de fábrica de esa sociedad triste de gente desencuadernada que no ha sabido conservar la elegancia de cuando era niño y de cuando el hombre, ese monstruo obeso, felizmente dormía.

         

         

24 Abril 18...

        Fui un buen alumno en la clase de geometría. La línea recta me encantaba. Sobre todo, las perpendiculares. Son las líneas de la vida, me decía.

        Nunca pude detenerme ante la litografía de la torre de Pisa que estaba en el vestíbulo de mi casa. La torre inclinada me apesadumbraba el alma. La veía caerse. Tomando el diario, mi primera mirada iba hacia las noticias de Italia. Aún no había caído.

        ¿Para cuándo? Las pesadillas aprovechaban el tema. La torre de Pisa se desmoronaba estrepitosamente en mis sueños.

        La noticia de los derrumbes me causó siempre placer. ¿Cuántas víctimas? Ah, no importa los que murieron bajo los muros en proporción a la tranquilidad moral que ese muro, amenazante al caer, devuelve a tantos que como yo no podían costearlo. Los barrios viejos tienen su poesía, la pátina, la huella del tiempo; pero he dejado de lado siempre a esos barrios que se apoyan codo a codo para no caerse como las viejas de un asilo. No me hacen tanto mal los muros mismos como me inquietan los puntales que les retienen. No me parecen nunca lo suficientemente fuertes. Esos tirantes que no son absolutamente rectos me provocan escalofríos. Los cabellos se me erizan. Lo mismo que delante de los cuadros que cuelgan torcidos, y mucho más aún ante la perspectiva en los paisajes. Es una dolencia que no les disculpo a los malos pintores. Es también mi demasiado amor por los estereoscopios. Los planos tan justamente planteados llenan de dulzura mi alma. En el cementerio de Bujival había una pirámide trunca que rompía la línea a cordel de la calle central. Eché abajo el monumento. Lo levantaron más fuerte. Lo derrumbé de nuevo repetidas veces hasta que los propietarios del sepulcro se dieron cuenta del atentado estético que cometían y redujeron la tumba. No sé si achicaron al muerto.

        La proporción, que hace la belleza de la arquitectura, me ha puesto al borde de la muerte. Bujival es hermoso siguiendo las construcciones del siglo XVIII, pero un arco de triunfo que los romanos dejaron en Zaghouan era tan bello, que cada mujer que pasaba frente a él cobraba una belleza aterradora de perfecta. El arco de triunfo me enfermó. Lleváronme preso, como desertor y eso fue mi salvación. Me hubiera muerto como un Buda voluptuoso, al borde del camino contemplando la poesía que vuelca la proporción de las líneas arquitecturales sobre las mujeres de hoy, como daba, hace dos mil años, un encanto semejante a las africanas que habían hecho del amor el templo en que se acostaban para orar.

        El amor es el más profundo de los momentos estéticos en la vida de un hombre. El amor y la fe se van y parecen refugiarse conjuntamente, como nacieron, en las campañas con los hombres que tienen miedo de algo y que son temerosos juguetes de Dios.

         

         

23 Mayo 18...

        No sabía aún lo que es el amor. Al acercarme a las chicuelas amigas, el perfume de mujer que se va de su carne, naturalmente, pues ellas se ruborizan cuando lo saben, me hacía conocer el mismo vértigo que conocí ya maduro sobre el seno de las mujeres. Atravesé muchas veces con sólo el aroma de las niñas, la delectable emoción que debí conocer más tarde en las líneas fugitivas de las desconocidas. Estaba en crisis de sensación, cuando un día una vecina que se llamaba Julia me hizo subir a verla. Era una viuda. Me sentó en sus faldas y me besó el sexo. Ella fue mi primera querida. Ella me llevó de la mano con la experiencia de sus treinta y cinco años. Esa mujer tenía un gran interés por mí.

        Espiritista, creía estar en Bujival cerca del espíritu de su marido, ahogado en el Sena. Habiendo encontrado una veintena de cadáveres en las rejas del molino, el pueblo entero de Bujival reconocía en mí a uno de sus héroes predilectos. Una empresa fúnebre me había dado un ciento de tarjetas para que las deslizara en el bolsillo de los ahogados. La familia del difunto no titubeaba nunca. Esa empresa, mi socia, me daba diez francos de regalo por cada entierro que le conseguía. La señora Julia no podía escapar a la mancha de aceite de mi fama. El cuerpo de su marido no había podido ser encontrado. ¿Lo hallaría yo? No; y entretanto ella no podía casarse. Faltaba el cadáver para verificar la defunción. Como no lo encontré, se vio obligada a solicitar el divorcio de su marido por abandono del domicilio conyugal. En presencia de un médium, evocó, la víspera de la sentencia, al marido errabundo. El médium declaró que veía al esposo en espíritu, detrás de mí sobre mi cabeza y que llevaba en la mano un cartón con este letrero:

         

        "Un águila come una banana,

        Y toda la humanidad queda dorada."

         

        Este cartel enigmático fue interpretado por la médium, que era esposa de un albañil, en estos términos:

        —Águila: soberbia. Banana: perfume. La Humanidad: sangre caliente. Tono dorado: felicidad fugaz.

        En un silencio de duelo todos hicimos como si comprendiéramos el símbolo.

         

         

         

25 Mayo 18...

        Yo quería vivir mi vida. Tenía en ese entonces catorce años, lo que explica mejor mi ansiedad. Un deseo inmoderado de irme lejos me arrastraba por los caminos hasta encontrar la noche. ¿Cómo volvería? El entusiasmo que el espectáculo de la campaña me dio sin reparos siempre me había llevado consigo. Leí a esa edad libros de aventuras por los continentes distantes y salvajes. Las islas que iban a remolque de los dragones en la Edad Media me atraían. Desgraciadamente, ya no existen. Yo quería combatir con los animales feroces y los aborígenes de las tierras mal exploradas. Eran seres incompletos sobre los que veía flotar la vanidosa superioridad del pequeño civilizado.

        Conozco de memoria el libro de viaje de Stanley, Lo he leído y recitado a los chicos de Bujival. La mayoría de ellos son hoy apaches. ¿Y qué son los apaches sino cazadores de fieras que han nacido demasiado tarde?

        Fue después de esas lecturas que el mundo se me presentó dividido en dos hemisferios. El hemisferio del arma blanca y el prestigioso hemisferio del revólver.

        Y me hice fotografiar con un revólver en la mano.

         

         

9 Julio 18...

        Era la hija de un alcoholista. Su padre tenía las manos muy blancas, como que era un haragán y la niña creció admirándolas. A los siete años se enamoró de una mujer que le tocó la cabeza al pasar. ¿Por qué? Porque tenía las manos hermosas. Esa hubiera sido toda la aspiración de su vida. Había alcanzado la sensación de la belleza, a través de las manos ajenas. Era pobre, vivía sola y no soñó como el mozo de granja en incendiar las parvas para sentir la magnificencia del incendio sobre el fondo de la noche. Porque el hombre no puede ser siempre el vehículo de la belleza total. ¡Pobre la mujer que se entrega a un hombre porque tiene el cabello crespo o porque lo lleva lacio!... Así pierde de nuevo el paraíso.

        Un día el padre llamó a Gabriela, a quien nombrábamos entre nosotros la Señorita Fifí. Ella siguió el rastro luminoso de las manos de su padre que empuñaban una navaja. Eran por eso más hermosas que de costumbre y tomándose el sexo se lo cortó delante de la niña. La sangre envolvió aquellas manos que depositaron sobre la mesa familiar los órganos del ebrio. A raíz de esta escena se volvió loca Gabriela. Era una locura generosa. Se entregaba bajo los puentes, en los zaguanes, al caer la tarde, y entre los puestos vacíos del mercado. Mientras la poseía, me lamía las manos. Al fin de nuestra unión, su saliva se hacía espesa y espumosa como la que corre al ras del freno en los caballos desbocados.

         

         

         

         

14 Julio 18...

        He visto caer a mi familia, como un leproso ve caer por segmentos sus manos frías hinchadas. Mis pobres parientes maduraban y morían.

        Mi padre trajo del Amazonas un cocodrilo que guardábamos en una piscina cubierta por un enrejado de alambre. El cocodrilo pasaba varios meses dormido y los tábanos y los mosquitos habitaban sobre su lomo escarpado. Contraían al chupar su sangre la enfermedad del sueño. El cocodrilo se despertaba de un solo lado, casi siempre. Abría el ojo de esa región y nos miraba melancólicamente. Todavía tenía sueño. El ruido de la calle, el trepidar de los carros cargados de legumbres, aceleraban sus pesadillas. Un mosquito que había logrado escapar de su letargo ese día —el cocodrilo tenía un ojo abierto—, picó a mi hermano menor, que recorría con un dedo la dentadura extensa de nuestro huésped, y mi hermano conoció por esa picadura casual el placer inenarrable de servir de experimento. Murió de sueño.

        La tumba de mi hermano quedaba en la parte más baja y húmeda del cementerio. El Sena la cubría durante las crecientes periódicas del invierno. Entre el lodo y el limo, recogíamos luego la cruz que la corriente había llevado lejos. La tumba parecía seguirla y arrastrarse y volver al lecho del río, como si en aquel cajón de pino con manijas de plomo no estuvieran ya los huesos descarnados de mi hermano, sino el alma divina y egipcia del cocodrilo sagrado.

         

         

2 Agosto 18...

        Dicen que los gondoleros de Venecia son los hombres más armoniosos de la tierra. Es decir, de la tierra que viaja. No los he visto nunca, pero me imagino que se parecen a los gatos negros, que es lo más armonioso como animal que yo conozco. Si algún hombre extraño ha impresionado una hora de mi vida —pasaban como las nubes en las esferas de vidrio del jardín— fueron siempre los fogoneros de los vapores que recorren el Sena. Los he visto de cerca, apoyados sobre la borda del barco, fatigados como Childe-Harold, mirando pasar las tierras, apenas conmovidos por la versatilidad del humo gris de sus pipas. Sólo sus ojos eran interesantes. Parias que viven frente al fuego y bajo el carbón, las pupilas rojas circundadas de un halo de polvo negro entre las largas pestañas —esas pestañas que el carbón abona—, son sus ojos de almendras, los ojos de las reinas fabulosas y exóticas. Frente a su belleza, yo me he conmovido como Antinoo pudo conmoverse ante los ojos de un legionario de Adriano.

        He conocido el escalofrío de lo misterioso, de lo hermético y de lo oriental. Esos ojos parecían concentrar la intención inconfesable de los últimos estilos literarios. Viajeros en países extraños, esos ojos eran románticos. Fijos en el paisaje en una hora de la vida, esos ojos eran sugestivos, aterradores y bellos como los ojos de los retratos en la obscura sala de los castillos húmedos; enormes y fascinantes, como los ojos supuestos de las momias, como los ojos de los egipcios, largos.

        He sentido esos ojos fatales sobre mi espíritu de niño a veces femenino. Ojos que los fogoneros llevan incrustados en la cara, como las estatuas griegas de la decadencia poseían ojos de ágata, de esmeralda y de oro. Han pasado reflejándome y sin mirarme, vacíos de emoción y de sentimiento. Los fogoneros de los vaporcitos del Sena poseen los mismos ojos de cristal barato que tienen los animales embalsamados en los museos de provincia.

         

 

9 Septiembre 18...

        María-Germán cambió de sexo a los veinte y dos años. Yo afirmé en el mío apenas contando diez, edad en que los varones dudan en ser mujeres y hay algunos que ya son sensibles como las niñas. Tenía un compañero de clase que besábamos como si no fuera un varón. Y Osvaldo, así se llamaba, era el más feliz de los seres porque sin sospecharlo le hacíamos la corte y le ofrecíamos lo mejor que teníamos. Le invitábamos a ir de paseo y nos daba la fruición de ir con nosotros en fraude. Se escapaba de la casa por acompañarnos. La piel de la cara y de sus piernas era enteramente femenina y llegué celoso a enemistarme con él. Prefería verlo lejos que pertenecer igualmente a todos mis amigos. Cuando volvimos a hacer las paces, ya no era tan agradable. Provocábame repulsión. Se desvivía, en cambio, por serme grato. Le llevaba a la orilla del río y me valía de Osvaldo para atrapar sanguijuelas. Hacíale entrar descalzo en los pajonales de la ribera y las sanguijuelas salían prendidas a sus piernas. A fuerza de servir para mis negocios (en ese entonces, cuando lo explotaba, me besaba ardientemente y yo no podía soportarlo) enflaqueció, creció y cambió el color rosa de su cutis en una piel amarilla. Un día lo expulsaron escandalosamente del Convento de San Francisco y después lo solía ver llegar de París, empolvado como una señorita, caminando en puntas de pie y mirando hacia atrás por si alguien le seguía. Al volver la cabeza sonreía. Se hubiera dicho que acababa de aceptar una seña.

        No he hallado en el pasado histórico de Bujival trazas de haber sido la sede de un cuartel de hugonotes. Pero con Osvaldo, mi pueblo se mostró indignado y puritano hasta el exceso. Fue cruel aislándolo. Hallaba un placer especial en sacrificarlo para ejemplo, imponiéndole el más duro derecho de pernada en cambio de la efímera sensación de un segundo, en aquel pobre enfermo tan digno de un sanatorio como inocente ante la ley. ¿Qué sacrificio no aceptaba con tal que lo acompañáramos? Había hecho dos agujeros en las puertas que daban sobre el dormitorio de su madre, casada en segundas nupcias, y el dormitorio de su hermana, una virgen de quince años, de cuerpo pulposo y español. Los desvencijados sexuales que lo acompañaban podían elegir el observatorio que más les placía; ya aquél que daba sobre el libertino padrastro de Osvaldo, ya aquel agujero que se abría sobre la inocencia rosa y desnuda de la virgencita frente al espejo, alarmada como todas las solteras de la soledad sin fondo de las noches provincianas.

         

         

14 Enero 18...

        "—El mundo, me dijo el cochero, se suicida lentamente... Buscó una imagen para ser más claro mientras dejaba el látigo y añadió: Por la brecha abierta a la columna vertebral, se van diariamente al olvido y se reducen a nada la super existencia de genios que molestarían con su pleno desenvolvimiento a la Humanidad. Los vicios solitarios podrían llamarse los placeres sociales por excelencia. Si el amor se realizara en plena calle, a la vista de todos, la sanidad y la higiene de la ciudad serían intachables. El onanismo es, sin embargo, una virtud social de selección. Una prueba de eliminación.

        Grande ha sido el problema de reunir los hombres. La tarea era imposible. Los genios eran pretenciosos, individualistas sin perdón. Su destino era conducir los otros hombres al matadero y por fin quedarse solos como las montañas. La masturbación ha terminado con los semidioses. No hubieran podido vivir de otra manera con nuestras épocas. Se han "civilizado". Las mujeres, que son los pecados capitales reunidos, entraron por sus ojos mansamente y se acostaron, allá atrás, sobre los blandos almohadones de sus cerebelos. La masturbación los colocó así, haciéndoles descender, en un terreno común a todos los mortales y fueron igualmente grandes como en el origen, pero deslucidos. Parecen hoy monumentos militares de piedra gris, vastos de cierta autoridad bastarda y primitiva, pero antiestéticos. Ponen su gran dureza en la sombra de la noche y sus aristas perversas en el camino de lo blando, de lo bueno y de lo hermoso. Es su revancha. Y así me lo han dicho, cuando los he confesado y he logrado despegarles el alma del cuerpo, como se desprende a fuerza de puño el cuero de la res carneada."

         

         

16 Enero 18...

        A los veinte años fue la querida de un pintor. No mereció el oficio. Carecía de entusiasmo. Interrumpió sus tareas con la misma gravedad con que iniciólas un día de lluvia en que se acotó con el artista por no mojarse los pies y se retiró a Bujival, abriendo una florería. En Bujival su botica era un lujo inútil. Esperando un cliente las horas corrían y su hija crecía. El artista le pasaba ochenta francos mensuales de recuerdo, que subdividía con placer de miope en cuatro cuotas semanales. La vieja florista iba los martes al correo a cobrar el giro. La casa quedaba a cargo de su hija, que daba citas ese día al uno y al otro. Así supimos, los muchachos del pueblo, que Anita tenía salpullido en la espalda. La chica se preparaba su porvenir cultivando los regalos de los admiradores de su enfermedad a la piel. Le gustaban las peinetas de quince francos sobre sus cabellos. Anita desapareció sin despedirse. La madre notó su ausencia el martes, no teniendo quién le guardara la casa. La tomó un miedo vago. No salió más. Se hizo traer por el cartero los veinte francos a la tienda y como no tenía nada que hacer se fue secando y así, sus plantas sin aire y sin sol.

        Los novelistas exageran cuando ultiman los actores de sus cuentos en una catástrofe, en un incendio o en un crimen. No creen en la asfixia de los días monótonos. La florista no ofrecía más relieve que un alga seca. Sus cosas, su casa y su persona, en un único plano y en un único tono, recordaban por lo chatas y desvitalizadas esos fondos de paisajes a la sepia, comunes a todos los fotógrafos profesionales.

         

         

26 Enero 18...

        Los hijos de los degenerados viven antes que los otros niños. Han vivido hace siglos. La salud no significa en nosotros otra cosa que el tiempo normal. Un reloj descompuesto anda más que uno en perfecto estado. Vive más. Los hijos de los anormales han vivido hipotecados en sus padres. Nacen viejos. Nacen inteligentes hasta la locura. Nacen cuerdos hasta la mudez. Han vivido en el vientre de la madre, en la sangre del padre, años y años de un sensualismo agotador. Nacen con graves y pulidas cabezas. Sus ojos están ya marchitos como si hubieran visto muchos paisajes de Corot y si fuera el gris su color planetario. Tienen cansadas las manos y muerden el seno de sus madres. Son amantes prematuros. Hijos de los grandes extenuados de la médula, son los niños sabios.

        Por eso, era extraña la hija de un vecino, que debía morirse antes que las otras niñas raquíticas de Bujival. Al año hablaba con facilidad. Fue un espíritu hiperbólico. Las cosas no le interesaban por su existencia, sino por la sensación que le producían. No las tomaba. Les pasaba la mano por encima.

        El ruido le preocupaba. Oía con atención y miedo. Traducía una intensa emoción por el ruido, tal como deben sentirle los marinos que quieren escribir el drama del viento en 300 páginas. Las primeras palabras que enunció eran adjetivos. Las únicas. Conocía las cosas por su calidad. Llamaba al agua "fría", decía de la leche "dulce", decía del pan "duro". Y para precisar lo que era agradable como una manzana, su madre, un caballo de madera, un balde de plata, todo eso que le hacía llorar, decía "Boo". "Boo" era la palabra generatriz de la pequeña sensitiva que debía morirse una tarde de otoño, posiblemente porque no podían darle cuanto encontraba interesante su espíritu exigente de niña prodigio.

        Murió, casualmente, al otro día de haberla llevado hasta el balcón entre mis brazos y de haber señalado a lo lejos el panorama de París. Al verlo la niña de quince meses, se volvió hacia mí y me dijo, como si estuviéramos de acuerdo:

        — ¿Boo?...

         

         

         

27 Enero 18...

        A la entrada de la noche, como una piara de jabalíes que huye delante de la más pura de las mujeres —Diana— los empleados administrativos retorcidos y roídos por la sensualidad, como un expediente más, los sátiros, los vampiros y el pederasta vergonzante aún, se echan por los barrios bajos, buscan los suburbios y espiando las fortificaciones se van desabrochando el pantalón y orinando al azar contra las paredes, contra los árboles.

        Esperan al cómplice que no llega y que suponen disfrazado en el obrero que vuelve a su casa, el saco al hombro; en la chicuela que va de compras o en el niño que vuelve tarde de la escuela, envuelto en la capa estrecha que un comerciante en paños ha mezquinado cuanto le fue posible. El chico trae las manos amoratadas por el frío y los voluptuosos ven en esas manos deformadas por la miseria un fruto exótico, una primicia del mediodía.

        Esta noche no podía sentarme en silla alguna, inquieto como un animal, por instinto, sin punto fijo donde dirigirme, atraído solamente por los caminos obscuros. Iba por el barrial de las fábricas que han comenzado a levantarse en los terrenos anegadizos ganados al Sena.

        Un olor a paja ardida, a estiércol, a horno de ladrillos, a residuos recién depositados, desprendíase de la sombra que escondía paulatinamente las cosas. En un pozo del horizonte, el sol había caído. Frente a mí, una gran usina. La calle cortándola en dos. En sentido opuesto al mío, subiendo el terraplén a cuyos lados la fábrica descargaba sus desperdicios, venía un hombre con dos grandes caballos blancos al cabestro.

        El caballerizo pasó y tras suyo, apurando el paso, iba un hombre bizco con una caja de cinc a la espalda.

        En un bache, entre las basuras, una mujer que era una niña aún escarbaba la tierra. Estaba enterrando una lata de bizcochos que contenía dos corazones de paloma, seis naipes atravesados por alfileres, un trozo de piedra imán y el retrato de su seductor.

        En el paisaje negro, aquella criatura era feliz y religiosa.

         

 

28 Enero 18...

        —Sube, pequeño.

        El cochero me invitó a sentarme a su lado. Iba hacia Nanterre. No tenía grandes ganas de hablar. Guardamos, pues, silencio. Dándose cuenta de que por algo me había hecho subir hasta su pescante, se volvió y me dijo:

        —Sólo un vaso de vino contiene la verdadera felicidad. El resto, mi pequeño, no vale un salivazo. Es pura crápula. ¿Conoces a Marie Roger?

        Hice el gesto de echarme a andar, hacia atrás, por el recuerdo.

        — Tu vecina Marie, la mujer de don Nicolás el zapatero...

        — Sí, repuse.

        — Esta mañana me mandó llamar. Creía que era para traerle algún encargo de París.

        —"Don Raimundo, me dijo entonces Marie Roger con voz afligida, Nicolás está loco."

        — ¿Loco?

        — Lo he mandado buscar para conducirlo a París.

        A un hospital, me dije entre mí. Y como hay que hacer en esas ocasiones, fui en busca del coche. A duras penas conseguimos persuadir a don Nicolás. No nos reconocía. Sin embargo, cuando le hablé de ir a París a ver a su hermano, no se resistió y nos acompañó.

        El pobre estaba bien loco, loco del todo.

        En el viaje, don Nicolás, que no me reconocía, bajó a saludar a varios conocidos... Y cuando le pregunté a doña María la calle donde íbamos, me respondió:

        — Tome Ud. hacia donde quiera.

        Esta respuesta me dejó perplejo. ¿Acaso ella también se había vuelto loca?

        — Sí, agregó, vamos por ejemplo al Puente Solferino.

        Allí llegamos. Sobre el muelle, unos bancos. Bajó don Nicolás, doña María y su hija, que también nos acompañaba. Entre las dos lo sentaron. Luego me pidieron que las esperara a la distancia. Cuando me alejé, ellas se fueron hacia unos gendarmes que dormitaban contra el muro de las Tullerías. Vi que les hacían señas y hablaban del loco. Los gendarmes se acercaron.

        — ¿Uds. no lo conocen? —preguntaron a las dos mujeres, los gendarmes

        enternecidos.

        — No, replicaron las dos al unísono. Acabamos de pasar al lado de este

        hombre y nos hemos dado cuenta de que está demente. Es un peligro dejarlo aquí.

        Sea quien fuere, hay que internarlo en un manicomio.

        Don Nicolás sonreía como agradeciendo la intención y los vigilantes llamaron un fiacre que pasaba y condujeron al loco sin filiación conocida al hospital.

        Fue así, como Marie Roger y su hija se desembarazaron del enfermo. El Estado se encargará de su custodia hasta que muera. La familia no pagará ningún gasto. Y como Marie Roger no puede deshacerse de la zapatería con parecido desinterés, se ha quedado con ella…

        ¿No ves cómo en esta tierra todo es pura crápula? Gracias a que un vaso de vino nos pone una cortina ante los ojos.

        Ahora mi pequeño desciende y antes de despedirme, te voy a invitar con una copa de agua bendita.

        Hizo servir un vaso de ajenjo que bendijo con la unción de un viejo sacerdote y el desaliño de trocha ancha de un carrero. Su voz, como la de San Julián, tenía la entonación de una campana de bronce.

         

         

24 Abril 18...

        Cuando el hijo del alcalde salía de su casa todos los otros chicuelos nos reuníamos, como se reúnen los perros pequeños viendo pasar a los grandes mastines. Sentíamos un inconfesable respeto por el colegial que iba a la escuela a París y que había merecido ya a su edad —trece años— el honor de ser llamado desde un burdel.

         

         

19 Mayo 18...

        Nadie, ninguna mujer ha impresionado de voluptuosidad mi existencia, como aquella chica de once años que tenía los ojos cuarentones de la madre y los movimientos de una tía suya vestida con colores muy charros que llegaba los lunes a Bujival. A las mujeres las he exprimido como un limón y las he arrojado lejos. Las más ricas en secretos las he desdeñado como las otras. Sólo el recuerdo de la vecina —ella fue siempre impalpable como el recuerdo— insiste en la soledad de mi desgano y de mi desaliento. Es el hada madrina de mi sensibilidad. Mi imaginación parte como una flecha rápida y aguda hacia aquel momento en que su sabiduría intuitiva de mujer le hizo poner el pie sobre una piedra de cantón y me mostró toda la otra pierna. Jamás ninguna mujer, nunca la experiencia de ninguna amorosa vergonzante llegó a igualar el gesto genial de aquella chica que puso sin necesidad el pie sobre una piedra y me descubrió la crema rosa de su pierna, que sabía bien, en su ansiedad de mujer, ser la fortuna más preciosa que poseía.

        Debía reintegrar mi regimiento. No pude estar más cerca de esa mujer en ciernes, de esa paloma criminal que añadía a su belleza y a su juventud, la flor carnosa de la inocencia hecha florecer bajo la custodia del jardinero trágico del instinto.

        Vecinos éramos. En las vísperas de mi partida, desde mi lecho, en la mañana, la oía alejarse hacia el colegio y comprendía por mis oídos toda la voluptuosidad de sus movimientos. Distinguía el ruido de uno de sus senos pulposos, demasiado grande para su pecho, al desprenderse, del otro seno, que como decía Jules Barbey d' Aurevilly, a propósito de una virgen de Memling, había resuelto la premisa de la inmaculada concepción mucho antes que los padres de la Iglesia la resolvieran.

         

         

Septiembre 18...

        Hay hombres que se distinguen por el ahorro de la memoria, y otros a quien hace geniales el desorden de la imaginación. Mi superioridad no tuvo otra fuente de recursos que la observación. Soy un producto de mí mismo. He visto el mundo con el prisma pobrecito de mis ojos. No usé de ojos prestados. Y así fue, que por observar, forma reflexiva de mirar, me distancié de mis amigos y he estado lejos de mis maestros. Por ejemplo, deduje, por observarlo con minuciosidad, que un niño de mi pueblo iba a ser pederasta por quererlo así la naturaleza. La naturaleza había vacilado al concebirlo. Nació a los ocho meses. Todo el mundo con sus mimos, desde el padre que lo hacía saltar sobre sus rodillas y le desplazaba la sensación masculina del placer hasta que fue a parar al fondo del rectum, contribuía silenciosamente a la desviación. Por broma yo le acariciaba la nuca, estimulando, sin quererlo, la actividad del bulbo raquídeo; las amigas lo besaban como a una mujer y su voz se conservó cristalina y sus ojos infantiles, melancólicos y (¿por qué?) amantes. El pulgar de sus manos se fue deformando como en los delincuentes que no son otra cosa que degenerados activos. Nada tan chato y defectuoso como el dedo pulgar de los sodomitas. Impresiona por lo bastardo, el resto de la mano atildada y femenina.

        Los pederastas debían tener sólo cuatro dedos en cada mano.

         

         

Octubre 18...

        ¿Por qué me gustan las mujeres cuyos rostros tienen algo en su armadura ósea de la oveja?

        ¿No será por un amor distante, tal vez el de un pastor que no halló nada más bello que sus animales y la constelación de Ares?

        ¿Porque uno de mis parientes murió en lo alto de una muralla mientras el muro sucumbía al constante asalto de los arietes romanos?

        ¿Porque Watteau pintó una abuela mía que era hermosísima con un cordero entre los brazos?

        ¿Porque la estampa primera que me dieron era la del bautizo de Jesús por San Juan y el cordero pascual servía de testigo?

        ¿Porque las mujeres que tienen el labio superior levantado tienen algo de inocente?

        Por todo eso, tal vez, y porque las mujeres que tienen los ojos alargados y en almendra son irremediablemente voluptuosas.

         

 

4 Noviembre 18...

        Tienen los franceses la impresión que sólo las malas personas, lo malo de cada país se aleja de su tierra y se va al exterior. Me han alimentado con esa opinión. Pero no es cierto. Sucede lo contrario.

        Tuve una amiga de Burdeos, elegante, distinguida de porte. Creí que todas las mujeres de Burdeos se le parecían. Cuando fui a esa ciudad, encontré que no había en ella nadie que pudiera igualarla, ni hacerla recordar.

        Entré a un burdel una tarde y conocí a una belga de Ostende. Tenía tan hermosos senos que me reservé el placer de la casa entera. Hice cerrar las puertas y busqué por todos los expedientes la posesión voluptuosa de esos senos inaccesibles. Cuando fui a Ostende —en la creencia de que las mujeres de esta ciudad tenían senos no menos hermosos— vi con tristeza que ni las niñas de catorce años tenían pechos tan prestigiosos como los que perdí por generalizar ideas comunes en el burdel de París.

        La mujer más hermosa que creo haber conocido era danesa, pero como hallé sobre sus piernas rosas unas lombrices blancas, sentí por Dinamarca y sus mujeres un asco profundo. Por error, no comprendiendo bien de qué parte de la tierra era, tuve ante mí desnuda a la hija de un arquitecto danés. Fue la segunda mujer más hermosa que creo haber conocido y ésta no tenía lombrices en ninguna de sus coyunturas. No conviene, pues, generalizar.

        Estudiante, iba a un burdel de la barriada sud de la ciudad. Una de las mujeres era inglesa. Maravillosa hembra de placer.

        — ¡Qué hermoso animalito!

        Le sobrellamaban "La estrella del Sud". Su fama corría por la ciudad y los campos. Los paisanos se embarcaban en su dirección. ¿Serían así las inglesas?

        No, ninguna he encontrado en Inglaterra como ella.

        En el último baile de las Tullerías la mujer en quien iban a parar todos los deseos parecía salir de un capítulo de Balzac y de una provincia de Francia. Era una reina morena. Y prestigiosa. El sol del mediodía la había hecho madurar con las naranjas. Pero afirmábase sobre todo, su blasón y su nobleza y su sangre azul.

        La hallé luego en un burdel de Sevilla, su ciudad natal, y era la hija de una cigarrera.

        Deduzco de este interminable rosario de contrariedades que lo mejor de cada país emigra sintiéndose superior, no necesitando de la etiqueta nacional para ser una individualidad descollante. Valen, pues, tanto como una nación. Son naciones sin arraigo geográfico. Tienen las nubes por asiento, como Júpiter las tuvo para asentar su trono y encubrir los pies de Hebe que era mortal.

         

         

Diciembre 18...

        Mi servicio militar fue casi nulo. Recorrí los cuarteles de Tunes, de Zaghouan, de Souza y estuve un año destacado en Kairuan. Es la ciudad santa de los árabes, en África. Una gran muralla sarracena la rodea todavía. Alrededor de la estación del ferrocarril se ha detenido el progreso. Lentamente se va formando el barrio europeo. El progreso comprende una sucursal de correos, un "Hotel de Francia" y algunas casas de ladrillo donde viven los perceptores de la renta. Toda la barriada tiene varios pisos y aisladas unas casas de las otras, me recordaban entre la sombra de los crepúsculos que caen rápidos sobre el desierto, los frascos de boca ancha en que viven, allá en la barbería de Galard, las sanguijuelas que mi padre solía usar una vez por semana.

        Hay que agregar a todas estas muestras de europeísmo acampados a la vera de ese gran corral blanco de la ciudad musulmana la comisaría local, una delegación municipal, un café con su melancólico billar y un burdel que representa la autoridad y el orden dentro de la prostitución.

        Haciendo mi servicio conocí a Moreau. Era zuavo como yo. Indiferentes a toda perfección militar, esperábamos nuestro retorno a Tunes, yendo del café del corso Longobardi al burdel de Madame Flora. En ambos sitios entrábamos como en nuestras casas. En uno nos sacábamos la chaqueta y en el otro los pantalones. En el café jugábamos al billar como dos niños para matar el tiempo. En casa de Flora jugábamos a ver quién era más hombre.

        Mi amigo Moreau era no tan alto ni fornido como yo, pero la naturaleza lo había mejor dotado. Ese privilegio solía ponerle un poco de plomo en las alas de su fantasía. No siempre las mujeres que elegía se disponían a acompañarlo. No se atrevían a complacerlo sin que antes Flora, que había ido a parar a África siguiendo los rastros de Hércules, pues ya había regentado una casa en Gibraltar, lo autorizara. Moreau pertenecía a la reserva de la dueña de casa.

        En casa de Flora, a la par de mi amigo que era un exponente de rudeza masculina yo parecía de primera intención y esta característica se fue acentuando luego, un hombre delicado que se inclinaba cortesano como un señor de las ciudades y no se echaba rudo sobre la presa como se echan los aldeanos al pie de las parvas. Mi amigo Moreau llegaba siempre ebrio a la casa del placer. Yo procuraba embriagarme en ella. La carne femenina era un alcohol mucho más intenso y penetrante que el ajenjo. Aunque al declararlo me avergüence, una lorenesa rubia llegó hasta enfermarme por sus bellezas secretas. Estaba profundamente enamorado. Le hice versos. Es decir, hice mis primeras armas.

        Mis versos no eran hijos del sueño o del deseo. Eran la flor de la realidad, de la satisfacción misma. Yo he conocido así el más allá del placer, sin que me costara demasiado. Una prostituta que se aburre, el hastío de los burdeles es extenso como el Sahara, no es una mujer peligrosa cuando nos ama. Su amor se reduce a no cobramos nada. Si en cambio nos da dinero, los riesgos de la mujer se acentúan. En caso de olvido, es la primera que por entretenerse, tan grande es su soledad, escribe una carta anónima y nos denuncia a la policía. La justicia para las mujeres que están al margen del lecho y de la sociedad es una cara voluptuosidad. Aman los gestos y las palabras sonoras y altivas de las tragedias de Racine. No porque en ellas se quejen los protagonistas, sino porque en ellas se apostrofa a los representantes de la autoridad y desafían al hombre como el ladrón puede hacerlo al juez. Así insultan a los representantes de la autoridad y cuando las mujeres públicas hacen ironía, es siempre frente a la ley. Este diálogo oído me lo recuerda:

        "-¿Por qué ha maltratado al agente que quería detener-la? Estaba Ud. acusada de robo.

        —Me hallaba ebria.

        —Eso no la justifica.

        —Cuando me encuentro encinta o tomo más de lo conveniente, siento la necesidad de pegarle a un vigilante."

        Yvonne fue mi primer amor. El servicio militar fue leve para mí. Casi no paré en el cuartel. Moreau representa todo el recuerdo de esa época en la que no tuve que hacer nada. Fue, pues, precisamente por ocio que amé, por no saber qué hacer como se ama siempre, a la lorenesa cuya blancura no tenía el fondo rosa y azul de las carnes comunes. Era salmón, jugo de salmón, el que corría en su sangre. Tan blanca con ese vino tan rubio dentro, Yvonne era una copa de mármol que sólo las esclavas pueden llenar y sólo los magnates de Oriente beber. Había ido a parar a Kairuan. Su amante, un genio de la prostitución, concibió el negocio y ella se había dejado conducir. Si la mujer que espera al hombre en los burdeles se aburre inmensamente, el amante que le deja para mayor comodidad en su trabajo, arrastra fuera, por las calles, por las plazas y los cafés, el mismo hastío. Es como el caballo de los toros que va pisando sus propios intestinos. Ese aman-te de la lorenesa, un marsellés moreno, estaba como nosotros, mucho más que nosotros, condenado a Kairuan. Dormía, bebía, erraba. Era el representante misterioso de un círculo de ex hombres que sólo explica y protege la sombra de grandes ciudades. Aquel rufián, sin amistades, mirado despectivamente por todos, era sin embargo una figura en el barrio europeo. Era una muestra de la civilización occidental tan interesante como la figura del perceptor de rentas o la del comisionado municipal. Constituía la esperanza de la comisaría local a donde casi nunca llegaba un extranjero acusado. Eran siempre los acusadores. Ese rufián sin ocupación estaba destinado a violar las leyes. El comisario lo esperaba impacientemente, en la tristeza de la comisaría decorada con un escritorio, dos sillas y sobre aquél una carpeta virgen de sumarios, y un sello de goma con que el jefe supremo timbraba sus "Cartas de Oriente", como les llamó el mariscal de MoIke a aquéllas que escribía a su hermana hallándose de paso, en Constantinopla, por unos días.

        La lorenesa comprendía, como una mujer casada, la voluptuosidad del peligro. Yo esperaba que el comisario iniciara sus sumarios con el de mi muerte en manos del marsellés. De pronto, un árabe me salvó.

        Detrás de una chicuela demasiado desarrollada para su edad, vaya uno a saber cómo y por qué, va siempre un empleado de policía secreta. Esa chica es el cebo que recoge los sátiros dispersos por la ciudad. Los jefes de oficina la conocen. Esos burócratas que se han esterilizado durante veinte años entre expedientes en trámite, son las víctimas de la policía de malas costumbres. De la misma manera, detrás de un señor desocupado va un encargado de engancharlo y dirigirlo hacia una casa de citas. Una tarde que en la terraza de la gran mezquita suspiraba sonoramente mi aburrimiento como los camellos que pacen en los alrededores de Kairuan bostezan el suyo, un árabe se me acercó. Era uno de los guías que mostraba la ciudad a los peregrinos.

        Me propuso conocer un interior árabe. El cristiano no puede morar entre musulmanes. Sin embargo, un cristiano puede ver, sin que esto sea un pecado, a las mujeres árabes la cara descubierta. Ese era el espectáculo que se me ofrecía. Acepté. En la casa árabe tejían las mujeres. Una de ellas, de cierta edad, me maldecía por los cuatro costados. Las dos otras jóvenes, me sonreían. Cuando la curiosidad me llevó a la puerta de calle de nuevo, encontré al guía que me esperaba.

        ¿Qué tal?, me dijo. Yo descubrí por la pregunta que se me pedía una opinión no del interior, que no me interesó mayormente, pero sí de las jóvenes que me sonreían. —Muy buenas las dos, le dije, sin entusiasmo. —Un franco, me respondió. ¿Un franco? ¿Qué?.. ¿Quieres un franco?

        —Sí. Ud. puede estar un rato con ellas sólo por un franco.

        No había encontrado nunca nada tan joven y tan barato.

        Venga por un franco, dije y así conocí a Grisela. El padre, porque el árabe que me la proponía era el padre de las jóvenes que me sonrieron, recibió a un franco por expedición, la importante suma de setecientos francos en seis meses.

        La chica ya no podía tejer alfombras. La acaparé, hasta el día en que volví a Tunez. La juventud de Grisela, la novedad musulmana, el cariño de perra faldera, la extrema devoción de aquella chicuela de trece años me trastornaron. Yvonne quiso vengarse en brazos de Moreau. Fue así como perdió el pelo en manos de Flora. El marsellés prendió fuego a las cortinas de la sala y fue detenido en Souza. La comisaría de Kairuan no llegó a poseerlo. ¡Ella un tanto lo había anhelado!...

         

         

19 Mayo 18...

        Después de dos años de ausencia, me he hallado hoy al volver a Bujival con el cochero Raimundo. Estaba más viejo. Su cabeza ha encanecido de golpe. Era "la nieve de los años", imagen cursi y romántica. Tenía hongos grises por cabellos. No era un vencido del tiempo, sino de la intemperie.

        ¿Preguntarle por su vida? No. Se lee fácilmente un diario de cabo a rabo, pero uno huye ante un año de diarios empaquetados... Así se me presentaba Raimundo. Como un lío de papel enorme y tan voluminoso como sabio.

        — ¿Qué es de tu vida?, me inquirió en cambio. Mi vida que sería apenas un renglón en su cartera de cochero vagabundo. ¿Qué nos traes de África?

        — La sífilis, le repuse sintéticamente.

        Raimundo encontró muy natural la noticia. Tal vez hubiera extrañado mi vuelta de África con las manos vacías. ¿Pero es que yo hubiera podido ocultarle a ese mayúsculo confesor el drama interior que es el motivo de arte supremo a que puede aspirar un individuo, la fiera y el mártir cristiano en el circo del alma?

        — ¿Y qué vas a hacer de ella?, me dijo con soma el viejo paquidermo.

        — Tengo la intención de escribir un libro... Un libro que sería como el cuaderno sintomático de la sífilis y que serviría de fuente informativa para médicos y literatos. En este crepúsculo, la idea de un libro ha golpeado mi puerta y me he dejado vencer como si ella fuera una mujer más... Aunque el libro sea el descrédito mayor que puede tentar a un espíritu original.

        Quiero escribir un libro, Raimundo, donde aparezca tornasol la fantasía de mi enfermedad...

        — Una sola duda pudiera retenerte, repuso el varón, y es que a raíz del libro las mujeres te abandonen. Y eso no sucederá. Las mujeres aman con preferencia a un depravado. Si tú confiesas que te hallas enfermo de lo que llaman tan poéticamente nuestras esposas "de una mala enfermedad", recién sabrás lo que es ser amado. Tendrás, soberbio conquistador, el atractivo de un peligro más. Hasta hoy, sólo el embarazo de ti hacíate seductor. Mañana, el nuevo encanto creará una nueva voluptuosidad: la de estar sifilítica. Será la cuarta voluptuosidad que le conozco a la mujer. Conocíale sólo tres: la de abortar, la de menstruar y la de la cánula del irrigador.

        ¿Un cuaderno sintomático, decías?

        — Sí, el proceso sinuoso que siguen desde ya en mí el amor y la sífilis. El uno es todo pureza. La otra... ¿cómo calificarla?...

        —Llámale la gloria de don Juan. Y si tienes el coraje de traicionar el secreto profesional de tu vida, no dudes en hacer héroe de tu libro al mismo don Juan. Imagínate qué hermoso sería el caso... Lo único que le falta a don Juan, que ha sido el falo griego de las mujeres católicas, es estar sifilítico...

        —Lo pensaré, repuse, y bajé del pescante decidido a escribir el primer monólogo.

         

         

29 Junio 18...

        No conoceréis cuan hondo es el abismo si antes no os habéis asomado al brocal de un chancro propio. La excavación pequeña que ha hecho un obrero silencioso sobre la carne ingenua presenta la profundidad negra de la eternidad. Estar señalado así, con un cráter sobre el cuerpo, un cráter que se cubre fácilmente con algodón, es signo de haber merecido la belleza de Dios, que pone piedras preciosas en el camino y hace otros caminos intransitables. Yo no tengo la culpa de haber alcanzado tanto honor. El tabique nasal de mi hijo, que la sífilis reducirá, le hará parecido a Sócrates para bien de la estatuaria de mañana. El hijo de la partera de Atenas no dejó obras escritas que lo conmemoraran. Sólo se conoce su busto. El tiempo lo ha respetado. La nariz chata era irrompible. La nariz entraba en el bloque de piedra. Se solidarizaba con la masa. La sífilis hereditaria, dicen hoy los sabios, habíalo aligerado del tabique nasal. Lo que hizo su fealdad en vida debía contribuir a eternizarlo. ¿Para qué iba a cargar las bibliotecas con su genio? Las cabezas socráticas de piedra que no ofrecen ángulos violentos ni partes débiles, se mantienen intactas a pesar de los siglos, de los iconoclastas y de los filósofos. Le ha bastado a Sócrates con ser sifilítico para tener razón.

Septiembre 18...

        ¡Cuántos kilómetros he hecho detrás del seno de las mujeres! Me perdería en la suma... ¡Tan sólo por el seno!... Lo demás no lo cuento. Los días me parecían tristes y mucho más las noches, si el recuerdo de un seno no me cerraba los ojos. Los senos sueltos, los entrevistos, los desmesurados, los senos erectos... He seguido miles de mujeres. Dos, tres, por día, interrumpiendo mi trabajo, olvidando mi camino, perdiendo el tren, cruzando de una vereda a la otra, trepándome a los sitios escabrosos, bajando a los sótanos vacíos, espiando tras de las cerraduras el secreto obsequio que las mujeres llevan por delante. He vivido soñando en una pirámide de senos distintos, como Tamerlán soñaba con una pirámide de cráneos.

         

 

23 Agosto 18...

        ¿Quién habita ciertas casas de Bujival?, me he preguntado en varias ocasiones. Las persianas cerradas, las puertas selladas. Nunca un sirviente en los patios. Uno que otro gato. A veces dos o tres palomas trepadas en la cornisa, como aldeanas venidas de visita que arreglaban con el pico sus grandes faldas blancas y almidonadas.

         

         

28 Agosto 18...

        Los hombres mueren centenarios sin conocer a la mujer. Conocen una trenza, un ojo, una nalga, una pierna o un seno, como yo.

        Es el fetiche que adquirimos a los catorce años mirando por el ojo de la cerradura, cuando el hombre se masturba, como quien limpia una boquilla, por la sensación de verla limpia. Luego la carne busca un desahogo y más tarde, cuando la mujer se ha posesionado de nuestro espíritu, basta para conocer el placer evocar una de sus prendas, su retrato, su perfume, su recuerdo, su sonrisa.

        Las ciudades han civilizado el amor y cuando el hombre se encuentra cara a cara ante la mujer, los dos seres que buscan sin confesarlo la satisfacción de sus vicios adquiridos, dentro del cuadro y del panorama más puro, se masturban. Preséntase de nuevo para el hombre la oportunidad de poseer la pierna, la nalga, el cuello, la lengua o los senos, los ojos profundos por intensos, los otros azules por ingenuos. Una misma mujer puede servir así a un ciento de semi-hombres. No se conciben los celos. Cada cual posee su parte.

        Esto no es una conjetura. El hombre muere sin conocer a su propia esposa. ¿Qué es lo que ama en ella, sino lo que amaba en el sexo opuesto cuando aún se masturbaba? No conoce el amor de toda la mujer. ¿Será acaso culpa del vestido que nos encubre el conjunto? Es la sociedad que nos la ofrece así y nos fuerza a masturbarnos hasta la muerte. Si la mujer fuera desnuda, su falta de misterio nos haría más puros y costaría aislarnos, detenernos en una única parte de su cuerpo. Su cuerpo en entero debería darnos la misma sensación estética y no voluptuosa. Pero, hoy por hoy, nuestro mundo continúa retenido por el ojo de la llave en que miramos la vez primera. Sólo vemos una pierna, un brazo o un seno.

         

         

14 octubre 18...

        Busque siempre el amor que no poseía. Quise ser amado. He hecho todo lo posible. No he hecho nada más que eso. Los obreros se exponen a caer como los ladrillos desde los andamios. Pierden los brazos y las piernas. Yo no he podido perder nada y he perdido todo. Justo era que se me quisiera.

        No hay nada más que un amor. Ser amado. Esa es la alegre monotonía de mi vida.

         

         

1 Noviembre 18...

        No sé si quedarme o irme. No me atemoriza en esa despedida otra cosa que la procuración espiritual que me confió mi madre. Ella concibió en mí al hombre que no conocería el fracaso. Esperó tanto de mí, que temo irme dejando la obra incompleta...

        Yo soy todo su optimismo. Yo soy el actor que delegaba para vengarse del mundo en que le hicieron vivir los hombres, porque, como todas nuestras perfectas madres españolas, ella no conoció otras alhajas que las de plomo de la melancolía cuando su sueño se iba a la manera de un agua derramada sobre la piedra inclinada de la tarde.

         

 

4 Abril 18...

        He trazado mi plan y estoy decidido. Una fuerza que arranca en la raíz secreta de mi vida me conduce y me maneja a su antojo. Es la salud, la juventud y el optimismo, unidos. Hasta ayer la tentativa de novela que había esbozado sobre "La sífilis de don Juan" solía servirme de claustro donde pasear mi imaginación. Hoy no alcanza a saciar mi sed, y si dijera mejor, la angustia que me roe en las vísperas de un acto que calificaré de decisivo. Estoy a mitad de la comedia y extraño dramaturgo, siento la imperiosa necesidad de hacer bajar el telón. No un simple telón. El telón de boca. La gran cortina de hierro y de amianto, que cae como una chapa de zinc del sexto piso y que se queja al caer. Algo así, aparatoso, rudo, inesperado, impone su tiranía en mi vida. Voy a matar a alguien.

        No tengo temor, no tengo miedo, no me arrepentiré. He resuelto de antemano todas las premisas que se me presentaban.

         

 

9 Mayo 18...

        He elegido mi víctima. Atravesando el mercado, pasé al lado de una mujer rubia, flaca, de piel amarillenta y ojos azules lavados, que ya había visto a bordo de una chalana de matrícula belga, amarrada no lejos del puente del ferrocarril.

        Los ingleses son naturalmente aristocráticos, pero no hay nada más miserable que un inglés venido a menos. La necesidad extendida con su esfumo de mugre sobre los rasgos apolíneos, me produce una sensación dolorosa. Mi víctima, que posee rasgos delicados, se ha olvidado de que es mujer y no es coqueta. La pringue del barco pende de sus andrajosos vestidos. No se peina. Anuda sus cabellos en la nuca. Su corpiño lo cierra con un alfiler. El botón se le ha caído, no debe ser una mujer feliz. Si no bebe en las trastiendas, da la impresión de ser indudablemente la mujer de un alcoholista a quien faltara el control del marido y estando descontenta con su destino parece enemistada con todo el mundo.

        Al pasar junto a ella en el mercado, hallábase embarazada en la cuenta del dinero que le devolvían. Sumaba cobre a cobre, como un niño o un salvaje. La lentitud de su cálculo, ese retardo mental tan significativo que manifestaba, ha decidido mi elección. Ha autorizado mi gesto. Desembarazo a la humanidad de un ser imperfecto, de un ser débil.

         

         

Mayo 18...

        Había nacido judío y oculista. La clientela fue perdiendo la vista mientras crecía al Iado del abuelo que fundó la casa. El abuelo murió y Alfredo Chascock inventó un agua que era el mejor remedio para las enfermedades de los ojos. No la vendía, la regalaba. Los clientes debían vertirla sobre el ojo enfermo lo más caliente que les fuera posible soportarla. El colirio portentoso era agua simple.

        Alfredo Chascock no conocía otra diversión que la de pescar, su naturaleza mentirosa había poetizado la función. Compraba en el mercado pescados de mar afuera que mostraba como retirados del río. Chascock era miope. A más de la caña de pescar, llevaba consigo un anteojo de teatro con el que observaba juiciosamente el vaivén de la línea sobre la felpa del Sena. Cuando esta tarde llegué bajo el puente del ferrocarril, vi a Alfredo Chascock en una hendidura de la costa de enfrente. Se confundía con el tronco de árbol en que estaba sentado. Mis ojos, que no pierden detalle, no podían pasarlo inadvertido. El puente de hierro parecía una moldura del cielo: tan grande era y tan alto estaba.

        En el paisaje del valle que era una avenida natural del mundo, un paisaje verde—gris del tono de las uvas claras, la única mancha obscura de la barcaza retenida, por varios cables tendidos, a las estacas de la ribera.

        La chalana estaba vacía y sin lastre, sobresalía del agua como una boya desmesurada. Una escalera trepaba de la costa, hasta la azotea de su cubierta donde varias macetas con malvones, alineadas en la borda, recordaban las cornisas de las casas de Sevilla.

        El paisaje era sereno y mudo. El agua del Sena deshilvanaba su ovillo sin esforzarse. De cuando en cuando, un golpe sordo multiplicado por las bodegas desamparadas, partía de la barca. Era la mujer rubia a quien había observado ir y venir durante dos horas desde lo alto del puente. Se hallaba preparando la cena. Un penacho de humo azul filtraba sobre la cubierta por un caño de mango de hojalata y se iba hacia el medio del río donde volaban las golondrinas, indicando con el humo bajo que el tiempo cambiaría.

        Chascock puso en sus bidones las mojarras que acababa de sacar del agua. Me vi solo. No había testigos y comencé a trepar la escalera.

        Sentí algo en el corazón. Un hilo que se rompía en el títere. Miré hacia el puente y me asombré. En el mismo sitio disimulado, desde donde yo observaba mi víctima esperando el momento oportuno, estaba un individuo. No cabía duda de que me miraba. ¿Me seguía? Lo fijé en una mirada terrible. Desde tan lejos no creo que pudo apercibirla, pero mi intención sin duda lo alcanzó, porque el hombre, vaya a saber por qué, dejó el observatorio y desapareció. Me encontré de nuevo solo. Puse el pie sobre la cubierta de la chalana. Hacía frío sobre la terraza embreada.

        ¿Qué estaría haciendo mi víctima?... Me agaché y miré la bodega que le servía de habitación. Estaba mondando patatas, prolijamente, lentamente. Me hice liviano, me deslicé, por la compuerta de la escotilla. Comencé a bajar por la escalera que daba a sus espaldas. La barcaza se inclinó a popa. Deseaba llegar hasta la mujer sin ser sentido y hundirle mi puñal en la nuca como se hace con los terneros en el matadero. Cada milímetro de esa puñalada brusca debía sentirla en mi mano. La piel, la carne, los huesos, tal vez la médula debían ofrecerme esa resistencia que es la suprema voluptuosidad del asesinato. ¿La médula? ¿Es que podría seccionarla fácilmente? Y pensé en las cavernas de la época neolítica llenas de restos de huesos de caballo a los que nuestros padres chuparon las médulas frescas con fruición, aún calientes las presas según deducciones de los paleontólogos.

        Estaba ya a dos pasos de la mujer rubia, cuando se inclinó como para recoger mi sombra que se alargaba hasta el canasto donde tomaba las patatas. La mujer aquella que no sabía calcular a simple vista la moneda que le devolvían con esa inocencia con que realizan todas sus acciones los corderos a la vista de los lobos elegantes, me ofreció el sitio preferido que yo anhelaba en mis raciocinios y mi mano se me fue tan independientemente de mi voluntad, que el gesto tan rápido me impidió gustar ese pasaje del cuchillo a través de las carnes.

        Sentí mi mano enredada entre sus cabellos húmedos y un instante después un chorro de sangre pujar apresurado entre mi mano y el cabo del cuchillo.

        Fue cuando solté todo. Dejé el arma y la mujer que estaba retenida a mí por el punzón de acero. El bulto cayó. El cuerpo flácido de la mujer rubia entró dentro del canasto y dejó una mano sobre la silla en que había estado sentada. El otro brazo lo colocó bajo el brasero.

        Mis ojos pestañearon. Quise ver algo más, sentir algo nuevo, pero no lo podía. Tenía un rumor de abejorro, dentro del oído, y un velo ante mis ojos —era "un hidalgo envuelto en su nube", como dice Shakespeare—. Varias sillas y un cajón que estaban detrás de mí se me cruzaron en el camino. Con mucha habilidad evité su contacto. Volví a contemplar la escena y vi que mi víctima sacaba la mano de sobre la silla y la desparramaba sobre el suelo.

        Perdí dos veces pie en el primer escalón, y cuando mi cabeza sobresalía por encima de la escotilla, un silbido, como el de una víbora, atravesó el espacio.

        En el puente del ferrocarril estaba el desconocido de hace un momento mirando hacia la barca. Notó mi aparición y cuando débil sobre mis piernas iba a desplomarme, con un igual temor, se escurrió de la baranda del puente. Me sentí salvado. Salí de la chalana. Trepé la costa.

        Desde la barranca volví los ojos para cerciorarme del paisaje en el que acababa de arrojarme al infierno. De un lado, el puente cerrando el horizonte. Más allá, las colinas de Marly y el monte Valeriano. El Sena, como un gran espejo, y la chalana obscura en medio del río claro. Un pájaro y un perro pasáronme cerca. El moaré del agua, antes y después de la chalana. De cuando en cuando el golpe sordo que la caja acústica de mi corazón extendía.

        Un grupo de hombres surgió en la orilla opuesta. Me escondí detrás de los tilos. Seguí tras de ellos hasta el puente del ferrocarril. Sobre el parapeto rodaba, sin caer al agua, la colilla de un cigarrillo. Alguien acababa de irse...

        Mis ojos buscaron el escenario del crimen. La chalana sobresalía tanto de su línea de flotación, que el río jugueteaba con ella. Nadie se le acercaba. El camino húmedo que bordea el Sena terminaba allá en el fondo por entrar en el agua. Una hora pasó. El sol tramontaba. Alfredo Chascock atravesó por el telón del horizonte. Yo temblaba.

        Un individuo timorato apareció de pronto de improviso al pie de la chalana. Era el hombre que había visto en lo alto del puente. Parecía imitarme. ¿Creería que la barca estaba sola? A mi vez, me escondí para observarlo mejor. Subió a la chalana. Anduvo en la cubierta. ¿Sentiría un escalofrío sobre la cubierta embreada? Por fin se decidió y bajó.

        Alfredo Chascock venía por el camino cerca de la barca. Un hombre y una niña le seguían.

        De dentro de la barca salió un grito. La barca se columpió en el agua como si dos seres lucharan dentro y el desconocido fuera de sí apareció sobre la escalera. Al ver esto, el hombre y la niña que venían detrás de Alfredo Chascock apuraron el paso. Corrieron. Alfredo Chascock debió oír algún propósito extraño de los transeúntes que pasaron a su lado y apoyó el anteojo de larga vista sobre la nariz.

        Pero ya el hombre y la niña daban gritos. El desconocido corría de un lado al otro por la cubierta de la chalana. No atinaba qué camino tomar. Las bocamangas de su camisa, sus manos, estaban tintas en sangre. Dio un salto al fin y vino a caer entre el pantano de la costa. El hombre que llegaba con la niña se echó en su persecución y los dos se perdieron de vista. La niña miraba a todos lados y sollozaba histéricamente sin saber por qué lo hacía. Alfredo Chascock se le acercó y trató de consolarla. La niña creyó en las palabras zalameras del judío, que llevaba en el fondo de la garganta la resignación hebrea de tantos siglos de matanzas y como si no fueran bastantes sus palabras, le dio el anteojo de teatro para que la niña mirara hacia el puente del ferrocarril.

         

         

19 Mayo 18...

        Pude decir físicamente que era un hombre feliz, cuando en el silencio de la alcoba, las horas de la noche que pasaban apuradas y profundas, eran deletreadas por el reloj del asilo cercano. Conocía el sonido de las horas, pero nunca tuve la curiosidad de mirar hacia ese reloj, que suponía ciego y sin cuadrante.

        Ayer a medianoche, pasé frente suyo. El reloj descargaba sus campanadas sobre Bujival dormido y levanté por primera vez los ojos al campanario.

        El reloj no era una cosa ciega ni una máquina indiferente. Rodeado por tanto dolor y miseria como la que acampa en el asilo, su esfera es la cara amarillenta de la luna enferma y no un vidrio opaco con signos cabalísticos encima,

        ¿Cómo pudo ese reloj jalonar hasta ayer noche mi existencia y hacerle oír las que yo creía alegres notas de su campanario? ¿Es que su esfera fue igualmente tétrica desde la primera noche en que el candil le dio por transparencia parentela con un astro muerto?

        ¿Sólo me he sentido comprendido cuando las notas lúgubres de ese reloj enfermo daban consuelo a mi corazón? ¿Todo en mí ha respirado al revés? ¿Yo difiero tanto de mis semejantes?...

         

         

        (De la elegancia mientras se duerme (Bs.As., 1923, con traducción al francés, en 1927; Reedición de la Editorial Simurg, Buenos Aires, Argentina, 1997, de donde se tomaron los extractos que presentamos.)